HISTORIA
La guerra grande
Al cumplirse los 200 años de su independencia, los colombianos conocen muy poco de su historia. Antonio Caballero, en su obra Historia de Colombia y sus oligarquías, ha hecho una de las interpretaciones más originales. SEMANA reproduce su visión sobre esta gesta.
Bueno: la verdad es que la Guerra a Muerte proclamada en Venezuela por Bolívar para abrir una zanja de sangre y odio entre españoles y americanos, y convencer a estos de la necesidad de la independencia, en un principio no funcionó mucho: más bien salió al revés. En la Nueva Granada, la Reconquista española, con la salvedad terrible del sitio de Cartagena, fue un paseo militar. En Venezuela, la guerra que los insurrectos habían creído independentista se volvió social y racial con la aparición en los llanos de la Legión Infernal –oficialmente llamada Ejército Real de Barlovento– de José Tomás Boves: hordas salvajes de jinetes llaneros mestizos, mulatos y zambos que bajo la consigna de “La tierra de los blancos para los pardos” se alzaron con sus lanzas contra la oligarquía mantuana de Caracas y a favor de las tropas españolas. Fue una guerra feroz y sin cuartel: de parte y parte, los prisioneros eran degollados. Y la ganaron –en un principio– los realistas. Mientras el sur –Popayán, Pasto y luego Quito– seguía siendo realista.
Liquidada en sangre la ilusión independentista de la Patria Boba empieza, con más sangre aún, la verdadera guerra de independencia: la Guerra Grande. La cual es inseparable de la vida de su principal ideólogo y caudillo, Simón Bolívar. Un caraqueño rico y de buena familia que dedicó su vida y su fortuna al ideal de expulsar a la Corona española de sus colonias americanas para dárselas ¿a quién? Él mismo lo vaticinaría en la frustración desengañada del final de sus días, en una carta casi testamentaria dirigida a uno de sus compañeros de armas: para dejarlas “en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas”.
En Kingston descansa el soldado, pero despierta el nuevo pensador político con la famosa Carta de Jamaica.
La confusión de esos años se puede describir siguiendo con el dedo la vida de Bolívar desde que en 1810 se unió a la revolución perorando, entre las ruinas del terremoto de Caracas, que lucharía contra la naturaleza. Enviado por la Junta a Londres –joven rico que hablaba idiomas y tenía los contactos de la masonería– para conseguir ayuda, respaldo, dinero o armas o todo a la vez. De esa visita, en la que no obtuvo nada de lo que pedía, le quedaría sin embargo su persistente admiración por la organización constitucional de la Gran Bretaña y por su poderío militar y económico.
El manifiesto de Cartagena
Pronto sería derrotada la Primera República Venezolana por la reacción española, y su jefe, Francisco de Miranda, sería entregado a sus enemigos por sus oficiales subalternos, entre ellos el propio Bolívar, que acababa de perder la plaza fuerte confiada a su mando. Para continuar la lucha –mientras Miranda va a morir en las mazmorras de la cárcel de Cádiz– Bolívar huye a la Nueva Granada, todavía dominada por los patriotas. Y en Cartagena compone y publica un “manifiesto” explicando y criticando las causas del desastre venezolano: la falta de unidad de los revolucionarios y su invención ingenua de “repúblicas aéreas” montadas sobre doctrinas filosóficas importadas, y no sobre las realidades de la tierra. No le hacen caso –como, la verdad sea dicha, no se lo harán nunca–, pero por la fuerza de su personalidad consigue en cambio que los neogranadinos le confíen un pequeño ejército para reanudar la guerra en Venezuela. Y emprende la asombrosa campaña de reconquista –después llamada Admirable– que lo lleva en unos meses a recuperar el territorio perdido y entrar triunfante en Caracas, recibiendo el título de Libertador. Que no abandonará ya nunca, ni siquiera en sus derrotas: ni cuando la restaurada república venezolana –en realidad una dictadura militar– cayó de nuevo ante el empuje de las montoneras de Boves al poco tiempo de proclamada, ni, por supuesto, diez años después, cuando lo hubo merecido de cinco naciones.
Lanceros llaneros (¿Boves?¿Páez?).
