El Cerro Careperro, lugar sagrado para los Embera - Katío. | Foto: Ramón Campos Iriarte

NACIÓN

La trocha que no termina: buscando paz en el Darién

En un rincón alejado de las selvas del Darién, la comunidad Embera - Katío del Resguardo Urada Jiguamiandó lleva décadas luchando por permanecer en su territorio y resistir los embates de grupos armados, empresas mineras legales e ilegales, y narcotraficantes.

Ramón Campos Iriarte
14 de noviembre de 2018

A unas tres horas de camino de Apartadó hacia el suroccidente, en los límites entre Antioquia y Chocó, se llega al puerto de Murindó. Cuando dan paso los camiones que cargan la madera ilegal que sale de la selva, parte a contracorriente por el río Murindó una que otra pequeña panga de motor quince transportando indígenas y cerveza. Allí emprende el viaje hacia la lejanía de la selva una delegación de miembros de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz y observadores internacionales de derechos humanos, a visitar la comunidad embera-katío del resguardo Urada-Jiguamiandó.

Después de un largo rato de navegar recovecos y sortear los obstáculos flotantes que deja la tala furtiva de madera en el agua turbia, la canoa vira a la izquierda para tomar el río Jiguamiandó, de caudal rápido y cristalino. Quinto, un indígena de guayabera y sombrero de explorador, pilotea la embarcación con destreza, con la ayuda del “puntero” (que va en la punta), otro embera más joven que, sin pronunciar palabra, le señala la ruta con gestos y ademanes.

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Como cinco horas después de haber zarpado, el agua se vuelve transparente con un tono verdoso, y la selva se cierra sobre el río ya angosto. El lugar es muy bello: la vegetación es tupida, el aire puro, las aves cantan y los peces pasan curiosos por debajo del bote. No hay vestigios de presencia humana por ningún lado. Cada cierto tiempo, los rápidos obligan a los pasajeros a echarse al agua y a subir un trecho caminando, mientras Quinto y el puntero empujan la canoa río arriba. Nadie en la delegación conoce el trayecto, que parece infinito. En un punto del río, donde se hace imposible la navegación, la delegación desembarca y con ayuda de miembros de la Guardia Ambiental, siguen avanzando a pie por entre la selva espesa. Las horas pasan, las maletas se vuelven pesadas, las botas se entierran entre el barro, y el hambre y el cansancio apremian. Se debe parar y pasar la noche para continuar caminando a la madrugada.

Al día siguiente, tras otro largo tramo de camino selvático, la delegación se cruza con tres hombres blancos a caballo: “¿Y ustedes para dónde van?”, pregunta uno de ellos. “Ellos vienen con nosotros, vamos para el resguardo” se apresura a responder Dilio Bilarí, el líder de los guardias ambientales que acompañan la caravana, con sus bastones de mando terciados a la espalda como fusiles de madera. Entre nervios y miradas, continúa la marcha.

Finalmente, el grupo llega a su destino: la pequeña población de Coredocito, en el municipio chocoano de Carmen del Darién, donde vive una decena de familias embera en tambos (casas de madera elevadas) con tejas de zinc. Allí casi nadie habla español, no hay electricidad ni puesto de salud, y todos los niños van pintados con jagua, una semilla que al ser molida se oxida y deja una especie de tatuaje temporal de color morado oscuro en la piel.

El estar en Coredocido, a casi dos días de camino de la población más cercana, produce una extraña sensación, una especie de agorafobia selvática causada por la inmensidad de la naturaleza y el inquietante estado de incomunicación con el resto del mundo. Y en realidad, que Coredocido esté tan perdido entre la selva del Darién no es casualidad: esta comunidad embera llegó allí buscando refugio de los atropellos de la Brigada XVII del ejército colombiano, que en 2000 incursionó en su resguardo y desapareció a cinco indígenas, uno de ellos, un niño de 10 años. Ante la barbarie, un centenar de familias huyó de su pueblo original, Alto Guayabal, sobre el río Jiguamiandó, para resguardarse inicialmente en el casco urbano de Murindó, y después en la lejanía de las montañas.  

