LA CULTURA DE LA MUERTE
Una nueva generación de colombianos no sabe que es posible morirse de viejo
Cuando el que mata es un criminal, la solución puede ser encarcelarlo, o esperar a que muera en su propia ley. Pero ¿qué está pasando cuando son adolescente del montón, hijos de familia y vecino del barrio, los que matan y mueren "sólo por ver caer"?
La mamá:-- Ayer murió la señora Angela.
El niño:--¿Quién la mató?
Ante las abrumadoras cifras de asesinatos anuales, los colombianos han olvidado que es posible morirse de viejo, entre una cama. Hace pocos días, el cardenal Alfonso López Trujillo hablaba de la incubación de una "cultura de la muerte" en el país, que afecta toda la concepción de la vida, aun entre aquellos que no son criminales. Una forma colectiva de necrofilia que se encarniza, en particular con los niños y los adolescentes, normalmente ajenos a la maquinaria de la guerra, pero que directa o indirectamente se convierten en piezas de esta.
No se trata ya del sicario profesional, sino del muchacho común, de extracción media baja y baja, que convive con los demás en la cuadra o en la escuela, que aún se prende a las faldas de la mamá y que es demasiado joven para clasificar como sujeto penal. Que ni siquiera es el peor --el más malo, el más degenerado--sinc muchas veces el mejor: por valiente por carismático o por bello. Pero que ha adquirido un vicio rudo: le gusta matar.
Los muertos que lleva encima le dan prestigio. No siempre puede cobrar dinero por ellos, pero le sirven para ganar liderazgo, enamorar mujeres y pisar duro. Sus únicos ídolos son Pablo Escobar y el arquero René Higuita, porque antes no eran nadie y ahora son. El joven sicario ha matado a diez o doce: impone miedo y respeto, "es alguien". El precio de esta identidad es alto --morir antes de llegar a adulto-- pero está dispuesto a pagarlo.
El asesino amateur se concentra en Medellín, en el hiperpoblado sector conocido como la Comuna Nororiental: una inmensa agrupación de barrios populares, prendidos verticalmente a la montaña mientras no se desploman, iluminados como pesebres, entrecruzados por laberintos de callejones, atiborrados de casas construidas unas sobre otras como castillos de naipes, con un radio tronando en cada cuarto y una azotea fresca y panorámica desde donde se ven, como en avión, las luces de la ciudad. Por estos hervideros de gente solía pasearse Pablo Escobar, repartiendo "verdes" e inaugurando planchas polideportivas. En cada esquina hay una cantina, y en cada cantina un hombre llora sobre un tango. En las aceras, las mujeres improvisan parrillas y cocinan sancochos y natillas para atender a los vecinos. Los niños juegan a "capar" cometas, y todo sería poético y encantador, si la muerte no zumbara en cada rincón, como una mosca, y las campanas no doblaran siempre, llamando al entierro de alguna de las 25 víctimas diarias, que es la cifra promedio registrada por la Policía en esa zona.
Cada vez que hay tiros, las puertas de las casas y las rejas de los bares se cierran y las calles quedan vacías. Durante dos o tres minutos: lo que le toma a la gente entrar en confianza con el espectro de la muerte, que simplemente se incorpora, como un ingrediente más, al torrente de la vitalidad paisa. Después --mientras el caballero vuelve al tango, la señora al sancocho y los niños a la cometa-- los curiosos corren a ver "el muñeco": el cadáver recién hecho.
Por momentos, las pintorescas laderas de la Comuna parecen suburbios post-atómicos tipo Mad Max, o repúblicas independientes, donde pandillas de pistolocos imponen el frenesi del sálvese quien pueda. Hasta allá nadie quiere subir. Durante años, la autoridad y la ley prefirieron no meter la nariz; y no asoman ni los políticos en comparsa electoral. Escasean las cervezas en las cantinas, la leche en las tiendas y el papel higiénico en los baños, porque galladas de rockeros, punkeros y sicarios saquean los camiones de reparto tan pronto enrutan la trompa por las calles empinadas.