La carta de Jamaica
Derrotado en Venezuela vuelve a la Nueva Granada, al servicio del Congreso de las Provincias Unidas, para las cuales conquista la Bogotá centralista que ha dejado en su propia derrota el precursor de Antonio Nariño. En Cartagena choca con las autoridades locales y se embarca rumbo a Jamaica, salvándose así del terrible asedio puesto a la ciudad por el pacificador español Pablo Morillo. Y en Jamaica descansa el soldado, pero despierta de nuevo el pensador político a través de la famosa Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla. Una carta de Jamaica que no tuvo ningún resultado práctico, pues su texto en castellano no fue publicado sino después de la muerte del Libertador, y la versión inglesa fue ignorada por aquel a quien de verdad iba dirigida, que era el gobierno inglés. A este pretendía Bolívar explicarle las causas y la justicia de la lucha independentista americana, y pintarle –con ojo visionario– el futuro posible del continente. Pero todavía entonces sigue siendo Bolívar mucho de lo que él mismo criticaba: un ideólogo teórico sin suficiente asidero en las realidades de la tierra. Todavía piensa, por ejemplo, que en América “el conflicto civil es esencialmente económico”: entre ricos y pobres y no entre criollos blancos y castas de color, como en la práctica los planteaba a lanzazos Boves en Venezuela –y en la Nueva Granada lo harían más tarde los guerrilleros realistas del Cauca–.
Familia criolla antes de la independencia.
Pronto lo entendería mejor al regresar a Venezuela. Y años más tarde él mismo describiría con su habitual elocuencia el enmarañado enredo racial, social y político:
Este caos asombroso de patriotas, godos, blancos, pardos, federalistas, centralistas, egoístas, republicanos, aristócratas, buenos y malos, y toda la caterva de jerarquías en que se subdividen las diferentes partes.
Una de las severas críticas que le haría Karl Marx a Bolívar se refiere a su inmodesta inclinación por los festejos de victoria.
Para una nueva empresa consigue Bolívar en Haití la ayuda del presidente Pétion, a cambio de la promesa de dar la libertad a los esclavos negros de la América española. Ha descubierto que la libertad debe ir pareja con la independencia, pues de lo contrario no puede tener respaldo popular. Es derrotado una y otra vez en Venezuela, y otras tantas resulta victorioso, en una confusión de escaramuzas y batallas en las cuales las deserciones y los cambios de bando son frecuentes. Consigue ganar para la causa patriota a los llaneros de José Antonio Páez, jefe de montoneras de lanceros a caballo: la misma gente de Boves, quien ya había muerto para entonces. Los conquista no solo con el atractivo magnético de su personalidad excepcional, sino porque se ha dado cuenta del problema racial: y refuerza sus tropas con esclavos de las haciendas costeras fugados hacia el interior de los llanos concediéndoles la libertad a los que combatan contra España. En eso ayuda la torpeza racista de Morillo, que al volver a Venezuela tras dejar instalado el Régimen del Terror en Bogotá con el virrey Sámano ha decidido degradar en las tropas realistas de Boves a los oficiales mestizos o mulatos por serlo, volviéndolos así contra los españoles. Los cambios de bando, ya se dijo, eran frecuentes: el propio Páez había combatido en ambos.
Familia criolla después de la independencia.
El Bolívar guerrero no descuida lo político. Y así convoca a principios de 1819 el Congreso de Angostura, que iba a instaurar la República de Colombia por la unión de Venezuela, la Nueva Granada y Quito: audacia asombrosa por parte de un político la de crear un país y darle una constitución –libertad de los esclavos incluida– antes de haber conquistado su territorio, pues los patriotas revolucionarios dominaban apenas unas pocas regiones despobladas de los llanos del Orinoco y el Apure. Y esa audacia política la remata Bolívar con otra militar: el golpe estratégico de invertir el sentido de la guerra, devolviéndola de las llanuras venezolanas a las montañas neogranadinas, donde los españoles ya no la esperaban.
