BUENAVENTURA
La increíble guerra urbana que tiene a Buenaventura sumida en zozobra y dolor
La segunda ciudad del Valle vive sus peores días por combates armados diarios en el casco urbano. SEMANA visitó uno de los barrios más afectados, donde más de 40 familias abandonaron sus hogares. Testimonios desgarradores de zozobra y dolor.
La única tienda del barrio Juan XXIII de Buenaventura la desocuparon pasado el mediodía del viernes, cuando sus dueños pudieron salir del encierro prolongado después de tres noches de intensos combates. Salieron porque a su casa llegó una comitiva de la Personería y la Policía, y entonces aprovecharon el momento para empacar rápidamente lo que entró en un camión y se marcharon.
En el piso quedaron restos de víveres, dos congeladores viejos y la estantería que servía para ubicar los granos; en las ventanas y paredes, agujeros de balas de fusil y armas cortas. Tres noches de intensos combates armados entre estructuras criminales acabaron con la tranquilidad del barrio. “Nos tocó dormir tres noches en el baño, que era el único lugar seguro. Preferimos perderlo todo que continuar así”, dijo Paula Andrea Rey, mientras empacaba la última canasta que cabía en el camión. Su despedida fue silenciosa, amarga y dolorosa.
Al igual que ella, 39 personas abandonaron sus casas. Se cansaron de refugiarse en el miedo para soportar las largas noches de combates. Ahora no saben para dónde ir, porque lo que está pasando en Buenaventura no es solo cuestión de cambiar de barrio.
El puerto lleva 34 combates urbanos en los primeros 34 días del año. Todas las noches hay enfrentamientos entre dos reductos de la banda la Local, que no es otra cosa que un gran cartel de droga heredero de los Urabeños. Los que hoy siembran el terror en Buenaventura son la nueva ola del paramilitarismo.
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La violencia se reactivó con fuerza el 30 de diciembre de 2020 muy temprano. La Empresa, una de las filiales de la Local, atentó contra Fidel, el jefe máximo de esa estructura. Sobrevivió y lo que pasó después parecía la secuencia de una serie de televisión mexicana. Esa noche hubo una caravana de muerte en la ciudad: hombres en moto y con fusil asaltaron varios barrios, asesinaron a siete personas y dejaron heridas a tres más. Todo eso en menos de 60 minutos. Querían venganza y coordinaron ataques certeros contra supuestos integrantes de la Empresa.
Desde ese día se rompió el pacto de control y fronteras invisibles en Buenaventura, en el cual extorsiones, asesinatos y desapariciones suman números preocupantes. El personero Edwin Patiño habla de por lo menos 30 homicidios en 2021 y más de 40 reportes de desaparecidos.
Al barrio Juan XXIII de Buenaventura se llega fácil. Está pegado a la vía principal que conecta las dos islas del mayor puerto sobre el Pacífico colombiano. Las casas son mixtas, entre cemento y madera, y el agua del mar entra tímidamente cuando la marea sube. La población, de mayoría afro, ya no ríe: son rostros tensos, opacos, desdibujados por la tragedia de arrastrar con las secuelas de una violencia más cruda.
Las calles, después de tres noches seguidas de enfrentamientos armados, parecen un campo de concentración militar: hay casquillos de balas en el piso, agujeros en fachadas y postes, más de 40 viviendas abandonadas y un silencio que trata de hablar con las miradas de dolor.
El alcalde, Víctor Vidal, explica que esta disputa es por el control estratégico que Buenaventura representa para las actividades del narcotráfico. “Hoy tenemos un nuevo pico de violencia, porque la banda que tenía el mayor control ilegal ha tenido una ruptura interna”, dice.
A él no le gusta llamar banda delincuencial a la Local, “porque no estamos hablando de una pandilla de muchachos, sino de una estructura armada de carácter nacional”. Mal contados, los hombres armados que hoy siembran el terror son alrededor de 400. Tienen en su poder fusiles AK-47, armas largas, cortas y hasta lanzagranadas, como los tres que han incautado las autoridades en los últimos días.
Con ese armamento bélico se enfrentan todas las noches en pleno casco urbano sin que la fuerza pública pueda hacer mayor cosa. Luis Carabalí ha aprendido a reconocer el sonido de las balas y determinar con qué arma se están enfrentando.
“En el último combate, las balas se estrellaban con las paredes; algunas pasaban, y nosotros estábamos con ocho niños debajo de la cama –cuenta, mientras su voz se ahoga entre las lágrimas–. Una cosa es contarlo y otra, vivirlo. Mi hija pequeña gritaba del miedo, y yo la puse contra mi pecho y el corazón se le quería salir; dígame, ¿qué le dice uno a un niño en esas circunstancias?”.
Su familia llegó al Juan XXIII hace ocho años, después de vivir en alquiler una década y ahorrar para comprar un lote. Allí edificó una casa de madera que pintó de azul, pues sus hijos así lo querían. Luis es vendedor ambulante, recorre las calles del puerto con una carretera ofreciendo víveres. De eso sobrevive y vive, ya que el monto diario de su trabajo le alcanza para comprar algo de comida y pagar el “impuesto” que los violentos le exigen para dejarlo respirar con tranquilidad.
En Buenaventura, hasta el lustrabotas paga “impuestos” y debe jurarles fidelidad a quienes mandan en el barrio. Así es desde hace más de 20 años, pero ahora con el agravante de que con la tregua rota todos quieren quedarse con todo.
Es tanto el poder de los criminales, aseguran líderes sociales, que son ellos quienes deciden el precio en el mercado de artículos de la canasta familiar y otros del comercio formal e informal. “La semana pasada estuvimos sin huevos de gallina, porque a los señores se les antojó decir que nadie podía vender huevos, a menos que se los compraran a ellos al precio que pusieron”.
La ciudad vive sus peores días desde el paro cívico de 2017. Incluso, algunos líderes piensan que el camino es volver a cerrar la ciudad como en aquella ocasión. Leonard Rentería, quien ha sufrido amenazas por su ejercicio de liderazgo, cree que Buenaventura está sola en esto y que desde el Gobierno nacional no le dan la importancia necesaria a la guerra urbana más grande del país.
Él y su colectivo de jóvenes ya realizaron dos plantones en el puente El Piñal y prometen un cierre prolongado si la violencia no es controlada, pues la situación está desbordada en al menos ocho barrios, todos con salida al mar.
Esa coincidencia de la salida al mar y la pasividad de la fuerza pública –a pesar de que esta ha capturado a 90 personas en 2021– han provocado una serie de cuestionamientos y teorías conspirativas.
“A nosotros nos quieren es sacar del barrio para extender uno de los muelles, por eso la violencia está ensañada aquí. No hay otra explicación. ¿O cómo se entiende que los combates comiencen tipo nueve de la noche, duren hasta las seis de la mañana del día siguiente y ningún uniformado aparezca? Es que las balas suenan duro y es imposible que no las escuchen”, comenta uno de los residentes del Antonio Nariño, otro caserío muy cerca a Juan XXIII, donde también hay combates todos los días.
La ciudadanía prefiere huir que probar suerte en una especie de ruleta rusa con balas provenientes de la calle. Ahora, el barrio Juan XXIII se quedará sin tienda, sin tranquilidad, sin la alegría de ver el atardecer regalado por el mar, pues desde muy temprano hay que alistar las trincheras para pasar las noches alumbradas por las ráfagas de fusil.