Cuenta el taxista, camino al barrio Santo Domingo, después de mucho rogarle que haga la carrera: "De alla vuelve uno sin taxi, cuando le va bien; cuando le va mal, vuelve hecho fiambre".
Hace cuatro años, los vecinos se sorprendieron al encontrar, en las madrugadas, perros y gatos desollados y descuartizados. Fue el primer síntoma. Ahora la matanza masiva es de adolescentes. De cada 100 personas asesinadas en Medellín, 70 están entre los 14 y los 19 años. ¿Quién los mata? Generalmente, otros adolescentes. ¿Qué hace que cientos de jóvenes colombianos vayan al holocausto, como reses al matadero, seducidos por el vértigo de matar y de morir?
PUNK, POP ROCK Y ¡PUM!
Al contrario de lo que se cree, el sicariato juvenil no siempre está ligado al narcotráfico, o al menos no directamente a la mafia como estructura. Se organiza, en cambio, en bandas barriales independientes, y de cada 20 pandilleros dos o tres logran conectarse con "la oficina" (la mafia) y solamente uno acaba profesionalizándose y asesinando en grande por orden de los capos. Los otros 18 trabajan free-lance, improvisan y sueñan con que les llegue la oportunidad. En los últimos meses, el receso de las actividades del narcotráfico ha hecho que se diluyan aún más los nexos laborales entre el cartel y las galladas. Como si fueran serenateros, o prostitutas, los adolescentes asesinos rondan perezosos por las noches de Bello, de Guayaquil o del Barrio Antioquia, calentando el "fierro" debajo del sobaco y esperando al marido celoso, o al fiador estafado, que vengan a contratar sus servicios.
Son criaturas de pura cepa urbana, que nacen entre el rugido de las motos de alta cilindrada y el traqueteo de las metras, y que crecen a la sombra del dinero fácil y del consumismo febril.
El que espere encontrar al típico hampón, malencarado y desharrapado, se lleva una sorpresa: son adolescentes altos, bien parecidos y vestidos a todo trapo. Les gusta el asfalto, la discoteca y el neón, y la vida ajena es para ellos una mercancía que pueden cambiar por los objetos deseados: ropa de marca, tenis Nikes, "bambas" de oro, equipos de sonido láser, discos compactos de rock "no comercial", perica para compartir con los amigos, electrodomésticos para la cocina de la mamá, cuartos de hotel para hacer el amor con la novia, motos Honda 1.000 y Mazdas 626 GLX.
Aunque ganen mucho dinero no abandonan su barrio, porque afuera no son nadie. Viven en la casa materna y la convierten en la mejor de la cuadra: le arreglan la fachada, le construyen el segundo piso, la aperan de maxirradiograbadora, televisor en color y VHS, la decoran con fotos de Richard Gere, John Travolta y el Karate Kid.
Las mujeres les gustan plásticas, apetecidas por lo demás, delicadas, maquilladas, de minifalda o pantalón chicle, de melena alborotada y hasta la cintura. Las consienten y se gastan 20 mil o 30 mil pesos para atenderlas en una noche, pero las matan si son infieles.
No se entrenan para matar en escuelas de sicarios ni en campamentos paramilitares, sino en las esquinas, en los billares, en las heladerías. Empiezan temprano, a los 11 ó 12 años. Dice Rocío Jiménez, psicóloga que atiende en uno de los barrios de la Comuna: "Puedo contarle el caso de un niño de 13, que lo único que quiere en la vida es ver sangre". A los 17 ó 18 terminan el curso, tirados y tiesos en algún baldío.-- "No importa que lo tumben a uno, si mientras vivió tuvo su billete y su pelada", opinaba Yeyé, asesinado dentro de un bus a los 16 años.