Boyacá
En pleno invierno tropical de lluvias atraviesa con su ejército los llanos inundados para unirse con las guerrillas del Casanare organizadas por Francisco de Paula Santander. Y reunidos en el piedemonte unos quince mil hombres –tropas venezolanas, neogranadinas, varios miles de mercenarios ingleses e irlandeses veteranos de las guerras napoleónicas, contratados en Londres con los primeros empréstitos ingleses que iban a agobiar a Colombia durante los siguientes dos siglos–, Bolívar emprende el cruce de la cordillera por Pisba y Paya para caer por sorpresa sobre las tropas españolas en el corazón de la Nueva Granada, deshaciéndolas en la batalla del Pantano de Vargas y en la del Puente de Boyacá, el 7 de agosto de 1819. Esta, que en realidad no pasó de ser una escaramuza, es sin embargo el golpe definitivo sobre el virreinato. El Libertador entra en triunfo al día siguiente en Bogotá, de donde había huido el virrey Sámano con tanta precipitación que olvidó sobre su escritorio una bolsa con medio millón de pesos. Fiestas. Corridas de toros. Bailes. Son jóvenes: en Boyacá, el Libertador tiene treinta y seis años; el general Santander acaba de cumplir veintiséis. Anzoátegui, Soublette, los británicos...
Una de las severas críticas que le haría Karl Marx a Simón Bolívar se refiere a su inmoderada inclinación por los festejos de victoria.
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Pero pronto sale el Libertador de vuelta a Venezuela para proseguir la campaña libertadora, dejando el poder en Bogotá en manos de Santander –que no tarda en mancharlo con la ejecución en masa de los cuarenta y ocho oficiales realistas tomados prisioneros en la batalla de Boyacá: constituían, alegó, una latente amenaza–. En los llanos Bolívar no tarda en reunirse con Morillo para firmar el Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra, que pone fin a las matanzas bárbaras de la Guerra a Muerte. Se saludan de mano, como buenos masones los dos. Se abrazan. Morillo, que hasta entonces solo hablaba de “el bandido de Bolívar” lo trata de “su Excelencia” y escribe a España diciendo: “Él es la revolución”. Y obligado por los acontecimientos de España, donde acaba de darse el alzamiento revolucionario de las tropas destinadas a embarcar para América que da comienzo al breve periodo constitucional llamado el Trienio Liberal, ofrece un armisticio. Y se embarca para su tierra. Al poco tiempo la tregua se rompe, y tras algunos meses y batallas, la de Carabobo sella definitivamente la independencia de Venezuela, y de nuevo Bolívar recibe en Caracas una recepción triunfal que dura varios días. (Tal vez en eso Marx tenía razón).
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Y la alternancia constante de la guerra y la política. Se reúne el Congreso de Cúcuta en 1821 para darle una Constitución a la nueva Colombia tripartita –que los historiadores han llamado después la Gran Colombia–. Y sus resultados son los que cabía esperar de su composición de diputados elegidos por voto censitario: terratenientes, comerciantes ricos, abogados de comerciantes ricos y de terratenientes. Empieza a formarse una casta de políticos profesionales que comienzan a dividirse en dos ramas fraternales pero enfrentadas que más tarde se llamarían el Partido Retrógrado y el Partido Progresista: a la vez conservadores ambos y liberales ambos. Bolívar quería –como lo pensaba desde su manifiesto de Cartagena sobre las frágiles repúblicas aéreas– “un gobierno fuerte, que posea medios suficientes para librarlo de la anarquía popular y de los abusos de los grandes”, y en eso contaba en el Congreso con apoyos como el de Antonio Nariño, un resucitado de otra época. Pero lo que se impone es un sistema híbrido, formalmente liberal –libertades de palabra y de opinión, de religión y de organización política (partidos), y con las tres ramas de rigor de Montesquieu–, y de estructura conservadora a causa, justamente, del sistema electoral censitario que proscribía el sufragio popular. Así, por ejemplo, la promesa de Bolívar a Pétion en Haití sobre la libertad de los esclavos, reiterada en Angostura, sale de Cúcuta cumplida solo a medias: el Congreso aprueba una ley de “libertad de vientres” por la que los hijos de esclavos nacerían libres, pero sometidos a los dueños de sus madres hasta su mayoría de edad, posponiendo así, por toda una generación, la abolición de la esclavitud.