CASO COLMENARES
La enigmática noche en que murió Luis Andrés Colmenares
A propósito del estreno de la serie de Netflix sobre el caso Colmenares, SEMANA reproduce un capítulo del libro en que se basaron los guionistas para escribir la historia.
Noche de Halloween significa noche de difuntos. Una tradición de origen celta propagada, fervorosamente, en países como el Reino Unido, Irlanda y Estados Unidos, así como en México donde la celebración es conocida como el día de los muertos. Representaciones de espantos, fantasmas, brujas, esqueletos, almas en pena deambulan esa noche en la que el pánico es protagonista.
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En Colombia esta tradición ha ido trepando, año a año, sobre las generaciones. Un estudio contratado por la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco) sostiene que el 65 por ciento de los padres colombianos disfrazan a sus hijos menores de 12 años para la ocasión. Los niños salen a las calles para pedir dulces también cada vez más vigilados por sus padres ya que la jornada excita a criminales dementes que rondan en búsqueda de nobles víctimas para ofrecerlas en ritos perversos generalmente asociados con rituales satánicos. Por ello, la Policía se anticipa a la jornada con ruegos a los padres para que no pierdan de vista a sus pequeños durante la celebración y redobla su presencia en las calles y puntos de concentración.
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El sábado 30 de octubre de 2010 el columnista Luis Noé Ochoa en el diario El Tiempo apuntó bromeando: “Millones de niños, seguramente empapados, porque no hay noche de brujas que no llueva, estarán pidiendo dulces. Y, a lo mejor, el martes estén agripados o haciendo el truco, truco, Halloween de toser para capar evaluaciones finales”.
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El mismo estudio de Fenalco sostiene que el 20 por ciento de los adultos mayores de 20 años se disfrazan para esa noche. Un indicador que se mueve en acenso. Al parecer, las estrategias del mercado han sido eficaces y cada vez son más los adultos que usan maquillajes, pelucas, máscaras y demás accesorios para la ocasión. La mitad de los adultos que caracterizan la noche de las brujas lo hacen elaborando sus atuendos. Entre los adultos se trata básicamente de una excusa excepcional para disfrutar de una noche de fiesta y desorden. Exactamente así lo entendieron un grupo de jóvenes estudiantes de la Universidad de los Andes de Bogotá.
Los universitarios, futuros ingenieros, tenían un doble motivo para celebrar: la tradicional fiesta de disfraces y el cumpleaños de Felipe Mojica, uno de los integrantes del combo de amigos. No fue un plan improvisado, la misma fiesta con las mismas excusas la venían realizado desde hacía un par de años. En esta ocasión se repartieron tareas y crearon un grupo de chat para avivar la convocatoria y que todos estuvieran al tanto de las novedades e ideas que iban surgiendo en torno a la nueva versión de la fiesta. La última que harían porque los insospechados azares de aquella noche venidera traerían consigo una fatalidad que le estropeó le vida a varios.
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El lugar de encuentro escogido fue el bar Penthouse. El establecimiento, ubicado en la nomenclatura calle 83 N°13-17, en el corazón de la rumba bogotana, la llamada Zona Rosa, abrió sus puertas en diciembre de 2008 ofreciendo un concepto innovador: simulaba un lujoso apartamento de varios niveles, amplios salones cuyas paredes decoradas incluían cuadros de variados tamaños, espejos con marcos dorados, repisas de madera con pulcros acabados, pequeños altares empotrados desde donde se exhibían botellas de licor seleccionadas, lámparas , cabezas de venado con los ojos abiertos a perpetuidad. Había también sofás, mesas mínimas y redondas, barras, chimenea, pantallas, bolas de luces giratorias, un complejo sistema de sonido y llamativas duchas de cristal donde una vez encendida la rumba los bailarines hacían de su diversión un espectáculo que atraía todas las miradas.
El lugar era concurrido por personas, generalmente jóvenes, con posibilidad de pagar 20 mil pesos sólo por ingresar y una vez allí una tarifa similar por cada trago. Una cerveza, la bebida más económica, costaba alrededor de diez mil pesos. El estilo lof (extenso y sin muros internos) se combinaba con prolongadas horas de música fusión: pop anglosajón, dance, hip-hop, salsa vieja, electrónica y house. Nada de vallenato.
Los detalles estilizados, sus amplios espacios y la mezcla de buena atención con música seleccionada, hicieron que Penthouse fuera referenciado durante varios meses, como el sitio de moda, donde “la obsesión es pasarla bien”, como rezaba una pieza publicitaria del lugar. La misma nota da un singular parte de tranquilidad: se trata de un confortable apartamento de soltero con dos terrazas, living como pista de baile, cocina tipo americana, jacuzzi, sofás y no hay que preocuparse por las llamadas del portero para anunciar que llegó la Policía.
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La noche de Halloween es la mejor noche del año desde el punto de vista del negocio, el lugar se colma. El 30 de octubre de 2010 no fue la excepción. Unas 500 personas, la capacidad máxima del lugar, ingresaron a partir de las 9 de la noche, momento en el que se abrieron las puertas al público.
Esto fue lo que ocurrió aquella noche de Halloween, según los relatos de Laura Moreno y Jessy Quintero. Pasadas las nueve de la noche Laura tomó su vehículo y fue a la casa de Luis Colmenares, en Quirinal, un barrio que queda justo en el centro del mapa de Bogotá. Laura, una bella joven, de veinte años y estudiante de sexto semestre de ingeniería industrial, había conocido a Luis un mes atrás y desde entonces venían saliendo. Él la cortejaba pretendiendo conquistarla. Luis sabía hacer sentir bien a las chicas y tenía una serie de atractivos: era simpático y a la vez académicamente brillante, incondicional con sus amigos, de buen sentido del humor y hacía gala de una figura atractiva. Alto, moreno, vigoroso y de facciones nobles. A Luis Andrés Colmenares Escobar, cariñosamente sus amigos le decían “Negro” y sus más allegados “Luigi”. Aunque era bogotano de nacimiento, sus raíces genealógicas provenían de Villanueva, el municipio guajiro famoso por el tradicional Festival Cuna de Acordeones. Luis también tenía 20 años, 86 días menor que Laura, pero contaba con un ímpetu más arrollador. Tenía el carisma de un líder. Se había graduado del colegio Liceo de Cervantes de Bogotá con calificaciones aclamadas y cosechó decenas de medallas en distintas disciplinas deportivas. Estudiaba en simultáneo dos carreras: ingeniería industrial y economía, ambas en sexto semestre. Era monitor en dos clases: Dinámica de Sistemas y Probabilidad y Estadística. Además había ido, en verano, a Estados Unidos para aprender inglés, idioma que ya manejaba con propiedad y soltura. Tanto que, a veces, provocaba comentarios entre sus compañeros que lo enjuiciaban de creído porque sobre la marcha cambiaba inconscientemente el chip del dialecto y saltaba del español al inglés. En otras ocasiones generaba risas de sorpresa cuando en una misma intervención se le oía retorcer frases hechas con acento rolo, expresiones en inglés y remates con cadencia costeña.