A duras penas saben leer porque no van a la escuela, y si van, es porque esta --como la cárcel-- les sirve de centro de operaciones. En uno de los liceos masculinos más grandes de la zona han matado a varios alumnos en el patio central, no es extraño encontrar en los salones muchachos a profesores bestialmente golpeados y cada vez que requisan aparecen armas hasta debajo del pasto.
El fútbol es importante en sus vidas, pero no porque lo practiquen, sino porque los patrocinan. Un sicario de 16 años puede financiar equipos de niños de 12 y 13, y lo hace para imitar al mafioso grande, que --según ha oído decir-- patrocina equipos de fútbol profesional. En las barriadas, los partidos y los campeonatos son la forma por excelencia de aglutinación. Por eso cuando los sicarios coronan un negocio llevan a la cancha altavoces, trago y carne de cerdo, y organizan fiesta gratis para todo el mundo. A ellos les encanta ser populares, y la comunidad los odia y los adora.
COMO EN LOS COMICS
En el mundo de los pandilleros no penetran los medios de comunicación masiva. No les interesa la prensa, de libros ni hablar, no oyen radio y ni siquiera ven televisión, salvo los monos animados. En cambio, son adictos al video: no se pierden ninguna película gringa de matones y mercenarios y aprenden mucho cuando ven a Rambo fritando, soviéticos en una parrilla electrificada, a Schwarzenegger capando un león a mordiscos y a Chuck Norris sacándole los ojos a un negro con la uña del meñique.
Los monos animados los hipnotizan, tal vez porque reproducen el ritmo alucinado y acelerado de sus propias vidas, que son una sucesión de choques, explosiones, descargas, golpes, ruidos. A Víctor Gaviria, director de " No futuro" --una película sobre bandas juveniles hecha con actores tomados de la vida real-- le sorprendió el fanatismo de los muchachos por los "muñequitos" :
--"Creo que como en los monos animados, en esos barrios tan pendientes todo cae. Derrumbes, resbalones, porrazos. Empezando por el muerto, todo va a parar al piso: la única ley es la ley de la gravedad".
Aquí la vida no imita al arte: es igual a los comics. A "Tiempos de Antes", un acogedor y concurrido bar de merengues, boleros y rocola sicodélica, entra un muchachito y pasa por entre las mesas vendiendo boletas para una rifa. A 8 mil pesos la boleta, que juega con los últimos números de la lotería de Medellin. En una mochila lleva los objetos que está rifando y se los muestra a los clientes: media docena de pistolas y revólveres de segunda mano. Más tarde --hacia las 2:00 de la mañana-- se hace silencio de repente, las parejas que bailan se sientan y corre la voz: "Llegó la banda de Los Caballos...". Afuera se oye un tropel que se detiene en seco, cinco jóvenes vestidos y armados a lo "Bonanza", se desmontan de sus animales, entran al bar, se quitan el sombrero alón, sacan a bailar a las mujeres --no sin antes pedir permiso a los señores que están con ellas--, se toman unas cervezas y al rato vuelven a salir, vuelven a montar y se pierden al galope por las calles y después, más arriba, por entre la montaña.
DIOS Y MADRE
Los jóvenes sicarios llevan en el pecho y en los tobillos escapularios de Su protectora, la Virgen del Carmen. A San Judas Tadeo le rezan la novena para pedirle que les salgan bien los "trabajos" y los Miércoles de Ceniza bajan a las iglesias a que les pongan la cruz. (Ver recuadro).
En los brazos suelen tatuarse una frase, "Dios y Madre", que sintetiza sus únicas devociones.
Generalmente son hijos de familias sin padre, o de padre ausente, y las relaciones con la madre son intensas y difíciles. Según el investigador Alonso Salazar, el día del año que más muertos hay en Medellín es el de la Madre, porque "ese día--dice--los hombres amanecen con el orgullo alborotSdo". El "Manso Lucas", jefe de una pandilla paramilitar, se hizo famoso porque cuando su madre murió en un accidente, recorrió el barrio regando metralla a diestro y siniestro y fusiló a varias personas contra un muro.