Luis ‘sin camisa’, un líder embera carismático, con tatuajes tradicionales en la cara, famoso por,—como su apodo lo indica—nunca usar camisa, cuenta en un español confuso que Coredocito, en efecto, resultó estar demasiado lejos para su gente: “A alguien lo mordió una culebra y duraron un día entero sacándolo al hospital de Mutatá. ¡Un día entero cargándolo a paso de indígena!”. Así, en agosto de 2008, en medio de duras luchas contra empresas extractivas, mineros ilegales y el ejército, la mayoría de la comunidad decidió retornar a Alto Guayabal para estar más cerca de los servicios de salud y del transporte de insumos por el río (algunas familias se quedaron en Coredocito porque ya se habían establecido allí).

A pocos kilómetros del caserío, está el Cerro Careperro (Usa-Kira, en lengua embera), un lugar sagrado para los indígenas, que fue temporalmente ocupado en 2009 por la Muriel Mining Corporation, tras suscribir con el gobierno de Álvaro Uribe un Contrato Único de Concesión Minera sobre 16.000 hectáreas, válido durante 30 años. En su momento, varios periodistas, activistas y organizaciones denunciaron los nefastos efectos que tendría el proyecto minero Mandé Norte, tal como fue bautizado por la Muriel. Poco después, la empresa, con base en Colorado, Estados Unidos, tuvo que parar su actividad cuando la Corte Constitucional expidió una sentencia de tutela (T-769/09) señalando que se violó el debido proceso y los derechos de once comunidades indígenas y dos negras, al realizar una consulta previa con vicios de procedimiento.

La movilización de unos 700 emberas logró desmantelar el campamento de la empresa en el cerro sagrado e incluso impedir que aterrizaran allí sus helicópteros, lo cual generó amplia solidaridad alrededor del mundo. Reportes de prensa internacional compararon el caso con Avatar, la película de James Cameron que narra la resistencia de un pueblo indígena de un planeta lejano a la violenta invasión de su hogar selvático por un ejército foráneo patrocinado por una compañía minera.

Y bien, casi diez años después del Avatar colombiano, líderes indígenas y observadores internacionales están conscientes de que la extracción minera en esa zona es un volcán dormido que puede reventar en cualquier momento. La sentencia de la corte sigue en pie, pero la incertidumbre que el gobierno de Iván Duque ha creado con respecto a la validez de las consultas previas, así como los rumores de una transferencia de los títulos de la Muriel a otra empresa, tienen hoy a la comunidad en alerta máxima. Un artículo de febrero de 2018 publicado en Portafolio, da por hecho la ejecución del proyecto: “En la región del Carmen del Darién, el complejo Mandé Norte se dedicará a la operación cupífera. La inversión inicial se estableció en poco más de USD 20 millones, y se busca extraer cobre en un área aproximada de 160 km2, (…) Se calcula una explotación de 30 años y se estima un volumen de producción diario de 70.000 toneladas.”

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La siguiente parada de la comisión es en Alto Guayabal, el asentamiento más grande del resguardo. Al despedirse y emprender otra vez la trocha, queda atrás el mítico Cerro Careperro, que de vez en cuando se asoma entre las nubes de humedad que cubren la selva, tal como una capa blanca de algodón de azúcar. A medio camino, con el barro hasta las rodillas, el grupo se encuentra de frente con un hombre a caballo, de ropa limpia y reloj militar, que encabeza un convoy de dos mulas cargadas de paquetes bien cubiertos, y un guía indígena a la cola. “Ya van llegandito”, dice el hombre con un fuerte acento paisa, sin detenerse. Al rato, entre los comentarios que buscan distraer el cansancio y el dolor de pies, alguien pregunta qué llevarían las mulas. “Blanco es, gallina lo pone, y se lo huelen en Nueva York”, contesta otro integrante del grupo entre risas. En efecto, los cultivos ilícitos dentro del resguardo y el tráfico de cocaína por esa infinita telaraña de senderos que atraviesan las selvas del Darién, son otra amenaza latente a la paz del pueblo embera-katío.

