LEY DE VÍCTIMAS
Ley de Víctimas: un paso histórico
Santos se juega su puesto en la historia con la ambiciosa ley de víctimas. Es un sueño muy difícil de cumplir, pero el solo hecho de tratar cambiará la dinámica del conflicto interno.
Así como la crueldad de una guerra se puede medir en la cantidad de personas que la sufren, el grado de humanidad a la que llega una sociedad se puede medir en su generosidad con las víctimas. Por eso, así como el conflicto en Colombia ha dejado tras de sí una estela de sangre, especialmente en el campo, la ley de víctimas que acaba de aprobar el Congreso es una señal del proceso de maduración de la democracia colombiana y de que la agenda del país avanza en el sentido correcto.
Desde septiembre del año pasado, el presidente Juan Manuel Santos puso de presente el valor histórico de esta ley, cuando radicó el proyecto. "Si esta ley se aprueba, habrá valido la pena ser presidente", dijo. Y esta semana, tanto él como los congresistas que se empeñaron en sacarla adelante, especialmente Juan Fernando Cristo, Guillermo Rivera, Roy Barreras, Iván Cepeda y Armando Benedetti, dejaron una huella en la historia del conflicto colombiano. A simple vista resulta paradójico que Juan Manuel Santos haya convertido a las víctimas en el corazón de su proyecto político. Santos proviene de una burguesía urbana capitalina y las víctimas son en su mayoría campesinos pobres, despojados de tierras en zonas periféricas del país. Santos tampoco había sido un abanderado de las causas de los desposeídos, sino un representante del establecimiento y casi un símbolo del statu quo. Más aún, en los últimos años de su carrera política se había alineado con una derecha conservadora del país, en cabeza de Álvaro Uribe Vélez, que encarna los intereses de sectores latifundistas y simboliza la mano dura contra los violentos.
Al jugarse todo por esta ley, Santos retoma la agenda liberal que el país ha visto truncada en tantas ocasiones. Se inscribe en la tradición de 'La revolución en marcha', de Alfonso López Pumarejo, y del programa reformista de Carlos Lleras Restrepo, que buscaron resolver los conflictos del país con iniciativas de inclusión social y desarrollo, más que en la visión que privilegia la estrategia militar como el adalid para pacificar los territorios.
Al retomar banderas liberales, Santos fortalece el centro político, se aleja ideológicamente del expresidente Uribe y, luego de ganarle el pulso en el Congreso, le da un golpe político mortal a la doctrina uribista más ortodoxa. La importancia de esta ley ha sido reconocida como histórica por sectores tan disímiles como los que representan José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán, y Gustavo Gallón, director de la Comisión Colombiana de Juristas, coincidencia que revela el grado de consenso que hay tras ella.
Al final del debate, las dos posiciones más extremas del espectro ideológico han terminado coincidiendo en contra de la ley: los sectores más radicales del Polo Democrático, que la consideran mezquina, y los sectores del uribismo purasangre, que la consideran una traición a la seguridad democrática. Pero la mayoría del país, así como la comunidad internacional, han encontrado que la ley, aunque lejos de ser perfecta, es un gran avance para detener la espiral de violencia. Tanto que posiblemente Santos la sancione durante la visita que hará en junio al país el secretario de la Organización de Naciones Unidas, Ban ki-Moon.
La ley de víctimas le apunta al corazón del conflicto en dos aspectos. El primero, reconoce el sufrimiento humano en la guerra, que es un deber ético inaplazable y que redunda en una mayor legitimidad del Estado. Y en segundo lugar, ubica la tierra como el eje principal de la reparación, lo que significa reconocer que allí, en la tierra, está el centro de gravedad del conflicto armado que ha vivido Colombia durante el último medio siglo. Los dos millones de hectáreas de tierras usurpadas a sangre y plomo se convirtieron en un botín de guerra y en una fuente de poder político local; y los cuatro millones de hectáreas abandonadas por el conflicto, en un catalizador de la pobreza y en un obstáculo para modernizar al país.
La ley es también una manera de incluir en el proyecto de nación a ciudadanos y comunidades que por décadas han vivido en la periferia del poder y del progreso, en una especie de lejano oeste donde ha imperado la ley del más fuerte. En ese sentido, su aplicación es una oportunidad para que el Estado vaya allí a donde nunca ha hecho presencia y para recuperar de manos de las mafias las instituciones que han sido capturadas por ellas.
