LA GUERRA SUCIA
No hay ya duda de que existe una campaña de exterminio. Pero sigue sin saberse quién la organiza.
En la última semana de agosto, y a raíz del triple asesinato de Medellín. (Primero fue abaleado el presidente de los educadores antioqueños Luis Felipe Vélez, y, en su sepelio, dos dirigentes del Comité de Derechos Humanos de Antioquia, Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur), la expresión "guerra sucia" estuvo en labios de todo el mundo.
Pero no tiene, sin embargo, el mismo significado para todo el mundo. Si para el jefe del Nuevo Liberalismo Luis Carlos Galán, por ejemplo, la guerra sucia se expresa en "problemas como los desaparecidos, el atropello a los derechos humanos, el atentado personal", para el general en retiro Fernando Landazábal Reyes la expresión designa la "campaña de calumnias" de que son víctimas las Fuerzas Armadas en torno a temas como las desapariciones y el atropello a los derechos humanos. Galán, pues, usa el término en su sentido más popular; Landazábal, en el sentido técnico que le dio hace ya más de quince años el general argentino Roberto Viola antiguo comandante en jefe del Ejército y Presidente de su país y condenado más tarde por los tribunales justamente a causa de los excesos de la guerra sucia (ver recuadro).
En esa discrepancia, que podría llamarse "confusión semántica", forma parte de la confusión generalizada que es precisamente el primer resultado práctico de la guerra sucia, y que hace que en ella se difuminen los adversarios, los motivos y las informaciones, y florezcan incontroladamente los rumores y las tergiversaciones. Como dice a SEMANA el presidente de la ANDI, Fabio Echeverri Correa: "En el país hay guerra sucia, pero nadie sabe realmente quién la hace: puede ser la izquierda o la derecha o los paramilitares. La izquierda no puede probar que sea la derecha, y viceversa. Eso es lo que producen el terrorismo y el miedo: la anarquía, que es inclusive de opiniones y de conceptos".
10 AñOS ATRAS
Sin embargo, la cosa designada por la expresión "guerra sucia" en su doble acepción -los atentados, las desapariciones, los asesinatos misteriosos, las torturas, y la información, contrainformación y propaganda al respecto- tiene ya por lo menos una década de existencia en Colombia. La primera desaparición forzada de personas a manos de las autoridades (es tablecida luego por la propia Procuraduría delegada para las Fuerzas Militares, pero negada durante muchos años), fue la de Omaira Montoya y Mauricio Trujillo, militantes del MOIR, que se remonta a septiembre de 1977. Las primeras torturas sistemáticas de detenidos (establecidas por el Consejo de Estado) son de 1979, en los tiempos del estatuto de seguridad del presidente Turbay. Y en cuanto a los atentados y asesinatos políticos impunes y sobre los cuales circulan toda suerte de versiones e interpretaciones contradictorias y de acusaciones en todos los sentidos, la historia de Colombia está llena de ellos por lo menos desde el asesinato del mariscal Sucre en 1830.
Pero durante años la guerra sucia formó parte de lo que se podría llamar la guerra anónima: sus víctimas eran desconocidos -campesinos, estudiantes, agentes de policía, obreros- y sus desapariciones o sus muertes sólo venían a conocerse cuando, por acumulación de casos, se convertía en noticia. Esto sigue siendo cierto en el caso de los desaparecidos, de los cuales se han registrado centenares de casos en los últimos cinco años, pero cuyos familiares desfilan todos los jueves frente al Palacio Presidencial sin despertar la menor atención de nadie: ni siquiera los del Palacio de Justicia, cuya desaparición ha sido comprobada por la Procuraduría, por el Tribunal Especial y por la Comisión de Acusaciones de la Cámara, son objeto de discusión pública. El caso de los asesinatos, en cambio, que parece haberse convertido en el principal elemento de la guerra sucia a la colombiana, se distingue precisamente porque de unos años para acá los asesinados y los amenazados de muerte son personas conocidas: dirigentes políticos, líderes cívicos o sindicales. De ahí que el presidente Virgilio Barco, en su mensaje a la ciudadanía antioqueña tras los asesinatos del pasado 25 de agosto, hablara de "macabros propósitos de desestabilización": no se trata simplemente de asesinar a determinadas personas, sino de conseguir con ello un objetivo político más vasto. Y ese parece ser, en lo inmediato, el sabotaje del proceso de paz iniciado bajo el gobierno de Belisario Betancur y continuado por Barco bajo el nombre de "rehabilitación, reconciliación y normalización". Por eso tal vez sea posible señalar como fecha oficial de la iniciación de la guerra sucia en Colombia, precisamente la que había sido escogida para que marcara el comienzo del retorno a la paz después de treinta años de guerra irregular -de guerrillas- pero declarada. Es decir, el 13 de agosto de 1984, cuando el M-19 debía haber firmado los pactos de tregua, y se produjo una demora provocada por el asesinato de su líder amnistiado, el médico y ex parlamentario Carlos Toledo Plata, quien en su nueva vida civil trabajaba en el Hospital San Juan de Dios de Bucaramanga. Cuando salía de su casa, a las siete y media de la mañana, fue asesinado a tiros de revólver por dos sicarios.