Por su parte, Laura trata de descifrar los contenidos de algunas materias que solo comprendía con mucho esfuerzo. Luis, en paralelo a su pretensión de conquista y al margen de las clases, dedicó varias horas explicándole a Laura contenidos que él dominaba para que ella también los asimilara exitosamente. El joven siempre mostró la mejor disposición y le brindó pacientes explicaciones. Alguna vez estudiaron en la biblioteca de la universidad y en otra ocasión ella lo visitó en su casa con ánimo de aprender los conocimientos que Luis dominaba.
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La noche de Halloween Laura salió de su residencia, no muy distante de la de Luis, disfrazada y manejando su propio auto, una confortable camioneta Kia Sportage, negra. Para atacar el frío llevaba un abrigo rojo, y un bolso en donde estaba su licencia de conducción junto a otros documentos. El atuendo que Laura escogió para la ocasión fue el de la ratona Minnie, la eterna compañera de Mickey Mouse. Se trataba de un breve vestido, ligero, de color rojo con pequeños puntos blancos y encaje negro de remate. La pieza –ceñida a su cuerpo arriba de la cadera por un cinturón negro de la dimensión de los que reciben los boxeadores al vencer– aunque sencilla era llamativa pues resaltaba su figura y sus facciones delicadas. El conjunto se conformaba además de medias veladas negras, zapatillas amarillas de estilo ballet, y sobre la cabeza dos enormes orejas redondas, negras como su cabello, y separadas por un moño rojo. Orejas y moño que se extraviarían en el fragor de la rumba.
Durante el trayecto Laura fue informándole a Luis que ya estaba cerca por el chat de su Black Berry. Aunque tenía dos teléfonos solo llevó uno, el otro lo dejó en su apartamento en Ciudad Salitre. Una vez estuvo frente a la casa de Luis le dio aviso para que saliera. No fue necesario que Laura entrara, de inmediato Luis y Gonzalo Gómez Torres, más conocido como Gogoto, salieron a su encuentro. Además de compañeros de clase desde el primer semestre en Los Andes los jóvenes eran vecinos y entrañables amigos. Ambos estaban listos para la ocasión. Luis lucía un disfraz de diablo: camisa, pantalón y zapatos negros; frac, cinturón tipo faja y corbatín rojos. Era un elegante traje que de no haber sido por un par de cachos cortos sujetados en la cabeza con una diadema y un flaco rabo que le salía de atrás del frac, bien podría pensarse que se había disfrazado de mago. Un conjunto de fotos tomadas esa noche en donde se le ve jugueteando con una medalla entre sus manos llevan a la misma idea.
Por su parte, Gogoto había escogido un disfraz que lo hacía ver como un soldado de plomo con colores llamativos: una casaca azul, con franjas cruzadas, cuello y hombreras doradas. Llevaba un sombrero de copa escarchado, pantalón blanco y zapatos informales. Eran casi las diez de la noche cuando se pusieron en marcha. Laura siguió conduciendo, Luis iba adelante y Gogoto atrás. El destino inmediato fue la casa de Soraya Ciro, la novia de Gonzalo. La joven vivía en el barrio Modelo Norte, bastante cercano al Quirinal. Con la orientación del novio llegaron directo y encontraron a Soraya lista, esperándolos afuera de su casa. Se incorporó al grupo y continuaron. El disfraz de la joven era el de una princesa azul. Soraya y Gonzalo, juntos, bien parecían una pareja de cuento de hadas.
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El trayecto, como era de esperarse en Bogotá, se hizo lento por cuenta de los trancones en noche de sábado, peores en noche de brujas. Luis y Gogoto los sobrellevaron bebiendo tragos de vodka disueltos en jugo de naranja. Era una botella pequeña que Luis había recibido un par de semanas atrás como regalo en el juego del amigo secreto, celebrado con varios de los compañeros de universidad con los que se divertiría esta, su última noche.
La siguiente parada sería en una peluquería en las inmediaciones de la carrera séptima con calle 50, cerca de la Universidad Javeriana. Allí un grupo de los asistentes a la fiesta daban los últimos toques a sus atuendos con pronunciados maquillajes o cortes estilizados. Sin duda había entusiasmo general por la velada. Laura y compañía iban a recoger allí a Guillermo Alfonso Martínez, llamado por sus amigos Memo, a quien aún no terminaban de maquillar. El de Memo fue uno de los disfraces más complejos. Se trataba de Beetlejuice, esa suerte de súper fantasma que usa traje a rayas, mascarilla blanca y el cabello electrizado, creación del cineasta Tim Burton en la película que lleva ese mismo nombre. Estefanía Montoya, disfrazada de ángel negro, sí estaba lista y se sumó al grupo. Sin más, los cinco partieron hacia la diversión.
A punto de llegar, poco menos de dos cuadras antes, hicieron una parada: Laura se bajó para retirar dinero de un cajero mientras que Estefanía, Soraya y Gogoto decidieron no perder tiempo y adelantarse llegando a píe a la discoteca donde ya disfrutaban buena parte de los comensales. Luis pasó al volante y aguardó unos minutos a que Laura volviera.
Eran las once treinta cuando llegaron a Penthouse. Entregaron la camioneta al servicio de valet parking y caminaron unos pocos metros hasta la entrada de la discoteca, donde se encontraron con una compañera de universidad encargada de entregarles los pases de ingreso. La joven había llamado dos veces a Luis inquieta porque se estaba haciendo tarde y no llegaban. Su nombre, Jessy Mercedes Quintero Moreno.
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Jessy, con 19 años cursaba sexto semestre de ingeniería mecánica en la Universidad de los Andes, adonde había conocido a Luis dos años atrás, en agosto del 2008, cuando juntos iniciaron estudios y coincidieron en los cursos básicos comunes a las distintas carreras de ingeniería. Cuando se conocieron, Luis tuvo interés en ella y la cortejó con escaramuzas de conquistador. Sin embargo, los lances no redundaron en una relación de pareja aunque sí en una buena amistad que luego el tiempo consolidó. La noche de brujas, Jessy se disfrazó como una de esas chicas que en otrora, con breves prendas, atendían los salones de copas de algún pueblo polvoriento del salvaje oeste norteamericano. El disfraz, de abajo hacia arriba, se componía de zapatos de charol rosados de tacón regular, medias negras hasta las rodillas rematadas con un coqueto corbatín, también rosado; una mini falda oscura, suelta y con un fundillo claro como arrebol. El torso dibujado con un ceñido pliegue de seda hasta la altura del escote y sin tiras, sujetado por una cremallera vertical en la espalda y reforzado con una gruesa cinta negra atada en horizontal con un moño bajo los senos. Y a manera de corona, un sombrero negro de copa, que lucía a medio caer hacia la izquierda. El cabello largo liso y una sonrisa luminosa le daban a la joven un semblante de expresa dicha. Jessy, entre tantas señoritas que mediaban los veinte años, era una de las más bellas aquella noche inolvidable.