"Carevieja", jefe de una de las bandas dice: "Madre no hay sino una, padre es cualquier hijueputa".
En un medio en que prima el desempleo y la vida dura, el dinero que recibe el adolescente por sus actos delictivos se convierte en factor determinante de sus relaciones familiares.
"Conozco una familia de diez hijos --cuenta la psicóloga Rocío Jiménez-- y uno de ellos se metió al sicariato. Se volvió el que la mamá más quería y al que le hacía caso para todo, aunque no era el mayor, porque era el que más plata llevaba a la casa.
Es que ahora hasta los lazos del afecto están marcados por el dinero".
Se trata de muchachos literalmente atrapados por el amor de la madre: al ser los que mantienen económicamente a ella y a los hermanos, y los que defienden su integridad física contra la agresión del padre, o de la fuerza pública, o de las otras bandas, no pueden dejar su casa para formar, otro hogar con su propia mujer y sus propios hijos. Narciso, un "guapo" con seís muertos encima, se saco de adentro la rabia y la frustración un día que fue hasta la casa de su suegra y le rompió la cara a cabezazos porque no lo dejó entrar a visitar a su novia y a su hijo.
Nadie les cae bien (todo ser humano es "un gonorrea") y son inestables e impredecibles: de ellos se puede esperar un abrazo o una puñalada. Repiten a su manera lo que le aprendieron al padre, que, cuando aparecía, les hacía una caricia o les daba una patada, traía regalos o acababa con la mamá.
Reemplazan al padre ausente en todo, menos en la cama de la madre, lo que les crea una contusión dolorosa de papeles, con desgarramientos psicológicos y ataques patológicos de celos. La vida les exige que sean lo que no pueden ser: esposos de sus madres y padres de sus hermanos. La contradicción es insoluble y, como tantas otras en su vida --reemplazar a la ley, vivir como bacanes sin tener empleo-- sólo se arregla con la muerte. Todos, invariablemente, justifican sus actos de barbarie hacia los demás y hacia sí mismos, con idénticas palabras "Lo hago por la cucha". Por la vieja roban, matan, se hacen matar. Yo me voy a morir pronto, pero a mí que me recuerden por haberle dado una buena nevera a mi mamá", le dijo Javier, de 15 años, a la periodista Silvia Duzán, quien prepara un libro sobre el tema
La Señora Rosa es vecina de un barrio tomado por el sicariato y madre de cuatro adolecentes que le resultaron trabajadores y "Sanos". Como para ella no hay Estado, ni ley, ni Bienestar Social, ni espera nada de nadie, opina que si otros muchachos "se tuercen", es por la complicidad de la madre, que por falta de plata "empieza por hacerse la tonta cuando el niño trae de la escuela cosas robadas a sus compañeros, más adelante le recibe dinero sin preguntarle cómo lo consiguió y termina lavándole la ropa manchada de sangre ajena sin decir una palabra".
EL TRAQUETEO
En el barrio El Rosario hay una casona abandonada, donde por las noches se juntan, con sus "ñeras", las bandas de punkeros, metaleros y Vieja Guardia. Se reparten por cuartos, prenden las radiograbadoras y "poguean": bailan a trompicones, dándose puños, patadas y cadenazos. Todo marcha bien hasta que algún metalero --de pelo rapado y vestido de cuero negro-- agarra de las mechas a un Vieja Guardia-- que las lleva largas-- y lo tira al piso. Ahí se recalienta el aire y al otro día amanecen uno o dos cadáveres en el piso de la casona. Es lo normal: de eso se trata ser pandillero.
