VIOLENCIA
Las escalofriantes amenazas contra los obispos del país
El trabajo humanitario de la Iglesia católica en regiones donde crece la violencia tiene en extremo riesgo a los representantes religiosos. Grupos armados los han declarado objetivo militar, y las amenazas contra sus vidas aumentan.
En la última amenaza que recibió monseñor Rubén Darío Jaramillo, obispo de Buenaventura, le advertían que en la diócesis de esa ciudad pondrían una bomba para acabar con su vida. En otro momento habría sonado descabellado y quizá sería tomado como una idea traída de la ficción; pero, con la nueva dinámica de violencia en las regiones más convulsionadas de Colombia –y en especial en el principal puerto sobre el Pacífico–, esa premisa de muerte es tan verdadera como preocupante.
En Buenaventura, la violencia ha escalado a niveles históricos. La disputa entre reductos de la banda narcoparamilitar La Local ha dejado escenas de película, como una caravana de motorizados armados que en menos de dos horas asesinó a siete personas en diferentes puntos de la ciudad; los 44 combates urbanos seguidos en barrios de bajamar; o la incautación por parte de las autoridades de fusiles y lanzagranadas en plena zona urbana.
Por eso, la nueva amenaza contra monseñor Jaramillo fue un campanazo de alerta que movilizó a la Iglesia católica en Colombia. Catorce obispos del suroccidente viajaron a Buenaventura y desde allí reafirmaron su compromiso con la comunidad, pese a que esa labor los convierte en carne de cañón para los que quieren apoderarse del territorio a sangre y fuego.
La Iglesia, por medio de algunos obispos, le ha puesto el pecho al confinamiento y desplazamiento de comunidades enteras en zonas apartadas donde el Estado no llega ni para tomarse la foto. Los religiosos han levantado su voz de rechazo y ofrecido amparo a los desafortunados. “La opción por las víctimas y los pobres nos hace vulnerables”, dice monseñor Óscar Urbina Ortega, arzobispo de Villavicencio y presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia.
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Buenaventura no ha sido la excepción: monseñor Jaramillo fue uno de los primeros en denunciar la escalada de muerte que inició a mediados del año pasado, alertó sobre el regreso de los descuartizamientos en las llamadas casas de pique, acompañó a la comunidad a manifestarse contra esa nueva violencia, encaró al Gobierno nacional por el abandono histórico y hasta propuso la legalización de la droga para acabar con esa confrontación reciclada que cada día deja más muertos.
“Necesitamos ver resultados pronto del Estado. Un volcamiento hacia estas zonas, porque hay una pobreza inhumana”, dijo monseñor Jaramillo a mediados de 2020, cuando un sicario arrepentido acudió hasta su púlpito para decirle que “poderosos de la ciudad” le habían pagado para asesinarlo. “Sabemos que hay fuerzas oscuras que no quieren que se conozca lo que está pasando en el puerto”, sostuvo esta semana tras el encuentro con los otros obispos de la región.
En la reunión extraordinaria de los obispos en Buenaventura también estaba monseñor Mario de Jesús Álvarez, obispo de Istmina y Tadó, Chocó, quien se atrevió a realizar una misión humanitaria en el Alto Baudó para auxiliar a comunidades enteras de indígenas emberas confinados por enfrentamientos entre el ELN y el Clan del Golfo.
En la Conferencia Episcopal saben que esa labor es riesgosa. Y, de hecho, ha dejado asesinatos como el del beato Jesús Emilio Jaramillo, el obispo de Arauca; y monseñor Isaías Duarte Cancino, arzobispo de Cali. La Iglesia está en una encrucijada que parece enfrentar sola –así como las comunidades que auxilia–. O continúa con su proceso religioso sin inmiscuirse en temas de orden público para no exponer a sus miembros, o sigue adelantando sus misiones humanitarias, sin detenerse en el riesgo físico que esto pueda representar. Todo apunta a que se inclinará por la segunda opción.