Había llegado más temprano acompañada por Jessica, su amiga y vecina, y quien no era estudiante de ingeniería en los Andes como el grueso del grupo, sino de diseño y moda en la Escuela Arturo Tejada. Ambas estaban ya integradas a la fiesta por lo que cuando Jessy supo que su amigo Luis y Laura habían llegado simplemente bajó rápido y les entregó los pases de ingreso. Sin perder tiempo esperándolos Jessy subió nuevamente a donde estaba concentrada la rumba. Laura y Luis se tardaron un poco más porque había fila en la entrada. Desde la puerta Laura alcanzó a ver pasar por la calle una pareja que conocía: Carlos Cárdenas, su exnovio, acompañado de Camila Romero, otra joven universitaria de los Andes.
Los pases eran pulseras de polietileno con impresos publicitarios de color blanco y negro que los identificaba como clientes de Penthouse esa noche. A ella se la pusieron en la muñeca izquierda mientras que a él en la derecha. Luego fueron requisados y recibidos con una sonrisa de bienvenida por parte de los empleados de logística del lugar. Tras un breve pasillo empezaron el asenso por una estructura metálica con escaleras rectas y plataformas zigzagueantes. El lugar estaba decorado para Halloween, la música, que invitaba al desorden, aumentaba conforme ascendían. En el cuarto piso encontraron el servicio de guarda ropa. Laura dejó allí su bolso y su abrigo. Subieron un nivel más y así, ella disfrazada de una bella Minnie y él de un elegante diablo, llegaron al quinto piso donde se vivía la fiesta: primero fueron al costado izquierdo de la planta y compraron dos cervezas marca Miller, luego fueron al lado derecho donde se juntaron con cerca de 12 compañeros más, cada uno luciendo un llamativo disfraz. Aunque había un nivel más arriba –la terraza– este era usado básicamente por los fumadores. El numeroso grupo de universitarios de los Andes colonizó esa noche de fiesta, en el ala derecha del quinto piso, un espacio dotado de una pequeña sala y una amplia pista donde bailaron y bebieron a todo dar. Hubo carcajadas y alegría en general. Los llamativos disfraces provocaron continuas sesiones fotográficas. Dentro de la variopinta galería que se pudo observar aquella noche en el quinto piso de Penthouse había un sheriff, un ángel negro, una enfermera, varios gatos, un cavernícola, un payaso, un mimo, una princesa, una pareja de piratas y otra de hippies, un muerto viviente, una agente de seguridad privada, una gitana y un duende de orejas puntiagudas, además de otras creaciones inclasificables. En una pantalla alta, en medio de la música y las luces de colores, se leía ‘Happy Halloween’.
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Laura y Luis bailaron varias piezas, al comenzar la fiesta se veían felices, como todos los demás. No era la primera vez que se divertían juntos. La primera vez que ella lo vio había sido un mes atrás, en un paseo al Carmen de Apicalá, en Tolima. Durante la semana de receso de estudios varios compañeros decidieron ir a descansar allí, en la finca de uno de ellos, a pocos minutos del municipio. Laura fue invitada por su amiga Juana Cortés, a su vez muy amiga de Daniel Cárdenas, otro estudiante de ingeniería que tenía el papel de anfitrión en ese paseo. Laura aceptó y viajó desde Bogotá en su carro con Juana, se fueron un día temprano, sobre las 6 de la mañana. Allí se encontraron con un grupo de compañeros encabezado por Daniel Cárdenas. Cuando llevaban un par de días de relax, Luis anunció que se sumaría al grupo. No lo había podido hacer antes porque estaba pendiente de su mamá, que había sido operada de apendicitis en medio de una urgencia.
Era viernes. Exactamente el 1 de octubre de 2010. Luis llegó a ese ardiente cruce de caminos que es Melgar, viajó en bus desde Bogotá y se bajó poco antes del puente que pasa sobre el río Sumapaz. Desde allí se reportó a la finca donde estaban todos reunidos. Daniel fue a recogerlo en su carro, lo acompañaron Jhon Jairo Peña, también estudiante de ingeniería industrial, y Laura. Aunque ella no conocía a Luis tuvo a bien ir con el anfitrión, pues quería dar una vuelta. Fueron al centro de Melgar y allí se encontraron con Luis.
Daniel los presentó, apenas se dieron un saludo formal, no más que de rutina, y emprendieron el regreso a la finca. Luis traía una botella de whisky y tan pronto estuvo acomodado dentro del carro ofreció un trago. Solo John Jairo aceptó. Daniel lo rechazó porque iba manejando y Laura simplemente dijo que no quería. Aunque sólo habían pasado segundos desde el saludo inicial, Luis le dijo con cierto dejo de reclamo que era muy “aguacatada”, queriendo significar que no debía ser aguafiestas, que era momento de desinhibirse entre amigos y licores.
Esa noche, como todas durante el paseo, hubo rumba y diversión en la finca. El sábado entre todos hicieron un asado y Luis empezó a departir más decididamente con Laura. Le habló de sus cosas, fundamentalmente de sus raíces guajiras y de su familia, explicó que era el hijo mayor y tenía responsabilidades como atender asuntos relacionados con el colegio de su hermano menor. El grupo pasó esa noche varias horas entre el jacuzzi y la piscina. Laura recuerda que en medio de la fiesta sonó el vallenato “El rey de las mujeres” de Peter Manjarrés, y Luis se emocionó alcanzando en pocos segundos un verdadero éxtasis musical. Lo cantó entre largos tragos y explicó que esa canción le encantaba, era su preferida, porque calzaba justo con su personalidad: “¡Ay sabroso es que estoy yo ahora /me persiguen las mujeres! /ellas toditas me adoran /ellas toditas me quieren /¡Ay sabroso, sabroso, sabroso, sabroso /es que estoy yo ahora /me persiguen las mujeres! /ellas toditas me adoran /ellas toditas me quieren… /Y yo no soy, no soy bonito /pero todas las mujeres quieren que les de un besito /y yo no soy, no soy bonito /tengo sabor y mucho estilo /y yo no soy, no soy bonito /y yo no soy cari-bonito /Ahora dicen por ahí que soy el rey de las mujeres /preguntan qué es lo que tengo /ellas todas me prefieren /ay yo sé que me ven a mi /soy bueno, sabroso, le gasto /me gusta tirarla toda si se trata de mujeres /también tengo el secretico que le encanta a las mujeres…. Al remate de la animosa canción, y luego de mencionar a lo largo de la misma a una decena de personas, el vallenato Manjarrés dice con voz profunda y prolongada “¡Luis Andrés Colmenares, en Bogotá!” Aquella fiesta se prolongó hasta las 3 de la mañana y hasta el último momento Luis quiso hablarle a Laura de sus asuntos.