Un joven se mete a una banda, ante todo, para dejar de ser un "amurao", que es el que la pasa aburrido, sin plan, recostado contra el muro. La banda es garantía de acción, de dinero y de fama. "Cuando están sólos son buenos --dice una madre--. Es cuando se juntan que se vuelven maldadosos".
Empiezan en las esquinas, asaltando o cobrando peaje con cuchillos. Luego fabrican rudimentarias armas de fuego, como el changón, una escopeta de un solo tiro; el trabuco, hecho con un tubo y madera, o los petardos, con latas de cerveza, pólvora y clavos. Pasan a saquear casas y a robar automóviles, se enfrentan con otras pandillas por intromisiones territoriales, trabajan para un expendedor de basuco alejándole la competencia. Después manejan motos y carros, consiguen armas tan sofisticadas como metralletas Mini-Uzi y se meten al negocio grande: matar por encargo. Ahí dejan de ser "chichipatos" (ladrones de poca monta) y ascienden a sicarios. Ya no hacen "cochinadas" (como raponearle un reloj a un vecino), sino "trabajos". Y por último, si logran conectarse con la mafia o los paramilitares, pasan a ser parte del sicariato profesional.
Hay otros modelos, como el "universicario" (ver recuadro), un delincuente de alto vuelo y con capacitación profesional, o el contra-sicario, que se ve a sí mismo como justiciero y asume la protección y la limpieza de la comunidad.
La mayor de estas bandas de autodefensa es la de Los Capuchos. Viven en sus barrios, donde los conocen como hijos de familia, pero de noche operan en el anonimato, vestidos de negro y encapuchados. El jefe, a quien apodan "El Angel", es un muchacho con formación política y militar, porque prestó el servicio y después pasó por la guerrilla. Dice que no tiene miedo a matar ni a morir, pero que no puede dormir solo porque lo paralizan el diablo, el cura sin cabeza y los gatos negros. "El Angel" y sus muchachos desterraron a bandas tan sangrientas como la de Los Nachos, sindicados de asesinar y prenderle candela a 10 personas en una sola noche. Muchos habitantes de la Comuna reconocen su trabajo y se lo agradecen. Otros consideran a Los Capuchos una banda más, tan criminal como las demás. ( Ver recuadro).
MATAR POR AMOR
--Por esta calle no subamos--dice el guía, atravesando el barrio Aran Juez.
--¿Por qué?
--Porque aquí vive un man que me quiere matar.
--¿Por qué te quiere matar?
--No sé. Se enamoró de mí para matarme.
La jerga de la muerte se convierte en lenguaje erótico, porque ya no sólo se mata lo que se odia, sino también lo que se quiere. Matar es una forma de poseer al que de otra manera no se entrega: yo dispongo de su vida, luego soy su dueño. Los objetos ajenos y deseados también son fetiches:
--Cuando vengan por aquí no usen pulseras ni cositas que enamoren, aconseja el guía.
"Una diferencia grande con los años de La Violencia --dice Alonso Salazar--; es que antes sólo se mataba a los enemigos". El conservador mataba al liberal, o el guerrillero al soldado. Pero según la nueva modalidad del crimen, se mata a cualquiera, sea amigo, enemigo o neutral, por odio o por amor, por dinero, por sacudirse el aburrimiento, por equivocación o porque sí.
"Un traido" --término que en la tradición antioqueña es el regalo del Niño Dios-- designa ahora al que se deja robar o matar, alguien que se descuida, se ofrece, se regala.
También, a diferencia de la violencia, se acabó el rito del asesinato, que ya no es castigo, ni escarmiento, ni misa negra, sino un gesto frío y profesional. Ya no hay "cortes de franela" ni otros ensañamientos con el cadáver. Un tiro, limpio y preciso: en eso consiste el arte del sicario, a quien, como al torero, le gusta matar de un solo golpe.
