Justicia
La galería del horror: 23 años de la masacre de El Aro
Se conmemora el aniversario de uno de los momentos más oscuros del conflicto armado. La justicia está en deuda con el país, aún no se ha pronunciado de fondo sobre lo ocurrido. Dos versiones de los hechos riñen, las de Álvaro Uribe y Salvatore Mancuso.
La masacre de El Aro es la galería del horror. Allí salieron a flote los más perversos elementos del conflicto colombiano: la espantosa sevicia de los asesinos, el incesto institucional entre Estado y autodefensas para exterminar civiles, y la indiferencia silenciosa del país. Han pasado exactamente 23 años. De cuando en cuando el asunto reaparece en la prensa por el aniversario luctuoso o por alguna novedad judicial menor. Han transcurrido más de dos décadas y el fantasma de El Aro aún continúa deambulando.
El Aro, a 200 kilómetros de Medellín, es una población rural y montañosa enclavada en el nudo de Paramillo, en la frontera con el sur de Córdoba. El sábado 26 de octubre de 1997, en vísperas de las elecciones populares de alcaldes y gobernadores, a eso del mediodía, la población empezó a oír el estruendo de un enfrentamiento armado en las veredas cercanas que se prolongó hasta entrada la noche. En el sector quedaron cuatro muertos: tres paramilitares con brazaletes de Accu (Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá) y un guerrillero de las Farc. El choque terminó cuando la insurgencia se retiró por los matorrales y atajos. A la mañana siguiente empezó lo peor para la comunidad.
Unos 150 paramilitares armados entraron al pueblo. Vestían camuflados y usaban radios de comunicación. Obligaron a los habitantes a salir de sus casas rumbo al parque principal mientras sonaban disparos por todas partes. El cabecilla, Alexander Mercado Fonseca, alias Cobra, un hombre de Salvatore Mancuso, tenía una lista de nombres de supuestos auxiliadores de la guerrilla. Cuando la gente llegó a la plaza encontró ya los cadáveres baleados de tres vecinos: Luis Modesto Múnera, Nelson Palacios Cárdenas y Guillermo Mendoza Rosso. Habían tumbado las puertas de sus casas y los habían sacado a la fuerza para asesinarlos en la plaza.
Confinaron a la población en la iglesia mientras que al frente, en el atrio, interrogaban insistentemente a los hombres. Luego les ordenaron llevar agua y gaseosas a sus tropas en las laderas, y entretanto violaron a muchas mujeres. Saquearon las tiendas y la farmacia, y robaron entre 800 y 1.200 cabezas de ganado. A los propios lugareños les tocó arrear los hatos hasta camiones y fincas que les señalaron.
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El paramilitar Francisco Villalba, alias Cristian Barreto, admitiría años después que empezó la jornada al degollar a una mujer acusada de pertenecer a la guerrilla. A Marco Aurelio Areiza Osorio, de 64 años y dueño de la principal tienda del pueblo, lo señalaron de vender víveres a la guerrilla. Lo apartaron del grupo. A empujones lo llevaron cerca del cementerio donde “lo amarraron a un árbol y lo torturaron, le sacaron los ojos, le cortaron la lengua, lo abrieron y le levantaron la piel. Luego le enterraron un cuchillo”, según aparece en los expedientes del caso.
Cuando la esposa de Areiza les suplicó a los paramilitares que le permitieran llevarse el cuerpo desecho para enterrarlo “la tiraron sobre el cadáver y le dijeron que si lo quería mucho la dejaban durmiendo con él”. Miladis Restrepo también trató de buscar la compasión de los criminales. Luego de varias horas encerrada, decidió averiguar por su hermano Wilmar de Jesús, un menor de 14 años que estaba sembrando fríjol cuando empezó la incursión armada. Le dijeron que tenía que hablar con alias Junior, Isaías Montes Hernández, otro jefe del escuadrón. Fue hasta donde este, en la oficina de teléfonos, y le describió a su hermano y el lugar donde estaba trabajando. Junior, como quien pilla una casualidad vaga, dijo: “Ay, jueputa, ese es el pelado que matamos arriba”.