El domingo se les fue en sobrellevar la resaca y preparar todo para volver a la capital. Juana había decidido viajar de regreso con su novio que se encontraba en otra zona de Melgar, así que Laura dispuso su carro para traer a quien le fuera útil. Con ella viajaron Soraya Ciro, Gogoto y Luis. La razón fue práctica: todos vivían en un sector de Bogotá cercano a la casa de Laura, así que ella podría acercarlos de camino.
Esos tres días en un típico paseo de universitarios, fue el origen de una relación corta entre Laura y Luis. Aunque breve, se trataría de una relación intensa hasta el último momento, instante que nadie ni remotamente sospechaba cercano. De vuelta en Bogotá, él la invitó a almorzar y empezaron a tener una comunicación fluida. Se veían continuamente y permanecían en contacto a través de canales tecnológicos. Un día visitaron juntos a otro compañero, Jorge Céspedes, un amigo común que también habría de asistir a la fiesta de Halloween. En la universidad compartieron clases, almuerzos y sinnúmero de ratos libres, hasta el 29 de octubre, el último día en que Luis estuvo en su alma máter.
La de brujas no era la primera noche que Laura y Luis salían, en otra oportunidad habían ido solos a un bar, también en la Zona Rosa. Aquella vez cada uno tomó una copa de Martini y hablaron de lo divino y lo humano. Luis contó algo de sus historias personales: trajo a colación amores pasados, se refirió a su exnovia “de toda la vida” llamada también Laura y mencionó otra de nombre Paula, dedicada a la medicina; también esbozó algo de su familia con la queja de que su papá era un hombre de carácter que viajaba mucho. Laura hizo lo propio. Explicó que recientemente había terminado con su novio porque luego de varios años juntos sintieron que la relación se había estancado y convinieron no seguir. Ella dijo sentirse tranquila y comentó que no le interesaba comprometerse nuevamente. Sin embargo, entre infidencia e infidencia, Luis hacía lances de conquistador, le recordaba a Laura que era muy linda y se inventaba métodos para cautivarla. Así fue que le contó sobre el plan de la fiesta de disfraces y le propuso que asistieran juntos. En un primer momento ella dijo que lo pensaría. Luego él insistió. La invitación (probablemente promovida por Luis) le llegó a Laura desde otros flancos como Felipe Mojica, a quien era difícil hacerle un desplante tratándose del cumpleañero. Finalmente Laura se animó y accedió a ir con Luis.
Por su parte, Laura y Jessy se vieron por primera vez en algún momento entre el 11 y el 15 octubre, es decir, un par de semanas antes de la fiesta de Halloween que ahora compartían. Fue un simple saludo que intercambiaron en la llamada ‘Semana Fopre’ de la universidad, cuando decenas de restaurantes se instalan en un punto del campus (aquel año en la plazoleta Lleras). Los universitarios se vuelcan al bazar anual donde encuentran todo tipo de menús, y un porcentaje de las ganancias recaudadas se traslada a un fondo solidario que ayuda a estudiantes de estratos bajos.
Así, para la noche de brujas, Laura y Jessy apenas se referenciaban, mientras que Luis pretendía a la primera y era amigo entrañable de la segunda.
La fiesta en el quinto piso de Penthouse trascurrió normal. Como suele ocurrir en las rumbas grupales, se hizo una rápida recolecta para comprar licor. El trago seleccionado fue vodka y este cumplió su cometido, las chicas y chicos bailaron como si no hubiera un mañana. En general todo fue alegría en la celebración. En general, salvo por un momento en que Luis pretendió besar a Laura. Ella lo rechazó y esto acabó con el buen humor de él, quien se apartó enojado. La dejo en medio de una pieza musical por lo que ella tuvo que buscar, discretamente, la forma de integrarse al grupo nadando entre la pena de no tener amigos allí sino apenas conocidos y de haber quedado sola en plena pista. Pero la incomodidad no duró mucho, pronto Laura se incorporó al grupo y hasta encontró parejos que la sacaron a bailar en varias oportunidades. Al rato, Luis se sumó nuevamente a la reunión aunque ya no con la alegre disposición inicial hacia el grupo, ni mucho menos hacia Laura el trato cariñoso que le solía ofrecer. Se le vio en una actitud rara: alterado y modulando incoherencias, pero nadie pensó que no fuese por efectos del licor.
Al cabo de las horas los disfraces se ajaron, el desorden cundió y sobre una de las mesas en torno a la cual se reunía el grupo de amigos cuando el baile ameritaba receso, quedó abandonada una botella grande de vodka (Smirnoff), una lata de energizante (Red-Bull), una botella de gaseosa (Coca-Cola), otra de cerveza, y un pequeño tarro de agua. Todos los envases estaban vacíos. Había también sobre la mesa, y en las repisas cercanas a esta, pequeños vasos plásticos azules grabados con la marca Something Special, esparcidos en desorden, más botellas de agua, e innumerables pétalos de diversos colores que animaron la fiesta.
A partir de las dos de la mañana la música fue reducida lentamente en efusividad y volumen, para apaciguar los ánimos y propiciar el retiro puntual de la gente. El cúmulo de muchachos que esa noche se concentró en Penthouse fue yéndose, muchos de los universitarios partieron antes de que la rumba terminara oficialmente. Cuando los empleados del establecimiento empezaron a pedir a la gente que salieran, Laura, Luis y Jessy procedieron a bajar las escaleras. Eran poco más de las 2:45 a.m. Fueron a los guarda ropa, las chicas reclamaron los abrigos y bolsos, y continuaron la ruta de salida atentas de Luis a quien reconocían embriagado. Él les pedía que lo dejaran solo, sin embargo, mientras bajaban ellas lo cogieron de la cola de su disfraz para controlarlo. Luis y Jessy hicieron adelante los últimos tramos de la escalera hacia la salida donde ocurrió otro incidente. Una pareja iba delante de ellos también buscando la salida. De pronto en un escalón el hombre trastabilló y la situación produjo un comentario en tono de burla por parte de Luis quien dijo que no se iba tropezar como ese “huevón”. La mujer que acompañaba al hombre que trastabilló se ofendió, giró en los talones y los miró con ojos de pocos amigos mientras les lanzó reducto de trago que llevaba en un vaso. El líquido no alcanzó a nadie y el asunto quedó de ese tamaño. Cada quien siguió su camino.
