Pasadas las ocho de la noche del viernes 18 de agosto de 1989, José Éver Rueda Silva, uno de los hombres que iban a matar a Luis Carlos Galán Sarmiento, se paró ante la tarima de la plaza principal de Soacha. Levantó la pancarta que llevaba consigo con el mensaje al revés: de frente al público y de espaldas a donde caería el candidato. Fue un detalle que no llamó la atención de los cuerpos de seguridad, como tampoco su vestuario de tonos blancos; su sombrero clásico también blanco, de cinta negra similar al de sus cómplices, unos 12 hombres, todos jóvenes y de pelo corto, dispersos entre la multitud de unas 20.000 personas. Estaban en estado de delirio por la inminente presencia de quien se presagiaba iba a cambiar la política en Colombia.
Juan Lozano, entonces su secretario privado, se alarmó al ver tanta gente. “Era un derroche de aguardiente y voladores, un carnaval de ostentaciones”. La abundancia de licor que pasaba de mano en mano contrastaba con la precariedad del esquema de seguridad. Por ejemplo, cuando Galán llegó en un carro blindado al barrio La Despensa, contra todas las recomendaciones lo bajaron y lo subieron a un destartalado camión de estacas al que incluso se treparon varios sicarios, también con pancartas al revés, quienes se mostraban exultantes.
Galán entró a Soacha con un aire de caudillo y de elegancia que contrastaba con la ausencia de iluminación y las nubes de polvo que dejaban a su paso varias motos a cuyos ocupantes nunca nadie requisó.
Acostumbrados a las austeras movilizaciones organizadas por ellos mismos, los galanistas tuvieron un mal presentimiento pues era evidente que alguien había puesto mucha plata para esta. Una paradoja en uno de los municipios más pobres y desordenados del país. A nadie se le habría pasado por la cabeza que quien venía allí, al aire libre, que sonreía a lado y lado y que levantaba confiado la mano para saludar, era el hombre más amenazado del país y también el más estimado. En la mañana de ese viernes se reveló una encuesta de El Tiempo y Reportajes Caracol que le daba una imagen positiva del 81,1 por ciento.
Iba para presidente. “Claro, si la mafia no lo mata”. Eso era lo que se decía de boca en boca en todas las conversaciones. Incluso se hablaba con nombres propios de los autores que ya habían dado la orden de eliminarlo: Pablo Emilio Escobar Gaviria, el Patrón, y José Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano, los miembros más temidos del cartel de Medellín.
‘En la boca del lobo’
Precisamente Galán había estado unos días atrás en esa ciudad, el 4 de agosto, cuando se descubrió un lanzamisiles en la ruta que pensaba tomar para dictar una conferencia de la Universidad de Antioquia. El coronel Valdemar Franklin Quintero, responsable de la Policía en ese departamento, hizo el hallazgo y él mismo lo llevó hasta el aeropuerto Olaya Herrera para sacarlo de allí. En el camino ambos hablaron de no rendirse ante los barones de la droga. Por aquellos días varios testigos corroboraron que a pesar de la tensión natural de ese encuentro fortuito, ambos se mostraron cordiales y optimistas y prometieron no dar un paso atrás en la defensa de sus ideales.
“¿Cómo es ese cuento de que usted no tiene escolta?” le preguntó Galán. “No puedo exponer la vida de otras personas para proteger la mía”, le respondió el oficial. Y así fue. A las 6 y 18 de la mañana, también de aquel viernes 18 de agosto, fue asesinado con extrema sevicia. El oficial, que en su larga lucha contra los narcos obtuvo 26 condecoraciones y 54 felicitaciones por su valor, recibió 154 disparos en una calle de Medellín. Murió solo e indefenso.
Fue una de las miles de víctimas de aquellos tiempos aciagos. Cada mañana, los colombianos se levantaban con un rosario de muertes tan largo que al momento de irse a la cama ya habían perdido la cuenta. Por eso, sorprendió ver el arribo de Galán a Soacha en aquel camión saludando casi con inocencia. Tampoco se le vio angustiado cuando lo bajaron del camión y se fue caminando hacia la tarima en donde Rueda Silva se mantenía impávido y con su desafiante mirada de hielo en medio del bullicio, la algarabía y el sonido de la pólvora que estallaba en el aire. A pesar de que en la plaza hay una tarima de cemento, a alguien se le ocurrió que era mejor hacer una de madera para que Galán pronunciara su discurso. Fue una decisión determinante porque varios de los asesinos se emplazaron debajo de la improvisada estructura de tubos y tablas de madera. A las 8 y 45 de la noche se oyeron las primeras ráfagas de varias metralletas. Los autores del magnicidio llevaban una Atlanta calibre 9 milímetros, una Ingram y una MP-5, entre otras. Jaime Eduardo, hermano de José Éver, disparó tras un santo y seña tan simple como efectivo: cuando el candidato se subiera a la tarima y levantara los brazos para saludar. Sabía que en ese momento Galán quedaba más vulnerable, pues, ante ese gesto de afecto, el chaleco antibalas se subía y dejaba sin protección su abdomen.
