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Las heridas abiertas del Palacio de Justicia

Reflexiones sobre la tragedia que partió en dos la historia del país.

Alejandro Santos Rubino
31 de octubre de 2015
La verdad ha sido la otra gran víctima del palacio. Después de tanto tiempo no hay ni verdad judicial, ni verdad política, ni verdad histórica. | Foto: Felipe Caicedo

Hay momentos en la historia de los países en que la sociedad siente que todo se derrumba y la invade un profundo sentimiento de orfandad. Le ocurrió a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 con el ataque a las Torres Gemelas, le ocurrió a Alemania en la Noche de los Cristales Rotos en 1938, y lo sintió Colombia con la Toma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985 (Vea el especial multimedia Palacio de Justicia: 30 años, 30 rostros). Ese día, 35 guerrilleros del M-19 tomaron por asalto la cúpula del poder judicial con el objetivo de hacerle un juicio revolucionario al presidente de la República y de paso dar un golpe propagandístico para subyugar a la Justicia y humillar a las instituciones.

El desenlace no pudo ser más dramático y desolador. Setenta y dos horas después la escena era dantesca: 11 magistrados de las altas cortes asesinados y cerca de 100 cadáveres entre funcionarios judiciales, empleados, militares y guerrilleros yacían en un palacio en ruinas que había ardido durante dos días. Lo que había sucedido era difícil de creer. Frente a los ojos de Colombia y del mundo, a pocos metros del palacio presidencial y del Congreso, el poder judicial había sido masacrado y nuestra democracia había quedado herida de muerte.

Pero el palacio no solo fue un episodio de horror que aún acecha la memoria del país. Fue un síntoma mucho más profundo de una crisis moral e institucional que llevó al estallido de los grandes males que asediaban al país: la degradación de la lucha armada, el exceso de poder de los militares, el creciente poder corruptor de la mafia y la falta de legitimidad del Estado.

El país quedó al desnudo de su propia impotencia. La de la guerrilla que traicionaba su revolución al acudir al terrorismo y la barbarie, inmolando para siempre su supuesta lucha moral y su condición política. La de los militares que con su falta de profesionalismo para hacerle frente a la retoma, y su lógica maquiavélica, terminaron utilizando los peores métodos. La del gobierno que no supo manejar una crisis militar y política que puso a la democracia en un corto paréntesis. Y la de la Justicia, con su incapacidad de investigar qué pasó y quiénes fueron los responsables a pesar de que habían asesinado a sus líderes más queridos y más insignes.

Había quedado a flor de piel la increíble fragilidad del Estado y la urgente necesidad de hacer un nuevo pacto social que cambiara las reglas del juego. Pero antes, el país tenía que tocar fondo. Vendrían los años del narcoterrorismo de Pablo Escobar y los extraditables, y cuatro candidatos presidenciales serían asesinados antes de que llegaran los procesos de paz –incluido el del M-19– y se promulgara la Constitución de 1991.

Si el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 fue el comienzo de lo que los historiadores denominaron la época de La Violencia, el holocausto del Palacio de Justicia en 1985 marcó el comienzo de la guerra con toda su crueldad. La guerra de la guerrilla, la guerra de los narcos y la guerra de los paras. Desde ese momento los colombianos empezaron a sentir la violencia en toda su dimensión: la de las bombas de los carteles, la de los secuestros masivos y campos de concentración de la guerrilla, la de las masacres de los paramilitares y la de los desaparecidos de los agentes del Estado.

El palacio fue la tormenta perfecta que llevó al extremo las tensiones del país que se venían cocinando durante años. No es casualidad que de las 218.000 muertes que ha producido el conflicto armado –según el Centro de Memoria Histórica– cerca del 85 por ciento de ellas ocurrieron después de 1985 o que ese año sea el que la ley ha tomado como referente para empezar a reparar a las víctimas. Ese fue nuestro holocausto. Con su tragedia, su huella y su simbología que nos habla también de la Colombia de los últimos 30 años, con su traumático proceso en busca de un camino hacia la construcción de la Nación.