Una vez Laura, Jessy y Luis alcanzaron la calle se rencontraron frente a la discoteca con varios amigos que aún quedaban. El grupo aguardó ahí a que el servicio de valet parking trajera la camioneta de Laura, que sería conducida por Guillermo Alfonso, designado como conductor elegido aquella noche por una determinación práctica: Memo, estaba en medio de un tratamiento médico contra el acné que le prohibía ingerir alcohol. La idea era ir a comer en grupo a McDonald’s y después marchar a las respectivas casas, aprovecharían la camioneta para hacer un recorrido acercando a cada uno a su destino.
Pero Luis estaba inquieto. Caminaba en el mismo lugar como sobrellevando un desespero. En un momento lo vieron hablando por celular algo alterado: “No me dejan comer, Andre, no me dejan comer”, repetía. De pronto, con pasos apurados, cruzó la calle alcanzó el parque que está frente a la discoteca, avanzó por este en diagonal para luego tomar la calle 85 hacía el occidente. Jessy fue la primera en reaccionar, de inmediato dijo al grupo que acompañaba a Luis y salió tras él. Laura, sorprendida por la escena, dijo a su vez que acompañaría a Jessy y fue tras ella. Luis avanzaba a toda prisa, casi que corriendo, por el anden sur de la calle 85 y en sentido occidental cuando las jóvenes lo alcanzaron frente a la discoteca bar Danzatoria (calle 85 # 13-77). Jessy lo paró y el preguntó por qué iba sólo, qué quería. Y Luis le respondió que quería un perro caliente. En esa hora y lugar se encontraban varios puestos de comidas rápidas por lo que las dos jóvenes se miraron con asombro sin comprender porque simplemente no se detenía y compraba el perro caliente en alguno de esos puestos. Jessy entonces lo miró y le preguntó qué le ocurría y Luis le respondió con otra pregunta “¿Te acuerdas de hace dos años?”. Jessy quedó más desconcertada. En el instante comprendió la pregunta: supo que él se refería a que dos años atrás le había propuesto que se hicieran novios, pero le sorprendió que planteara ese episodio superado en ese momento. Apenas hizo cara de confundida y lo mismo Laura, con lo cual Luis dijo, dirigiéndose a Jessy: “Por eso mismo, no te importa”, y emprendió nuevamente su marcha hasta alcanzar la carrera 15.
Las jóvenes siguieron tras él sin comprender qué ocurría pero atentas de no perderle el paso. En la esquina se detuvo junto a uno de los puestos de comida rápida. Sacó plata y se la dio a Jessy para que ella le comprara el perro caliente, entre tanto decía, enojado, que ni Laura ni Jessy le importaban y –refiriéndose a su papá– que lo único que le importaba estaba en Chile. Le pasaron el perro caliente. Seguía alterado, pedía que lo dejaran sólo. Jessy llamó a sus compañeros para indicarles dónde debían recogerlos (esquina de la 15 con 85).
Allí, Luis tuvo dos conversaciones telefónicas más: nuevamente con Andrea, y otra en la que Laura le escuchó hablar en inglés con alguien a quien llamó “Pato”. Fue también una conversación breve. Entre tanto, Jessy llamó a su amiga y vecina Jessica Zuluaga para indicarle dónde estaban. Luego los tres, Laura, Jessy y Luis, cruzaron la calle y se ubicaron en la acera nororiental de la carrera 15 con calle 85. Allí, Laura se apartó de él y de Jessy unos metros para mirar, en contravía del tránsito, si venía su camioneta. No la vio. Aunque era de madrugada había gran congestión porque a esa hora se terminaba la rumba y centenares de carros intentaban abandonar la Zona Rosa.
Jessy se quedó con Luis mientras este se comía el perro. Al advertir que seguía tan sobresaltado optó por tomarlo de la muñeca izquierda, sujetándolo del pasador del reloj como para reducirle la posibilidad de que tomara carrera nuevamente. Fue insuficiente. Sin razón y con un ademán algo brusco, Luis rompió la correa del reloj, arrojó el perro caliente al suelo, y emprendió una carrera delirante por la carrera 15 hacía el norte. Jessy se quedó de una pieza y sin posibilidad de mayor reacción por los tacones que traía. Mientras que Laura, al observar que Luis había ganado varios metros y se alejaba corriendo a buen ritmo, volvió hasta donde Jessy, le entregó su bolso y algunas cosas que tenía (entre estas el frac del disfraz de Luis) y salió corriendo tras él. De inmediato Jessy llamó a su amigo Gogoto –antes marcó un número equivocado– para ponerlo al tanto de lo que acaba de ocurrir. El registro da cuenta que eran las 3:29 de la madrugada.
La persecución de Laura tras Luis tomaría varias cuadras. Inició en la esquina de la calle 85 con carrera 15, avanzaron por el andén derecho en el mismo sentido que avanzan los vehículos por esa vía unidireccional, hacia el norte. En la primera esquina Luis cruzó a la derecha siguiendo la acera y avanzó hacia el oriente por la calle 86 A, un poco más adelante cruzó la calle, sin detenerse, para seguir por el otro margen del andén hasta la esquina de la carrera 13 A, donde giró a la izquierda y continuó conservando el andén. Entre tanto, Laura corriendo tras él procuraba no perderlo de vista y hacía su mejor esfuerzo físico ya no para acortarle distancia sino para evitar que esta se ampliara. Tras avanzar un tramo prolongado de la carrera 13 A observó que Luis se detuvo por un momento y que luego continuó, pero ahora caminando. Laura tuvo así la posibilidad de alcanzarlo. Segundos antes, recibió en el celular de Luis una llamada de Jessy quien le marcó desde su camioneta pues ya la había recogido en la esquina adonde la dejamos hace poco en este relato.
Laura observó a su alrededor y le dio indicaciones de dónde estaban, de manera general se refirió a un edificio de Ecopetrol (cuya nomenclatura no mencionada es Cr 13 A # 87-10), apenas dijo que estaban frente este y cortó para alcanzar a Luis.
En la esquina de la calle 88 por fin lo logró: tomó a Luis del cuello de la camisa y tuvo nuevamente comunicación con el grupo dando un parte de tranquilidad mientras seguían avanzado. A paso lento dejaron atrás la calle y se adentraron en la zona verde. Laura dijo a sus compañeros en el carro que se hallaban en un parque y les preguntó si estaban por llegar allí. Se refería sin lograr precisarlo al parque lineal El Virrey, que se presenta en perpendicular con relación a las carreras.