“¿Qué pasó?, ¿Qué pasó?”
Hacia allí se dirigieron los disparos. Una bala le estalló la aorta abdominal infrarrenal, lo que casi de inmediato le produjo un paro cardiorrespiratorio. Uno de los escoltas se le tiró encima, mientras otros lo bajaron de prisa en medio de la gritería, el sonido de los disparos y la inmovilidad de Rueda Silva, que, imperturbable, observaba todo. Chucho Calderón, el camarógrafo personal de Galán, pudo verlo bañado en sangre y presintió su fatal destino por la mirada: “Tenía los ojos blancos, como si ya hubiera muerto”. Corrieron hacia el carro blindado que le había conseguido su jefe de debate, César Gaviria Trujillo. Nadie sabe por qué en esos instantes no se fueron para el Hospital de Soacha, a la vuelta de la esquina, exactamente a 200 metros del sitio del atentado, sino que se abrieron paso por el caótico tráfico en dirección a Bosa, por una vía atestada, polvorienta y mal señalizada.
Gabriel García Márquez habría de contar que no existía en los alrededores de Bogotá un sitio más triste para matarlo a uno y que esa acción sería el error más grande de los narcos: “Con hechos como este harán de Colombia un país abominable en donde ustedes mismos no podrán vivir, ni sus hijos, ni sus nietos”, les dijo a los mafiosos a la medianoche de ese viernes a través de un periodista que le preguntó su impresión del crimen.
“Aguante jefe, aguante que ya llegamos, no se nos vaya a morir”, le imploraba Juan Lozano. A las 8 y 55, Galán fue ingresado por sus escoltas al servicio de urgencias del Hospital de Bosa. Mientras lo entubaban, le daban un masaje cardíaco y ventilación asistida, las emisoras entregaban extras de la estremecedora noticia. El presidente Virgilio Barco convocó de urgencia un consejo de seguridad y allí a la Casa de Nariño fueron llegando, uno a uno, los ministros del despacho, mientras en las calles la gente se echaba a llorar.
Precisamente el día anterior la señora María Luisa Valenzuela de Valencia había expulsado a algunos de esos ministros del funeral de su esposo, el magistrado Carlos Ernesto Valencia. El jurista fue atacado en el corazón de la capital, calle 13 con carrera 17, tras anunciar que iba a meter a la cárcel a los capos Escobar y Gacha porque tenía pruebas suficientes de su participación en los crímenes del líder de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal, y del director de El Espectador, Guillermo Cano. Esos mismos ministros ahora buscaban afanosamente medidas para frenar ese chorro de sangre que en cuestión de horas había alcanzado al más valiente de los jueces, el más aguerrido de los policías y ahora el más ideal de los políticos.
Los hermanos Rueda Silva soltaron las armas y las pancartas y salieron huyendo hacia Melgar, aunque se oyeron disparos durante ocho minutos más. Mientras tanto, los periódicos cambiaban la primera plana que daba cuenta del entierro del magistrado Valencia y del asesinato del coronel Quintero. Había que reemplazarla por el atentado a Galán.
Los médicos del Hospital de Bosa entendieron que el paciente se les iba a morir porque no tenían los equipos para tratarlo, por lo que pidieron llevarlo a la Clínica San Rafael. A las 9 y 25, la ambulancia trataba de abrirse paso en una frenética carrera para trasladarlo al Hospital de Kennedy, más cerca y con todo listo para recibirlo. Sus puertas se abrieron con violencia. Algunos de los escoltas de Galán se quedaron fuera del edificio, unos cayeron de rodillas en el andén. Un hombre de un rango mayor llegó a exigir respuestas de inmediato: “¿Qué pasó? ¿Qué pasó?”, gritaba. Uno de ellos, sollozante, respondió: “Las pancartas, las pancartas, los hombres de las pancartas nos taparon la visibilidad”. Entonces alguien cayó en la cuenta de preguntar quién era ese hombre de vestuario de tonos blancos, vistoso sombrero de cinta negra que se mantuvo firme durante la acción. Mientras unos se derrumbaban, centenares de anónimos ciudadanos llegaban al hospital para donar sangre O negativo, el tipo de Galán. A las diez de la noche, la caravana que traía a doña Gloria Pachón de Galán entró al Hospital de Kennedy. “Lo siento mucho, lo siento mucho”, le dijo el médico que la recibió.
* Periodista