Si algo lo caracteriza, es que le da igual estar vivo que estar muerto. Para él, como dice el escritor Manuel Mejía Vallejo, "la muerte viene a ser lo mismo que la vida, o la otra cara de la moneda tirada al aire, y a esperar el resultado". Si ve la vida ajena como una mercancia, la muerte propia la recibe como un bien. Es descanso paz, única posibilidad de librarse del autismo rabioso que lo consume. Para comprobarlo, basta con asistir al velorio de uno de ellos. No hay luto: a los, 19 añoS, Galvis le ordenó a su madre vestirse de rojo el día que lo enterrara, y un año después, ella cumplía la orden. No hay duelo: los compañeros y amigos del difunto lo congratulan porque "por fin lo logró y está donde debe estar". No hay flores ni rezos, sino música a todo volumen, rock o salsa, según haya sido su voluntad póstuma.
Los pueblos tienen que llegar hasta un extraño y pavoroso punto de no retorno para alcanzar tales niveles de tolerancia frente a la muerte, y de pérdida de reflejos para Sobrevivir. Raras veces, en la cultura occidental, se ha llegado tan lejos como en la Colombia de hoy. Sucedió en el Romanticismo, cuando cundió una fascinación morbosa por la muerte. Sucedió en la Primera Guerra Mundial, cuando los europeos vieron lo bárbara que podía ser su civilisación. Sucedió en el Japón, después que la explosión de Hiroshima atomizara las fronteras del horror.
El Ejército colombiano monta operativos para meter en cintura a las bandas, y los violentólogos de las universidades gastan papeles tratando de comprenderlas. Mientras tanto, cada Miércoles de Ceniza los jóvenes sicarios de Medellín-- "los desechables" como también se les, conoce-- bajan a las, iglesias armados y uniformados, Se hacen poner la cruz en la frente y después de la misa encienden las calles de su barrio con rock, marrano, aguardiente, perica, tiros al aire, petardos y voladores. Es la ceremonia de los que saben que polvo son, y en polvo se convertirán.
ASI PIENSA UN CAPUCHO
"El Angel", de 20 años, jefe de las Autodefensas de la Comuna Nororiental de Medellín --a las que se les atribuyen más de 300 muertes-- justiíica así su actividad:
--"Siempre he vivido en barrios marginales. Entré a trabajar a una oficina en el centro, y todas las noches, cuando volvía al barrio, me contaban las atrocidades que se habían cometido durante el día. Que hoy mataron a tal señor, que hoy le asaltaron la tienda a la señora fulana. Hasta que un día violaron a una muchacha muy linda, muy buena persona. Ahí fue cuando dije basta. Yo sabía quién lo había hecho, y fui a donde un amigo que tenía un revólver. Esa misma noche empezamos a operar. Encontramos al violador sentado en una mesa, comiendo, y lo ajusticiamos .
--"Después conseguimos una casa que daba a una cañada y que tenia sótano. Allá nos vestíamos de negro y nos poníamos las capuchas, y salíamos por la cañada. Al otro día amanecía muerto un hombre, o dos, o tres, de los que le habían hecho maldades a la comunidad. Nadie sabía a quién culpar: pensaban que era la Policía, el Ejército o la guerrilla. Nosotros aprovechábamos la confusión para hacernos los bobos y recoger opiniones, y ahí nos dábamos cuenta de que la gente, en el fondo, estaba contenta.
--"Hemos crecido mucho, debemos ser 200 en total, y trabajamos todas las noches. Desde que me metí en esta guerra he adelgazado varios kilos por tanto trasnochar haciendo barridas. Una vez que empiezas, ya no puedes parar.
--"Destruimos los expendios de basuco y atacamos el consumo de droga porque de allí viene gran parte de la descomposición de la gente. El otro día ajusticiamos a cinco pelados por que eran casos perdidos de drogadicción. Ya se les había hecho la advertencia, pero no hubo manera de rescatarlos, así que los matamos.