La pareja atravesó el césped y alcanzaron la estrecha vía asfaltada de la ciclo ruta que recorre en paralelo el parque (cuyo centro es un canal abierto). Luis se detuvo y le explicó a Laura que metros atrás había dejado de correr sólo porque se le cayó el reloj. Ahora lo tenía en su mano y se lo enseñó a ella. Dijo que el reloj era el regalo más importante que le había dado su papá. Estaban de frente pero ella aún lo tenía tomado del cuello de la camisa. Luego él le pidió que lo dejara, explicó que se sentía incómodo con ella teniéndolo por la camisa.
Laura le dijo que lo soltaba solo si él dejaba de correr, le pidió que le prometiera eso. Él se mostró de acuerdo, dijo que no continuaría corriendo. Entonces Laura lo soltó del cuello pero no lo dejó libre sino que trató de imprimirle calma con un abrazo. Fue el último contacto. Luis se desprendió de ella abriendo con fuerza los brazos y en el mismo acto salió a correr. Avanzó varios metros en estampida adentrándose en un fondo de horizonte sombrío y yerba descuidada, hasta que agotó el terreno de tal forma que lo último que ella vio fue su silueta suspendida en la penumbra, en un punto donde se termina el piso y se abre el boquete del canal adoquinado.
Laura narró una secuencia trágica en pocos segundos. Le dijo por teléfono a Jessy que tenía a Luis agarrado, de pronto que se le había soltado y que salió a correr, que ya no lo veía y gritando: “¡Se cayó, se cayó, el Negro se cayó al caño!”. El grupo en su camioneta estaba desorientado con las vagas indicaciones acerca de dónde estaban en dos breves y angustiantes comunicaciones. Se tardaron algunos minutos en llegar. Entretanto, Laura avanzó con cierta cautela hasta el caño, llamó a Luis a viva voz, unas veces por su nombre y otras por su apodo, sin obtener respuesta. Cuando estuvo en el margen del canal trató de observar en el fondo oscuro proyectando hacía allí la tenue luz que emanaba del celular pero fue en vano. Entre asustada y desesperada le dijo a sus compañeros que se iba a meter al canal pero estos le pidieron que mejor esperara a que ellos llegaran. No tardaron mucho, ni siquiera cinco minutos.
En la camioneta, conducida por Memo, también venían Soraya Ciro y Gogoto, Mateo Medina, Jessy y su amiga Jessica, y Juan Sebastián Bautista, quien luego permaneció más dormido que despierto. El grupo de jóvenes encontró a Laura llorando y en pánico. Entre todos empezaron una búsqueda por el margen del canal desde el punto referenciado por Laura. “Era como tener los ojos cerrados, no se veía nada”, diría Jessy después. Llamaron a Luis con gritos mientras avanzaban en paralelo al canal en sentido occidental. Lo recorrieron dos cuadras hasta las inmediaciones de la carrera 15, donde se suspende el parque y el canal se hace túnel por su intersección. Pasaron la carretera y fueron hasta donde se reanuda la zona verde y el conducto abierto. Allí siguieron recorriendo el margen del canal avanzando más hacia el occidente quizá dos o tres cuadras más, sin dar con Luis. Ninguno entendía qué podía haber ocurrido pero a la vez nadie sospechaba que estuviesen envueltos en una tragedia. Decidieron volver a la carrera 15, sin dejar de buscar de regreso, y una vez allí Laura y Gogoto acudieron al CAI para pedir ayuda.
Laura narró lo ocurrido a los policías y estos le hicieron un llamado de atención porque a su parecer ella y sus amigos estaban haciendo un escándalo indebido, gritando a esa hora el nombre de un joven borracho que, suponían, de seguro ya había salido del caño y estaría descansando sano y salvo. Laura insistió y al cabo de varios ruegos observó que los policías tomaron dos motos y emprendieron una ronda de búsqueda que calcula no les ocupó más de 10 minutos. Mientas tanto Memo, en el carro de Laura, emprendió un recorrido por el vecindario tratando de encontrar a Luis en alguna calle cercana a El Virrey. Los demás continuaron recorriendo el parque, buscándolo entre la penumbra de los árboles con la esperanza de encontrarlo recostado contra alguno fundido de sueño. Pero nada.
Laura estaba con Mateo Medina cuando uno de los policías le dijo que era a ellos, a los compañeros y amigos del perdido, a quienes les correspondía meterse al caño para buscarlo. Laura comprendió el mensaje y fue con Mateo nuevamente hasta la calle donde había visto desaparecer a Luis. Rehízo los últimos pasos: se adentró en la yerba que brotaba más allá de la ciclo vía y avanzó hacia la oscuridad. Agarrándose de racimos largos de pasto sorteó el declive que antecede al borde del canal y, auxiliada por Mateo, buscó la forma de asomarse al filo alto del caño, cuya estructura es una pared curva y profunda de ladrillos. Laura encontró en los adoquines irrelevancias en las que apoyó, primero los píes y luego las manos, y así fue descendiendo como quien baja aferrado de frente a una escalera incierta en medio de la oscuridad hasta que logró llegar sin lastimarse al fondo de la cuneta, donde se paró. Sintió el agua circulando arriba de los tobillos y sintió que la rozaban otros elementos: supuso que eran desechos, inmundicias que arrastraba el afluente. Percibió que el fondo donde se hallaba parada era liso en extremo por lo que apenas pudo dar un par de pasos tímidos sin avanzar hacia ningún lado, el canal estaba oscuro y comprendió que en esas condiciones no hallaría nada. Sin más salió de ahí con el auxilio de Mateo que le brindó una mano desde lo alto, de tal forma que volvió a la superficie de yerba sin mayor dificultad. Juntos volvieron a la carrera 15.
Memo regresó en la camioneta tras recorrer el vecindario. Tampoco encontró a Luis ni observó nada que pudiera servir de indicio sobre él. Para ese momento el grupo de jóvenes aunque algo preocupados sospechaban que de alguna forma Luis había salido del caño y se había marchado para su casa. Algunos suponían incluso que a lo mejor ni siquiera se había ido al fondo del canal y que simplemente en medio de la embriaguez había tomado un taxi y estarían descansando. No encontraban otra explicación. Resolvieron entonces verificarlo.
Gogoto, en la camioneta de Laura y usando el celular de Luis (Laura se lo había entregado), llamó al hermano menor de este. El muchacho se despertó con el timbre y contestó. Gogoto se identificó, le contó sucintamente que después de la fiesta Luis había salido a correr hacia el parque El Virrey y que no lo encontraban, por lo que le pidió que mirara si él estaba ya acostado en su cama. El hermano de Luis echó un vistazo y dijo que no. Gonzalo trató de no preocupar al menor y le pidió que si Luis llegaba le avisara.