Hoy, cuando el país está cerca de dar un gran paso hacia la civilidad con la firma de un acuerdo de paz y la reconciliación, el espejo de lo que ocurrió después del palacio debería dejarnos varias lecciones.

La primera tiene que ver con lo que significa la verdad. Han pasado 30 años y se han hecho todo tipo de investigaciones judiciales, se han publicado libros, reportajes, documentales –hasta hubo una Comisión de la Verdad–, pero aun así todavía no sabemos qué pasó realmente. La verdad ha sido la otra gran víctima del palacio. Después de tanto tiempo no hay ni verdad judicial, ni verdad política, ni verdad histórica. Y ese vacío ha impedido cicatrizar esa herida en el alma del país. ¿Seremos capaces de enfrentar la verdad en el posconflicto, siendo esta mucho más compleja y más extendida? El palacio nos enseñó que la verdad es el elemento esencial en la reconciliación.

De la verdad se desprende la memoria. Y aquí existe otro gran desafío: el de cómo un país va a lidiar con su pasado. Porque si el fantasma del palacio sigue acechándonos, el del conflicto armado debe saberse enterrar. La pregunta es cómo lograr que la memoria se convierta en un homenaje de respeto a las víctimas y de sanación de la sociedad, y no en un pretexto para alimentar nuevos odios y venganzas. Porque la memoria tiene que ver con el pasado pero también con el futuro. Es el elemento liberador para poder encarar el porvenir con grandeza y tener el derecho a escribir una nueva historia. Reto nada fácil para una cultura política tan propensa a los maniqueísmos y tan poco dada a la prospectiva. El caso de Sudáfrica nos deja una gran enseñanza: la verdad como un ejercicio de exorcismo colectivo y la capacidad para mirar hacia delante. Más allá de tantos siglos de segregación y de tanta rabia contenida, la consigna para superar el apartheid fue ‘Future First’.

Y, por supuesto, la política, que en el caso del palacio ha sido la gran derrotada. La manera como se han manejado los hilos del poder en estas tres décadas para impedir hacer justicia y ocultar la verdad tiene que dejarnos muchas lecciones si queremos lograr pasar la página de la violencia, que es en esencia un desafío político. Los esfuerzos por cerrar estos difíciles capítulos de nuestra historia no pueden ser producto del compromiso quijotesco de llaneros solitarios en la Justicia, en la sociedad civil o el gobierno de turno, que se extinguen cuando los remueven, los amenazan o los asesinan, sino que deben obedecer a la responsabilidad moral de unas instituciones fuertes al servicio de la sociedad. Y la política, en esencia, se trata de que esto suceda. Y más aún en una Colombia que pretende edificar una nueva arquitectura institucional para el posconflicto.

Al conmemorarse esta semana los 30 años del Palacio de Justicia es indispensable hacerles un reconocimiento a las víctimas y a la larga lucha que han llevado a sus espaldas. Es también momento para reflexionar sobre el valor de la Justicia en un país donde se ha politizado la Justicia y se ha judicializado la política, y cuando la impunidad campea en las calles.

Pero, sobre todo, es momento de abrir un poco los ojos y sacudir la conciencia para entender que lo que hoy tenemos de valores democráticos y de Estado de derecho es gracias a quienes, como los magistrados del palacio, líderes políticos y sociales, defensores de derechos humanos, policías y soldados, periodistas y tantos otros colombianos, han sacrificado sus vidas por las futuras generaciones. Pero estas olvidan demasiado rápido y nuestro país ha sido ingrato con quienes han forjado nuestra historia reciente.

Cualquier turista desprevenido que pase por la plaza de Bolívar jamás se enteraría de que en el palacio ocurrió un holocausto para la Justicia. Ni una llama eterna, ni un monumento. Solo una pequeña placa esquinera inundada de grafitis callejeros. Y tantos ríos de palabras reivindicando la memoria. Qué triste.