--"Abrimos una red de inteligencia por todos estos sectores, con la misma gente de la comunidad. Las señoras, los niños, los ancianos: todos ellos nos avisan la presencia de asesinos y de extraños.
--"Sólo estamos respondiendo a los problemas que el gobierno no resuelve. Aquí la Policía no sube nunca, y cuando sube, se vuelve complice de los ladrones. Entendemos que es por el desempleo que mucha gente opta por esa vida de delincuencia: si estos barrios se volvieron un infierno no es culpa de la gente, sino del gobierno. Pero ya las cosas fueron demasiado lejos. No queda más remedio que optar por la violencia para defender tu vida y la de la comunidad."
--"La comunidad nos da la fuerza y el respaldo. Ella es quien juzga y quien tiene la razón. No tenemos nada que ver ni con el cartel ni con el narcotráfico. Venimos de muy abajo, pero nos hemos conformado como una de las bandas más sicariales. Nos tienen pavor las demás bandas por nuestra manera de actuar. Hemos tomado una fuerza tan increible, que de nosotros ya se habla mucho en Medellín".
EL SICARIATO AL CINE
En 1988, Víctor Gaviria --poeta y director de cine, paisa, de 35 años-- rodó la película No-futuro, con actores tomados de la vida real. Eran diez muchachos de las bandas juveniles de la Comuna Nororiental de Medellín. Hoy, dos años después, cuando la película aún no se ha estrenado, seis de ellos están ya muertos. "Los mataron cuando hacían algún cruce, o porque no supieron esquivar una culebra --explica Gaviria. Durante el rodaje nos hicimos amigos. Esa amistad no los salvó a ellos, pero por lo menos nos acompañamos un rato".
No-futuro, que al final tuvo la suerte de ser la única película colombiana vendida por adelantado a Nueva York, tuvo duros problemas iniciales. El guión original, que desarrollaba la historia real de un joven suicida, se fue borrando hasta que prácticamente desapareció, a medida que el tropel cotidiano de los actores pandilleros los iba arrastrando por vericuetos imprevistos.
"Todos los días cambiábamos de planes, porque todos los días nos sorprendía la locura de esa parte de la ciudad, donde hasta un mal recuerdo puede desatar una guerra".
Caminando con sensibilidad y maestría por el filo entre el arte y el documental, Gaviria siguió a sus actores por terrazas, habitaciones y callejones sin falsear sus sueños, sus pesadillas, sus sinsentidos y sus motivos, y detrás de ellos fue tejiendo un hilo poético y desgarrador, dulce y terrible, y tan cercano a la realidad que se confunde con ella.
Los problemas se hicieron casi insolubles cuando mataron a John Galvis, que iba a hacer de protagonista central. "Creímos que sería imposible reemplazarlo, porque era carismático y chistoso, y hablaba bonito". Despues cayó preso otro actor, Ramón, por andar con un arma, "pero afortunadamente tenía un hermanito muy parecido, y seguimos con él". Finalmente, le dieron el papel central a Ramiro Meneses, nacido en el barrio Villa Guadalupe, que era, en la vida real, el baterista del grupo punk "Mutantes". Ramiro fue clave por la importancia del rock en la cinta, por ser "la única expresión cultural de miles de jóvenes que están muy bravos, muy molestos con todo, y que no saben de dónde viene tanta violencia". Un mes después de terminado el rodaje, Ramiro Meneses se vino a correr suerte a Bogotá con una amiga, y enganchó en la televisión un papel en la serie Décimo Grado. El sí se salvó: hoy día es un joven actor con futuro.
No-futuro también lo tuvo, fue coproducida por Focine, Tiempos Modernos y Foto-Club 76, y los colombianos podrán verla a mediados de este año. Durante hora y media tendrán frente a frente a los jóvenes pandilleros de Medellín, cuyas vidas son --según el director-- "la experiencia más intensa y más límite que se puede tener en este país tan intenso y tan límite".