A las 4:19 de la mañana Jessy decidió llamar desde su teléfono al hermano de Luis para preguntar, una vez más, si él había llegado. Nuevamente el menor de los Colmenares respondió negativamente. Esta segunda llamada alertó de sobremanera a Oneida Escobar, la madre de Luis quien preocupada no pudo seguir descansando y decidió alistarse para salir a ver qué ocurría con su hijo mayor.
Laura se acercó una vez más al CAI y encontró allí a un hombre, no uniformado, que estaba llamando un taxi desde el teléfono de la estación. El individuo le preguntó qué le ocurría y ella hizo un rápido recuento de la historia. Tras oírla este le aconsejó que acudieran a los bomberos. Así lo hicieron, una brigada de emergencia llegó pronto.
El arribo de los bomberos, a las 4:30, coincidió con la partida de Jessy, quien se tuvo que ir porque su amiga y vecina, Jessica, dijo que era muy tarde y que debía estar ya en su casa. Resolvieron irse y Guillermo Alfonso se les sumó. Los tres tomaron un taxi en la carrera 15. Antes de partir Jessy intercambió con Laura el PIN (código de mensajería instantánea) de los teléfonos para así estar al tanto de lo que ocurriera. Quedaron en que se comunicarían de inmediato ante cualquier novedad y sin más se despidieron. Jessy y Jessica se quedaron en la puerta de su conjunto residencial, mientras que Memo siguió hacia su casa en el mismo taxi.
Entre tanto los bomberos atendieron la emergencia. Se trató de una brigada de cinco efectivos, al mando del cabo Isaías Lizarazo Pérez, quienes tras entrevistar rápidamente a Laura emprendieron una búsqueda similar a la ya cumplida. Laura referenció la calle del edificio de Ecopetrol como la altura del canal a donde había visto desaparecer a Luis. La bombera Yadira Piamonte Fernández, le pidió a Laura que precisara las indicaciones y así lo hizo ante los agentes de policía, sus compañeros universitarios y el tipo que aguardaba por un taxi. Los bomberos se dividieron en dos parejas y, con linternas, recorrieron una gran porción del parque longitudinal. Mientras que una pareja avanzó en sentido oriental desde la carrera 15 hasta a la carrera 11 al margen del canal; la otra hizo lo mismo pero en el sentido opuesto, llegando incluso hasta la autopista, donde concluye El Virrey. No encontraron nada. Decidieron, por último, auscultar el túnel que se forma bajo la carrera 15. Dos bomberos, uno a cada lado y al mismo tiempo, se asomaron a las bocas del túnel —atados a las barandas que hay en los extremos de ese tramo en donde se suspende el parque por el paso de la carrera 15— proyectaron las linternas al interior del conducto. Uno y otro no observó nada distinto a un prolongado y poco profundo espejo de agua en calma, y a la distancia el reflejo incandescente del compañero opuesto. “Ahí no hay nada, esa agua no se lleva a nadie. Fijo debe estar por ahí”, le dijeron a Laura antes de irse, cuando ya despuntaba el amanecer y ella decidió meterse a su carro para esperar a la mamá de Luis que ya venían en camino, muy preocupada.
Para entonces, de los ocho jóvenes que arribaron al Virrey en busca de Luis, sólo quedaban la mitad: Laura, Mateo Medina, Gogoto y su novia Soraya Ciro. (Aunque Sebastián Grillo seguía allí no cabe entre los activos que participaron en la búsqueda porque pasó esas horas durmiendo en el baúl de la camioneta). Hacia las 5:30 de la mañana llegó al lugar la mamá de Luis con su hijo menor, Jorge Luis Colmenares, de 15 años. Laura les enseñó el lugar donde vio caer a Luis y narraron paso a paso la búsqueda que habían hecho ellos, la Policía y los bomberos. Explicó que varios compañeros ya se habían ido y entregó el teléfono de Luis Andrés. Finalmente, el grupo de jóvenes decidió irse de El Virrey al filo de las 6 de la mañana, cuando ya la claridad del nuevo día estaba instalada.
Laura condujo su camioneta y se ocupó de dejar a cada uno en su respectiva casa. No necesitó desviarse mucho pues todos vivían en el mismo sector de la ciudad, aledaño a su barrio, El Salitre. Vivía entonces con sus padres, una hermana mayor, una prima y su hermano menor. Pero en ese momento sus padres estaban de viaje.
Así que Laura simplemente parqueó el carro y subió a su apartamento, en el tercer piso y la segunda torre de un confortable conjunto residencial, se duchó y se acostó sin tener que dar explicaciones de por qué se había excedido de las 3 de la mañana, que por regla interna era la hora límite para volver a casa.
Durmió hasta las 11 de la mañana. Al levantarse, inmediatamente se comunicó con el hermano de Luis y con Jessy, y así se enteró que Luis seguía perdido. Sin perder tiempo se arregló y fue nuevamente al Virrey.
Jessy se levantó más temprano. Igualmente entró en comunicación con sus amigos y supo que Luis seguía desaparecido. Llamó a Juan Pablo Valderrama, otro universitario integrante del combo de amigos que no estuvo en la fiesta. Lo enteró de los pormenores de todo lo ocurrido y juntos se organizaron para ayudar en la búsqueda de Luis a través de las redes sociales. Escribieron y pusieron a circular anuncios de urgencia en Facebook e indagaron entre sus amigos comunes. Nadie daba alguna razón.
Poco antes del medio día un grupo amplio de personas entre familiares de Luis, amigos de la familia y compañeros del universitario coincidieron en el parque El Virrey. Además de Laura allí estaban Gogoto, acompañado de Jorge Céspedes, Andrea Archila y su novio Jhon Jairo de la Peña. Juan Pablo Valderrama también acudió al parque.
Laura fue con algunos de ellos a la calle 97, conocida porque hay allí una serie de papelerías y misceláneas con múltiples servicios incluyendo el de fotocopiadoras. Allí hicieron un modelo de cartel de búsqueda con la foto y una serie de referencias sobre Luis y números telefónicos a donde remitir cualquier noticia sobre él. Tomaron cientos de copias tamaño oficio y volvieron al parque, se dividieron el material y emprendieron la tarea de pegarlos por el sector.
