Bogotá
La vida después del Bronx: estos son dos estremecedores relatos
Carlos Mario Duque y Wilson Muñoz cuentan cómo la adicción a las drogas los llevó a vivir en el Bronx. Después de la intervención, el primero logró salir y tener una segunda oportunidad de vida; el segundo prefirió la calle y la indigencia.
“Mayayo, somos tu familia, venimos por ti”, esa fue la frase que hace seis años le cambió la vida a Carlos Mario Duque, un habitante de calle, adicto a la cocaína, la heroína y el bazuco, con más 20 años de indigencia, quien caminaba día y noche recogiendo material de reciclaje y sobreviviendo, a punta de droga, en el despiadado sector en el que se encontraba.
La intervención del Bronx, en el 2016, fue su renacer. Y no era para menos, Mayayo era ese apodo familiar de infancia que había dejado de escuchar durante años y que de la nada volvió a retumbar en sus oídos. “Mayayo es lo que más identifica, fue la palabra que me dio la oportunidad de volver a vivir”, asegura.
Recuerda cuando tenía 13 años de edad. Vivía en Laureles, Medellín. Era un joven que cursaba octavo grado y en su morral, cuando iba al colegio, en vez de cuadernos, cargaba la cocaína que le robaba a su tío para vendérsela a sus compañeros.
“Conocí las drogas por mi tío, él traficaba en avionetas, era piloto. La droga y la mafia me daban amigos, estatus, pero cuando mataron a mi tío, ese mundo se desmoronó. A los 18 años empecé a robar para consumir. Con el pasar de los años estuve en varios centros de rehabilitación, pero mi adicción fue aumentando. A mis 32 años me fui a recorrer Colombia a pie, llegué a Bogotá y entré en indigencia total”, narra Carlos.
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Fue así como en 1998 llegó al ‘Cartucho’ y años después, tras la intervención a esta zona, Carlos emigró a ‘la L’ en el Bronx. “Todas esas escenas de tortura, cuando le partían los dedos a la gente, cuando los metían al tanque de ácido, todo ese mundo de prostitución, de drogas, de delincuencia, me hizo como indigente, pero a pesar de todo, esa era mi casa”, dice Carlos.
Seis años después, Carlos es otro, totalmente diferente. Después de un proceso de rehabilitación y tras un paso corto por Guatemala, regresó a Colombia y empezó a trabajar en una empresa de plásticos y retomó sus estudios de bachillerato en el Colegio Cencabo. Su buen desempeño hizo que lo ascendieran de grado y terminara rápidamente su validación, al tiempo que el coordinador le ofreció ser líder de grupo y dar charlas de formación a los jóvenes.
Con sus ahorros ingresó a estudiar Trabajo Social en la Universidad Minuto de Dios. Al mes y medio de iniciar su carrera, llegó la pandemia. Al principio, con la virtualidad, le costó mucho, no sabía agarrar un computador, enviar un e-mail, abrir un archivo Word, escribir un WhatsApp, pero continuó en su lucha.
Hoy, con 55 años, Carlos cursa sexto semestre y su gran anhelo es transmitir su experiencia a las nuevas generaciones. Sueña con establecer una fundación para ayudar a los miles de jóvenes que por diferentes problemas cayeron en la drogadicción y ofrecerles, como lo hicieron con él, una nueva oportunidad de vida.
“En unos años me veo bendecido, sirviendo a la juventud y en paz con Dios”, puntualiza.
El bazuco, su perdición
La vida no le sonrió de la misma manera a Wilson Muñoz, un hombre de 58 años, quien, a diferencia de Mayayo, dejó a un lado su profesión como ingeniero sanitario de la Universidad de La Salle y especialista en recursos hídricos, para adentrarse primero en el ‘Cartucho’ y luego en el Bronx.
“Desde los 9 años empecé a fumar bareto. A los 15 años me gradué del colegio con el puntaje más alto del Icfes en Engativá. Estudié mi carrera e hice mi especialización, pero preferí las drogas y mi mundo se derrumbó. Acostumbraba a viajar Cartagena, me quedaba en hoteles con prepagos hasta cinco días y me tiraba entre 20 y 30 millones de pesos”, cuenta Wilson.
Pasó de tener un hogar con su esposa y tres hijos, a perderlo todo. “Odiaba el bazuco y a la gente que metía droga en las calles, era muy arrogante, pero allá terminé, tirado en el piso, durmiendo en la calle y metiendo bazuco, esa fue mi perdición”, dice.
Vivió dos años en la zona del Bronx, en la que consideraba su casa. Después de la intervención, no le quedó más remedio que empezar a deambular por las calles. En estos últimos seis años sus hijas lo han internado en centros de rehabilitación, pero vuelve y recae.
“La última vez que estuve en rehabilitación tenía la esperanza de recuperar mi hogar, pero mi mujer se casó con otra persona. Recaí y volví a consumir”, explica Wilson, a quien ahora en las calles lo conocen como Caballo.
Asegura que ha sido habitante de calle varias temporadas y, aunque no pierde la esperanza de algún día poder recuperarse, reconoce que el bazuco y la indigencia le han restado valor e importancia a su vida.
Mayayo y Caballo, dos historias de vida diferentes después del Bronx.