Si se mira la experiencia internacional, además, se podrá comprender que la ley de víctimas que acaba de aprobar el Congreso es una de las más ambiciosas del mundo. Tanto en el número de víctimas que pretende reparar -cerca de cuatro millones- como en las implicaciones institucionales que tendrá y el hecho de que se trate de aplicar cuando aún persiste el conflicto.
Pero reconocer el carácter histórico de la ley y su profundo significado político no quiere decir que su aplicación vaya a ser fácil. Todo lo contrario, los retos que se vislumbran son inmensos y sus alcances, limitados.
Para empezar, la ley de víctimas no es una reforma agraria, como piensan algunos. La restitución de tierras, las garantías para el retorno de los desplazados al campo y la legalización de la histórica informalidad de los títulos de propiedad, si se logran, transformarán el campo en algo distinto al teatro de guerra que ha sido hasta ahora. Pero eso no quiere decir que profundos problemas como la desigualda en la distribución de la tierra o su productividad estén resueltos.
Por otro lado, hay que considerar que el mapa de la restitución de la tierra coincide con el de la violencia política y criminal, ensañada especialmente contra las personas que reclaman sus parcelas. Basta ver la cantidad de líderes asesinados en los últimos años en Urabá, Córdoba y Montes de María. Mientras el gobierno no logre mayores éxitos en su ofensiva contra las bandas criminales (bacrim) y sus redes políticas, la implementación de la ley estará amenazada, como lo ha estado todo el proceso de reparación en los años recientes.
Porque si bien en muchas regiones la gente está retornando y la economía y la inversión empiezan a florecer, en otras subsisten poderes ilegales de facto que tienen subyugada a la autoridad y sobornadas a las instituciones regionales. En muchísimos casos, la tierra está en manos de testaferros de narcotraficantes o paramilitares que ni con la Ley de Justicia y Paz ha sido posible detener. Más que ajustes, en muchos municipios se van a requerir verdaderos remezones políticos si se quiere que la ley sea una realidad más allá de la nobleza del papel.
El costo de la reparación es otro desafío. La ley está condicionada a la viabilidad fiscal, la cual depende en buena medida de la voluntad política del gobierno. Pero existen contingencias inesperadas que pueden poner en juego esa voluntad. Un buen ejemplo es que el propio Santos ha tenido que enfrentar una emergencia invernal, con ribetes de catástrofe, y sacrificar otras de sus prioridades para atender a los damnificados.
No obstante lo costosa que puede resultar, la ley de víctimas apenas cumple con los mínimos exigidos. No reparar significaría en el largo plazo un costo económico mayor dado que la reparación se haría por vía judicial o administrativa, arrastrando consigo un gran desgaste institucional y de legitimidad para los próximos gobiernos.
En un país que cada día amanece con un nuevo escándalo de corrupción peor que el del día anterior, el desafío es que todo este sistema de reparación se construya con estándares de transparencia. La participación de las víctimas en todas las instancias es crucial y que se involucren tanto las organizaciones de la sociedad civil y la comunidad internacional como veedores del proceso.
Colombia es un país que suele pensar que las leyes lo resuelven todo. Por eso no se puede caer en la tentación de creer que con la ley de víctimas se ha llegado a la meta. Por el contrario, la carrera de obstáculos apenas comienza, y el primero de todos es la magnitud de las expectativas que se han creado.
Pero si por un momento si se deja de lado la dosis necesaria de escepticismo sobre lo que se viene en la aplicación de la ley, la sociedad colombiana tiene un instrumento que puede cambiar la visión de la guerra al poner a las víctimas como protagonistas del posconflicto. Pero no va a ser nada fácil y el camino estará colmado de frustraciones. De quienes esperaban mucho de ella y de quienes no quieren que nada cambie. Pero más allá de su impacto limitado y de la rabia y la frustración que se sentirán en muchos sectores, es un gran paso hacia la reconciliación del país. Más allá de si esta ley es un punto de ruptura o no, o de su verdadero poder transformador, Juan Manuel Santos se puede abrir un lugar en la historia de Colombia solo por haberlo intentado.