Miladis suplicó que le entregaran el cadáver y después de un rato se lo trajeron, ensangrentado, cargado en un asno. Al cabo de muchos ruegos y a condición de que no llorara, le permitieron a ella, a su madre, a una hermana y dos niños pequeños salir del pueblo. También salió el cura con otras mujeres, ancianos y más menores. No tuvo la misma suerte Elvia Rosa Barrera, de 30 años y madre de cinco pequeños. La mujer era la encargada de hacer las labores domésticas en la casa cural. Los paramilitares la violaron en cuadrilla, después la arrastraron por las calles boca abajo haciendo que su rostro se borrara desfigurado. Aún moribunda, la amarraron a un palo para que muriera lentamente. Hace tres años la Fiscalía identificó sus restos y se los entregó a sus hijos.
Los paramilitares se quedaron cuatro días más cometiendo todo tipo de barbaridades en El Aro. Antes de marcharse incendiaron las casas con los colchones y la ropa que encontraron. En algunas de las fachadas dejaron grafitis del tipo “Aquí le metí el huevo a tu madre”. Y al salir advirtieron que todos los habitantes debían irse para siempre, “o si no les mochamos la nuca”. Unas 800 personas huyeron espantadas de la zona. Al menos 20 civiles murieron asesinados. Aún hoy no existe certeza respecto al número de desaparecidos ni sobre cuántos combatientes murieron en el enfrentamiento previo.
Los sobrevivientes, y después los propios perpetradores, ya desmovilizados, relataron que la incursión contó con el apoyo decidido y determinante de miembros del Ejército. Así lo declararon mandos medios que participaron, como Isaías Montes, alias Junior; León Henao Miranda, alias Pilatos, o el ya mencionado Francisco Villalba. Las víctimas y los paras hablaron de haber visto al menos dos helicópteros en sobrevuelo bajo, uno de estos artillado, en medio del fragor de la toma. Pero el relato más espeluznante y revelador vino del propio jefe paramilitar Salvatore Mancuso.
El 18 de noviembre de 2007, Mancuso rindió la primera versión libre de un exparamilitar ante el proceso en Justicia y Paz. Hizo un recuento de cómo planearon y ejecutaron la toma de El Aro. Contó que en medio de la incursión, él mismo piloteaba un helicóptero de las autodefensas con el que acudió, por orden de Carlos Castaño, para proveer municiones a sus tropas y sacar de emergencia a varios heridos. Al respecto, Mancuso aseguró: “Allá estuvo sobrevolando el helicóptero de la Gobernación de Antioquia, sobrevoló el helicóptero del Ejército. Estuvimos, yo personalmente estuve allá llevando una munición y, mientras me bajé a dejar la munición, el helicóptero sacó unos heridos y luego yo me fui con unos muertos que teníamos en el área”.
El jefe paramilitar aseguró que planearon la toma con muchos meses de antelación en reuniones personales que sostuvo con el general del Ejército y entonces comandante de la IV Brigada, Alfonso Manosalva Flórez; y Pedro Juan Moreno, secretario de gobierno de la Gobernación de Antioquia. Mancuso dijo que fue a la IV Brigada entre 10 y 15 veces, y que allí Manosalva y Moreno le dieron instrucciones, coordenadas, mapas de la región y una amplia lista con nombres de supuestos guerrilleros integrantes del bloque José María Córdova de las Farc, que lideraba Iván Márquez. Este era el blanco clave, y el jefe paramilitar cree que en aquella oportunidad Márquez se salvó porque huyó también en un helicóptero.
Seis meses después, en mayo de 2008, Mancuso, junto con otros jefes paramilitares, fue extraditado por orden del entonces presidente Álvaro Uribe. Este llegó a la conclusión de que los paras estaban burlándose del proceso de paz, pues seguían delinquiendo en secreto, y decidió ponerle punto final a eso. Como el acuerdo con Washington incluía que la justicia colombiana tendría acceso a ellos en las prisiones de Estados Unidos, cualquier autoridad colombiana podría hacerlo cuando lo considerara pertinente. En otra diligencia una magistrada de Justicia y Paz le preguntó a Mancuso si le informaron al gobernador Álvaro Uribe Vélez de la operación de El Aro en 1997. Respondió: “Su señoría, si estábamos nosotros hablando con su secretario de gobierno (Pedro Juan Moreno), era imposible que su jefe no lo sepa”.
Sobre las advertencias de la masacre hay también un capítulo que gira en torno al nombre de Jesús María Valle. Este líder defensor de derechos humanos y abogado de la Universidad de Antioquia era oriundo de la zona de Ituango, y por tanto conocía y mantenía estrecha relación con las comunidades vecinas de La Granja, San Roque y El Aro. Valle vivía en Medellín y desde allí venía denunciando el surgimiento de ejércitos privados y cooperativas de seguridad que avanzaban, a punta de terror, hacia el nudo de Paramillo.