EL IMPERIO DE LOS SICARIOS
Con el asesinato de Toledo Plata se establecieron los rasgos que desde entonces han sido característicos de la guerra sucia en Colombia: el asesinato ante testigos por sicarios que nunca son identificados ni mucho menos detenidos, y ante los cuales las investigaciones se detienen sin dar resultados. Otro rasgo común es el de que en todos los casos la primera versión propuesta por las autoridades militares o de Policía es la de que la víctima fue muerta por sus propios compañeros. Así se dijo de Toledo Plata, y así se está diciendo en estos días de las víctimas más recientes: el DAS sostiene que a Luis Felipe Vélez lo mató el ELN, y el comandante de la VI Brigada afirma que al concejal de la UP de Planadas (Tolima) lo asesinaron las FARC. Pero si la tesis del "canibalismo" ha sido expuesta en la casi totalidad de los centenares de asesinatos registrados en los últimos tres años, sólo ha resultado cierta en uno de ellos: el del dirigente del Frente Amplio del Magdalena Medio, Ricardo Lara Parada, asesinado por sus antiguos compañeros del ELN.
Otra característica notable de esta guerra sucia es la de que, en contra de la impresión generalizada de que "estamos en un fuego cruzado y nos están disparando desde todos los flancos", como dice a SEMANA Darío Arizmendi, director del diario El Mundo de Medellín, la verdad es que la matanza es prácticamente unilateral: el 99% de las víctimas son gentes de izquierda o, al menos, criticas del sistema. Se cuentan con los dedos de la mano los muertos de los partidos tradicionales o de las fuerzas militares (se habla aquí, por sypuesto, de los muertos de la guerra sucia: los de la guerra abierta -choques armados entre el Ejército y las guerrillas- no están incluídos). A saber: el vicealmirante Eduardo Meléndez, asesinado por el EPL en Urabá; el coronel de la Policía Agustín Ramos Rodríguez, asesinato por el M-19 en Bogotá; el ex gobernador conservador del Meta Narciso Matus, asesinado por desconocidos en Villavicencio; un concejal liberal, asesinado posiblemente por las FARC, en Sabana de Torres. Y han sido víctimas de atentados fallidos del M-19 el general Rafael Samudio, entonces comandante del Ejército, y el entonces ministro de Gobierno Jaime Castro.
Frente a eso, las víctimas de izquierda se cuentan por centenares, encabezadas por los militantes y dirigentes de la Unión Patriótica, que ha tenido ya más de 450 asesinados incluyendo senadores y representantes como Pedro Nel Jiménez, Leonardo Posada, Pedro Luis Valencia y Octavio Vargas, diputados intendenciales, concejales y alcaldes. A eso hay que sumar dirigentes guerrilleros en tregua: Toledo Plata, Oscar William Calvo, o el atentado fallido que dejó cojo a Antonio Navarro Wolf; presidentes de sindicatos: Luis Felipe Vélez de Adidas, Edilberto Cogoyo de Sintagro, Guillermo Quiroz de Anuc sacerdotes progresistas: el padre Uicué en el Cauca, el padre Gillard en Cali, el padre López en Sucre; profesores universitarios: de la Universidad Nacional o de la de Antioquia, especialmente; y últimamente, con Abad Gómez y Leonardo Betancur dirigentes de organizaciones de derechos humanos. Las listas de otras personas amenazadas que en los últimos días han sido publicadas por algunos periódicos reiteran esas características: margistrados que han denunciado torturas, periodistas críticos del militarismo, activistas de derechos humanos, militares en retiro considerados "traidores a la institución". Parece como si los organizadores de la guerra sucia colombiana hubieran querido copiar al pie de la letra las palabras del escritor Ernesto Sábato en el prólogo al informe "Nunca Más" de la comisión que investigó las consecuencias de la guerra sucia en la Argentina: "caían en la redada dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejoría de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes...".