Quinto, el motorista, recoge al grupo en el mismo sitio del desembarco, para completar la parte fluvial del recorrido. Llegar a Alto Guayabal es un alivio para todos, porque la parte dura de la expedición quedaba atrás. Allí, Dory Domicó Cuñapa, la profesora de la escuela, vende cerveza al clima: la nevera que prendía con un panel solar lleva dañada un tiempo.

Son 54 tambos y 106 familias los de Alto Guayabal. “Se necesitan más casas, pero está escasa la madera”, asegura Dory, quien a pesar de ser embera habla bien español, porque estudió para ser docente en Istmina. “El problema que tenemos es que los grupos armados y algunas empresas no nos respetan nuestros derechos. Con la violencia no hay armonía, la violencia no es justa”, dice con visible tristeza.

Después dos cervezas calientes, sale a colación otro episodio escabroso, que también protagonizó la Brigada XVII del Ejército: año y medio después de que la población retornara del desplazamiento original, Alto Guayabal fue bombardeado y ametrallado por aviones Kfir de la Fuerza Aérea y helicópteros militares. En la madrugada del 30 de enero de 2010, las bombas y las balas cayeron directamente sobre la casa donde Marta Ligia Majoré preparaba el desayuno mientras su esposo, José Nérito Rubiano Bariquí y tres niños dormían.

La gente, los niños se tiraron al agua y estaba oscuro. Menos mal el río no estaba crecido, si no, se hubiera ahogado mucha gente”, cuenta un veterano líder de la Guardia Ambiental, que escuchaba la conversación recostado contra la baranda de la tienda. Toda la familia quedó gravemente herida y uno de los niños, un recién nacido, murió a los pocos días.

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El bombardeo, calificado de “desafortunada casualidad” por el general Hernán Giraldo, comandante de la Brigada XVII en ese momento, fue verificado y denunciado por Naciones Unidas, la Organización Indígena de Antioquia y por la misma Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, que desde entonces acompaña a los embera en esta región. Pero quizás la más desafortunada de las casualidades —para usar la misma expresión que el general Giraldo— es que José Nérito Rubiano, a quien la metralla de las bombas dejó malherido, y cuya casa quedó destruida, era hijo de Regina Rubiano, una de las indígenas desaparecidas por las tropas de la misma Brigada XVII diez años antes.

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Los habitantes comentan que la comunidad nunca pudo reponerse del todo de los ataques del Ejército. Antes estaban organizados, tenían salud y educación, pero desde el primer desplazamiento, nada volvió a ser igual. Y hoy, al recorrer el caserío, resulta increíble pensar que, tras el acuerdo de paz, el gobierno no hizo el más mínimo esfuerzo por ocupar el espacio dejado por las Farc aquí, por lo cual, en la consciencia colectiva de los embera, el Estado sigue siendo una fuerza foránea que los desplazó, desapareció a sus familiares, luego bombardeó su pueblo y después le abrió las puertas a una multinacional para que destruya su territorio. Ningún gobernante se preocupó por resarcir la larga relación traumática con esta comunidad indígena, por traer electricidad, agua potable o un puesto de salud a Alto Guayabal. Por el contrario, el abandono parece hacerse más crónico con el paso del tiempo.

Durante una reunión final con la delegación, Luis ‘sin camisa’ y Dilio Bilarí manifiestan su preocupación: tienen problemas de linderos con las comunidades afro vecinas y a su territorio están entrando mineros ilegales, que con sus “retros” destruyen la selva y se roban el oro. Más grave aún, unos 500 indígenas del resguardo se han desplazado este año, producto de la fuerte presencia de los paramilitares (AGC) que controlan la región.

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En todo caso, los embera están dispuestos a seguir defendiendo su territorio y su hermoso río Jiguamiandó, testigo mudo de esta historia que sigue fluyendo tan fuerte como transparente.