Su voz cobró mayor relevancia cuando, tal como había advertido, el 11 de junio de 1996 sucedió una masacre en el corregimiento de La Granja. Una veintena de paramilitares se tomaron el pueblo, concentraron a la comunidad y ante ellos torturaron y asesinaron a cinco habitantes acusados de tener nexos con las Farc. Un mes después ocurrió lo mismo en la provincia de San Roque. Los paramilitares llegaron en camionetas y con una lista seleccionaron a seis mineros de la comunidad y los ejecutaron.
Valle denunciaba, por medio de constantes cartas, a las autoridades civiles y militares. También intervenía en los medios de comunicación, participaba en marchas de protesta y hablaba donde quiera que lo oyeran. En varias oportunidades entró en debate con el gobernador Uribe, quien aseguraba que Valle “maltrataba” a las Fuerzas Militares. Después de que se cometió la masacre de El Aro, el abogado endureció sus denuncias.
Señaló que algunos testigos habían visto helicópteros del Ejército, que no solo no socorrieron al pueblo sino que conspiraron con los paramilitares. Por cuenta de eso el Ejército demandó a Valle. En el proceso, el abogado encontró una oportunidad para ampliar su mensaje: “Los grupos paramilitares no podrían cometer tantas tropelías, asesinar a tantas personas, sembrar el terror en mi pueblo si no fuese por el comportamiento connivente del Ejército y la Policía”, aseguró. El 27 de febrero de 1998 integrantes de la temida banda La Terraza entraron a la oficina de Jesús María Valle. Lo amarraron de los pulgares, lo tendieron boca abajo y le dispararon delante de su hermana y asistente.
Una década después, en 2008, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por el crimen de Jesús María Valle. El tribunal cuestionó la impunidad en torno al caso y ordenó adelantar una investigación exhaustiva e independiente para llegar hasta los autores intelectuales. En ese sentido hubo un paso clave en febrero de 2012, cuando una fiscal entrevistó a Diego Fernando Murillo, alias Don Berna, en una prisión de Miami. Este confesó que, en febrero de 1998, Pedro Juan Moreno visitó a Carlos Castaño para pedirle asesinar a Valle. Según Don Berna, el ya exsecretario de gobierno dijo que Valle estaba haciendo mucho ruido con sus denuncias sobre El Aro y que era miembro de las Farc. Sin más, Castaño le ordenó a Don Berna eliminarlo, y este lo hizo con sicarios de La Terraza. La Fiscalía nunca pudo corroborar la versión de Don Berna, pues a Castaño lo asesinaron en 2004 y Moreno murió dos años después en un aparente accidente aéreo.
En 2015, el magistrado del Tribunal de Justicia y Paz de Medellín, Rubén Darío Pinilla Cogollo, al proferir una sentencia contra miembros del bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas (estructura que lideró Don Berna), ordenó investigar al exgobernador Uribe por posibles nexos con los paramilitares durante su mandato. En esa providencia aparece la famosa frase de que “no es posible estar dentro de una piscina y no mojarse”. Uribe reaccionó con una dura descalificación del magistrado y dijo que Pinilla provenía del M-19. Señaló que para la época de El Aro el general Carlos Ospina, comandante del Ejército, hizo verificaciones en terreno que desmintieron las supuestas conexiones entre paramilitares y las fuerzas armadas.
El expresidente Uribe también ha desmentido las supuestas reuniones de Mancuso con el general Manosalva previas a la toma: “El oficial falleció el 20 de abril de 1997, por lo que es imposible que haya participado en un hecho ocurrido seis meses después de su muerte”. Sobre el tema de los helicópteros de la Gobernación, el exmandatario asegura que eso fue investigado exhaustivamente y que tuvieron un manejo transparente y profesional.
Pero para la justicia el tema no está claro. Uribe asumió su curul de senador en 2014 y el expediente de la Fiscalía en el que él figuraba como indiciado fue trasladado a la Corte Suprema de Justicia. Cuatro años después la Sala Penal resolvió declarar crímenes de lesa humanidad las masacres de El Aro, La Granja, San Roque y el homicidio de Jesús María Valle. Eso significa que los hechos deben ser investigados íntegramente y que, a pesar de los años, los delitos no prescriben. Ahora, luego de que el expresidente dimitiera de su curul en el Congreso, los expediente regresaron a la Fiscalía y se está a la espera de que el ente acusador impulse el caso.