LOS MUERTOS DE LA GUERRA SUCIA
Carlos Toledo Plata 2o. del M-19
Alvaro Ulcue Chocue Cura indígena
Eduardo Melendez Vicealmirante (r)
Ruben Castaño Consejal UP
Octavio Vargas A. Representante UP
Rafael Reyes Malagón Diputado UP
Ricardo Lara Parada Dirigente cívico
Heber Marín Cotrino Derechos Humanos
Marcos Sanchez C. Dirigente cívico
Hernando Yate Consejal UP
Leonardo POsada Representante UP
Pedro Nel Jimenez Senador UP
Gabriel Briceño Consejal UP
Hilario Muñoz Consejal UP
Leonel Forero Dirigente UP
Narciso Matus Torres Dirigente Conservador
Bernardo Lopez A. Sacerdote
Fernando Bahamon Consejal UP
Francisco Guzman Dirigente sindical
Julio Cesar Uribe Consejal UP
Hernan D. Calderon Consejal UP
Jose Dario Rodriguez Dirigente UP
Sandra Rondon Niña de 11 años
Sara Yadira Balaguera Activista UP
Alvaro Garces Alcalde UP
Pedro Luis Valencia Senador UP
Leonardo Betancur Profesor universitario
Luis Felipe Velez Dirigente "Adida"
Hector Abad Gomez Derechos Humanos
Demetrio Aldana Consejal UP
JUSTICIA INVALIDA
Otra constante, tanto en Colombia como en el modelo argentino, es la carencia absoluta de resultados en las investigaciones adelantadas por las autoridades. Si los crímenes de la izquierda suelen tener castigo -los asesinatos, por ejemplo, del general Rincón Quiñones o del ex ministro Pardo Buelvas- los otros no: como escribe Sábato "no hay nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los responsables de los delitos".
Es esta falta de sanción, e incluso de investigación, la que, inevitablemente, ha dado lugar a toda clase de especulaciones (sin pruebas, puesto que las investigaciones no existen) sobre la identidad de los posibles responsables. Desde la existencia de una maquiavélica estrategia a muchas bandas por parte de la izquierda, que estaría cometiendo los crímenes para poder acusar de ellos a la derecha y desprestigiar a las instituciones, hasta la sospecha de que sectores de las mismas instituciones están comprometidos en la empresa de desestabilización, incluyendo elementos de las propias Fuerzas Armadas. Se señalan al respecto numerosos indicios: el más reciente es el salvoconducto especial para portar armas firmado por un capitán de inteligencia que se halló en el cadáver de uno de los sicarios que asesinaron al alcalde de la UP de Sabana de Torres, hace diez días. El oficial ha declarado que el documento es falsificado. Pero existen además acusaciones directas, con nombres propios y casos concretos, que difícilmente pueden ser ignoradas.
En su mayoría provienen de la UP, el grupo que más víctimas ha sufrido en esta guerra sucia. Pero de ellas se han hecho eco también otros sectores: columnistas de prensa o altos funcionarios del ministerio público o del poder judicial, como el ex procurador Carlos Jiménez (quien denunció la participación de militares en activo en la organización del MAS y señaló en su último mensaje que está "arreciando la ola de violencia oficial", el consejero de Estado Carlos Valencia Arango ("la justicia militar va de prevaricato en prevaricato") y el director nacional de Instrucción Criminal Eduardo Lozano ("en algunos delitos la participación de miembros de las Fuerzas Armadas es evidente"). Se trata sin embargo de simples opiniones no probadas. Porque las investigaciones, como se ha dicho ya, no han dado resultados. La Procuraduría explica este fenómeno por la "falta de medios". El procurador delegado para los Derechos Humanos, Bernardo Echeverry Ossa, decía a SEMANA que con la justicia sucede que, cuando no funciona, "nadie responde por ella". El ministro de Justicia, José Manuel Arias Carrizosa, da una explicación parecida cuando se queja a esta revista de "la inoperancia de la justicia". El procurador de legado para las Fuerzas Militares, Omar Henry Velasco, explica a SEMANA que lo único que él ha podido hacer en los meses que ha tenido ese tema a su cargo es dar orden de que se profundicen las investigaciones, pero que aún no hay resultados.
Que la guerra sucia existe, se evidencia por los incontables muertos. Pero si hasta ahora sus autores han permanecido en la zona gris de las especulaciones, la causa está en la inoperancia de la justicia. Las últimas medidas del gobierno creando una jurisdicción especial para investigaciones de orden público constituyen el último recurso jurídico antes de que los desestabilizadores que denuncia el presidente Barco se lleven por delante la democracia colombiana.-
EL MODELO ARGENTINO
La expresión "guerra sucia" cobró siniestra fama universal a finales de la década pasada, cuando los generales argentinos la utilizaron para justificar el genocidio perpetrado en su país bajo las juntas militares. Se trataba -según el general Roberto Viola, comandante en jefe del Ejército argentino y luego, fugazmente, Presidente de la República- de la respuesta que se habían visto obligadas a desplegar las Fuerzas Armadas frente a los métodos empleados por sus enemigos, los guerrilleros peronistas e izquierdistas.