La madre de Luis, acompañada de su hijo menor, indagó en puestos de Policía, hospitales, clínicas, Medicina Legal y demás lugares adonde la llevó la angustia. Al final de la tarde volvieron al Virrey desconsolados. Oneida le pidió a Laura que, una vez más y con todo el detalle posible, narrara lo ocurrido e indicara el lugar exacto en que vio esfumarse a Luis. Laura dio cuenta una vez más de los hechos y contestó las preguntas que le hicieron quienes colaboraban en la búsqueda. Luego le extrajo la tarjeta (sim) a su celular y le entregó el aparato a la madre de Luis para que ella le instalara la suya a este, ya que su teléfono se había quedado sin batería y era un elemento imprescindible en esos momentos en que requería con urgencia recibir cualquier información sobre el paradero de su hijo. A medida que pasaba el tiempo y acechaba entre el espacio una nueva noche, la angustia y el desespero se hacían más pesados, menos tolerables. Al concluir que Luis no aparecía por ninguna parte, Oneida empezó a considerar que los bomberos deberían volver y buscar palmo a palmo en el canal.
Entretanto Jorge Luis, el menor de los Colmenares, emprendió con Laura y varios compañeros de su hermano un recorrido pegando y distribuyendo los volantes de búsqueda. Avanzaron desde el parque hacia la discoteca donde habían celebrado la fiesta, como deshaciendo los pasos que había llevado a la desaparición de Luis. Cuando estaban a punto de llegar a Penthouse, Oneida se comunicó y les pidió que volvieran. Su determinación de llamar nuevamente a los bomberos se hizo inamovible. Trataron de explicarle que no tenía sentido porque ya muy temprano habían hecho la búsqueda, pero Oneida estaba resulta a que si no venían por lo menos le prestaran un par de botas de caucho para ella misma meterse al caño y adentrarse en el túnel para buscar a su hijo. A las 7 de la noche y un minuto Ulises Julio Ibarra, un tío en segundo grado de Luis Andrés Colmenares, llamó desde su celular a la estación de bomberos de Chapinero y solicitó la colaboración de una brigada de rescate.
Seis minutos después arribó al lugar la unidad de bomberos de turno compuesta por cinco rescatistas, al mando del cabo Jorge Caballero Becerra. Un poco escépticos, pues tenían la información de que sus colegas ya habían atendido el mismo llamado en la madrugada, decidieron hacer un nuevo barrido por el canal más que por cualquier cosa, por simplemente darle tranquilidad a la madre destruida. Hablaron con ella y con Laura, recapitularon la información y explicaron el procedimiento que cumplirían: recorrerían el interior del canal desde el punto donde se decía había caído Luis, avanzando en sentido occidental, con el curso del agua, ingresarían y recorrerían el túnel que pasa bajo la carrera 15 para retomar el canal abierto en la boca occidental del mismo y continuar hasta la autopista. Advirtieron que si no se hallaba nada podrían hacer una inspección en el segundo túnel que se forma en la autopista norte, pero con una planeación y un equipo especial adecuados para tan prolongada extensión y que de cualquier forma ese dispositivo sólo se podría implementar al siguiente día, no de noche.
Con trajes de fontaneros los bomberos William Gómez Rodríguez y Ervin Triana Vega bajaron al canal y emprendieron la búsqueda desde el punto indicado. Recorrieron el conducto y pronto llegaron a la bocatoma oriental del túnel de la carrera 15, iluminando las entrañas del mismo con linternas y avanzaron. Alcanzaron a recorrer unos 25 metros cuando se encontraron con una caída de agua de unos 30 centímetros cuyo sonido habían percibido casi desde la entrada aunque sin lograr observarla. Inmediatamente después de la caída se presentaba un remanso donde el agua recobraba la calma y allí encontraron un cuerpo, bocabajo, con la cabeza al oriente, las piernas hacía el occidente y la cara vuelta al norte. Comprobaron que no tenía signos vitales, y alcanzaron a observar que tenía el rostro lesionado. Estaba pálido. Y rígido. Intentaron desde allí mismo comunicar el hallazgo al cabo Caballero pero la profundidad del túnel hizo imposible la comunicación. Tras unos minutos, los bomberos se asomaron de regreso con la trágica novedad de que en el interior había un cadáver. Aunque dijeron que no sabían quién era, la familia y amigos de la víctima comprendieron que la desgracia les correspondía. Se trataba de Luis Andrés Colmenares Escobar.
Se desató una escena tétrica. Gritos de pavor, llanto de incredulidad y el desgarramiento, lento y en carne viva, del alma de una madre cuando pierde su esencia. La tragedia de una mamá apuñalada de adentro hacia afuera por la peor noticia, la más temida, la sin reparo, para la cual no hay consuelo ni sosiego por más que se viva. Por mucho que se malviva en lo que resta.
Jorge, el menor de los Colmenares con 15 años, no comprendió por qué si por fin habían hallado a su hermano no lo sacaban rápido, “Hay que llamar a la Fiscalía”, dijo alguien, y entonces sintió una punzante opresión de orfandad y tristeza. Laura se desmayó y fue asistida. Jessy, en su casa, se enteró inmediatamente de la noticia por un mensaje escueto y directo que le envió su amigo Hugo Ramírez desde El Virrey. Ella no le creyó y decidió llamar directamente al celular de Luis. Contestó la señora Oneida en pleno shock nervioso, no hubo conversación, tampoco hizo falta, la joven comprendió que la tragedia era verdad al escuchar a la madre gritando “¡Dios se lo llevó, Dios se lo llevó!”. Jessy, consternada y nerviosa acudió al lugar.
Siguió el trámite luctuoso. Ese escalofriante discurrir de diligencias que parecen darse en una secuencia cuadro a cuadro y con los oídos sordos. Imágenes fraccionadas. Vino el Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía. Los oficiales de campo tomaron medidas, llenaron registros, con cámaras y luces fijaron la escena. Introdujeron una bandeja, montaron en ella el cuerpo (frio y rígido) y con lazos la jalaron por el lecho del canal hasta que lo sacaron del túnel y luego del canal. Afuera, con mejor iluminación, una inspección preliminar y básica: documentos hallados, prendas, estatura, peso, heridas a la vista. Reconocimiento de los familiares. Relatos de los primeros testigos.
Laura, sentada en una banca junto al CAI en compañía de algunos amigos de la universidad, no asimilaba aún del todo la tragedia, cuando vio llegar un taxi del que se bajó un hombre vestido de blanco y desencajado (traía una maleta), estaba furioso y se dirigió al grupo pero con la mirada fija en ella: acusó a los estudiantes por lo que le había pasado a su sobrino Luis Andrés, “¡Fue culpa de todos ustedes y van a pagar por eso, van a ir a la cárcel!”, sentenció. Con tono y lenguaje insultante advirtió que llevaría el asunto hasta las últimas consecuencias y juró que las cosas no se quedarían así. Juan Pablo Valderrama lo enfrentó, le exigió respeto y, una vez el hombre se alejó, trató de tranquilizar a Laura. Supusieron que no era más que una reacción acalorada e irracional por lo difícil del momento. Además de dolor, Laura empezó a sentir miedo.