Tras el retorno a la democracia, fue posible conocer los resultados de la "guerra sucia" adelantada por los militares. 9 mil desaparecidos, según las conclusiones de la comisión investigadora nombrada por el presidente Raúl Alfonsin y presidida por el escritor Ernesto Sábato, o 30 mil de ser más aproximadas las cifras de las Madres de la Plaza de Mayo. Más de 3 mil muertos "en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad"; la mayoría de estos "enfrentamientos", sin embargo, como se demostró en el juicio seguido a las tres juntas militares, fueron en realidad asesinatos de prisioneros desarmados. Decenas de millares de detenidos, torturados en su mayoría. Y cientos de miles de exiliados.
Si el fenómeno resulta impresionante desde el punto de vista cuantitativo, lo es más desde el punto de vista cualitativo. Porque la "guerra sucia" no consistió solamente en el asesinato o la encarcelación de los calificados como "subversivos", sino que instituyó un nuevo modelo de crimen contra la humanidad: la "desaparición forzada de personas" en vasta escala.
Los tormentos más brutales y sutiles, la violación sistemática de las prisioneras, el saqueo de las viviendas de los secuestrados, y la degradación de los presos "recuperados", convertidos en esclavos de sus carceleros constituyen algunos de los elementos de la "guerra sucia" argentina, sistema dirigido verticalmente por los mandos de las Fuerzas Armadas.
Los especialistas argentinos en la "guerra sucia" fueron llamados como asesores y consejeros por otros regímenes castrenses latinoamericanos. Actuaron en Guatemala, El Salvador y Honduras (en este país en vinculación orgánica con la CIA y los "contras" nicaraguenses) participando en la represión clandestina y en la organización de escuadrones de la muerte.
Pero el caso argentino, aunque es el más conocido, no es el primero de la "guerra sucia": tenía antecedentes y "maestros", tanto en la práctica como en la teoría. En la práctica, el término mismo de "guerra sucia" es la traducción literal del francés "sale guerre", utilizado por los cuerpos de élite del Ejército francés en sus guerras coloniales de Indochina y Argelia para designar la combinación de operaciones regulares con acciones terroristas. En la teoría, es una derivación de la Doctrina de Seguridad Nacional en tiempos de la guerra del Vietnam, que se impuso en las academias militares panamericanas (como la Escuela de las Américas de Panamá) donde estudiaron todos los altos mandos de los Ejércitos de América Latina. Esa doctrina, de origen norteamericano, fue completada con la de la "seguridad nacional", desarrollada en la Escuela Superior de Guerra del Brasil bajo la batuta del general Golbery da Couto e Silva. Y su consecuencia directa fue la creación de los "escuadrones de la muerte" que sembraron de cadáveres los suburbios de las ciudades brasileñas a fines de los años sesenta, antes de proliferar también en América Central.
Además de los modelos extranjeros, los generales argentinos encontraron en su propio país antecedentes para la "guerra sucia" en la siniestra "Triple A" (Alianza Anticomunista Argentina) organizada por el super-ministro de Bienestar Social, José López Rega, que durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón (de julio de 1974 a diciembre de 1975) fue responsable de más de 1.500 asesinatos de intelectuales, diputados al Congreso, dirigentes populares, abogados defensores de los derechos humanos, etc. Del gobierno de la viuda de Perón los generales heredaron también el marco político y jurídico necesario para su institucopnalización del terror: la legislación que dio a los militares funciones de policía en todo el territorio, y la indicación expresa de proceder "al exterminio de la subersión". Y este modelo, a su vez, había sido copiado del que institucionalizaron en Uruguay dos presidentes civiles, José María Bordaberry y Jorge PAcheco Areco, quienes subordinaron las instituciones civiles al poder militar que empezó monopolizando el poder represivo para acabar quedándose con todo el poder.
Porque la "guerra sucia", como las guerras convencionales, tiene etapas de creciente intensidad, cuya secuencia es siempre la siguiente: acciones menores llevadas a cabo por orghanismos fantasmas, "grupos incontrolados", "paramilitares", etc. Acciones igualmente anónimas, sin responsable directo, pero de mayor envergadura, contra personalidades y líderes de opinión. Y finalmente generalización del terror a toda la población a través de las propias unidades militares. En efecto, el objetivo final de la "guerra sucia" no es solamente la aniquilación de la subversión o la insurgencia, sino la imposición del terroris,p de Estado a toda la sociedad.