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“Nada se le nota más a un periodista que sus prejuicios”: Roberto Pombo

Llega el libro ‘El tiempo por cárcel’, que contiene conversaciones de Juan Esteban Constaín con Roberto Pombo. En este fragmento, el director del diario ‘El Tiempo’ critica el ejercicio del periodismo en el país.

9 de abril de 2016
Roberto Pombo y Juan Esteban Constaín. | Foto: Néstor Gómez

Pero eso es algo que mucha de la gente que lo critica a usted, como periodista, dice siempre, ¿no? Que usted es excesivamente moderado y hasta tibio, por no decir que institucional, obsecuente con el establecimiento y con la realidad…

Y es cierto, yo mismo se lo acabo de decir. Lo que pasa es que la realidad —eso que usted está llamando así— es algo tan complejo, que siempre es más fácil juzgar que entender; siempre es más cómodo tomar partido que adentrarse en las causas de todo lo que ocurre. Gabo decía que en Colombia no hay opinión pública sino hinchas, y esa es la manera en que aquí nos aproximamos a todos nuestros problemas: desde todas las orillas, pero cada quien aferrado con furia a su manera particular y excluyente de ver las cosas, asumiendo siempre que esa es no solo la mejor sino incluso la única que hay, y despreciando la de los demás por ese solo hecho, porque es la de los otros, la ajena. Y eso se trasladó al periodismo de la peor forma, porque llega un punto en el que aun el ejercicio más riguroso y más serio empieza a asumir un aire de superioridad moral y un espíritu inquisitorial que nubla la posibilidad de entender de verdad las cosas, por claras y evidentes que parezcan, por obvias que sean. Es muy fácil ser el dueño absoluto de la verdad —y repito: aun si uno sí la está diciendo; aun con todo el rigor del mundo—, pero todo al final tiene tantas causas y tantos matices que el periodista, sin tener que justificar nada, ni más faltaba, también está en la obligación de comprender y no solo de juzgar, y eso implica, creo yo, una actitud que a veces puede parecer tibia o compasiva u obsecuente, pero que pasa por reconocer al menos la complejidad de los demás y de todos los comportamientos humanos. Es que es una obviedad tan grande que me da hasta pena decirla. No hay nada peor que esa gente que no conoce la duda; no hay nada que se le note más a un periodista que sus prejuicios y su desprecio a la hora de ocuparse de sus temas. Que es lo que me decía Enrique Santos Castillo cuando llegué a El Tiempo: si uno desprecia la política, como periodista, pues eso se nota. Y resulta que al final no hay nada más estúpido que presumir la estupidez de los demás; no hay nada más tonto que creer que los demás son tontos, porque tonto no es nadie. Eso es algo que yo aprendí en el periodismo hace mucho tiempo: que cuando uno cree que los demás son idiotas, el idiota es uno. Por clara y rotunda que parezca la ecuación; pero no le quepa duda: el imbécil es uno cuando va por el mundo creyendo que los imbéciles son los demás. Entonces qué: ¿que yo soy un tibio y un moderado y un conciliador? Pues sí, en muchos aspectos y con respecto a muchas cosas, sí lo soy. Pero además lo soy por convicción, y no, como debe pensar mucha gente, por una perversa cooptación en la que me dedico solo a echarle cepillo al establecimiento. No. Pero tampoco me siento obligado a creer que todo está mal y que todo lo que hacen los gobiernos es corrupto y retorcido; yo no creo eso, qué hago. Esa es otra terrible tradición del periodismo colombiano —de un cierto periodismo colombiano—: la de una lectura muy facilista de las cosas, según la cual todo nace de una intención perversa y conspirativa y truculenta, todo. Y seguro hay errores, seguro hay corrupción, claro que sí; por montones, y el compromiso del periodismo debe ser, justamente, el de la verdad, ahí está el detalle. Pero cobijarlo todo bajo esa idea es también injusto, e impide, como decía antes, entender de verdad lo que ocurre. Pero la verdad de verdad, ese es el tema.

Yo tengo, por ejemplo, una actitud que es en general de solidaridad o de compasión o de comprensión, no sé ni cómo llamarla, con los gobiernos colombianos. Con todos. Y sé que en mi gremio esa es una postura muy mal vista y muy poco popular y glamurosa, asociada casi con la abyección. Pero pienso así no porque nadie me esté mandando ni pagando ni porque esté al servicio de intereses retorcidos y venales y oscuros, no. Pienso así de verdad, de buena fe, porque creo que gobernar este país tiene que ser muy difícil y todos esos señores que han llegado allí, con sus defectos y sus errores, con sus metidas de pata, con todo lo malo que puedan ser todos ellos, han hecho lo que han podido y sé que su posición tiene que ser muy triste y muy solitaria: la de la incomprensión; la de quienes arrastran la culpa de todo lo malo que ocurre aquí, porque entre otras cosas esa es también la función y la razón de ser de un presidente de la república: la de la responsabilidad por todo lo que pasa bajo su mando, sea cierta o no. Así que yo trato de entender eso y por principio trato de dimensionar por lo menos el tamaño de las dificultades que debe de tener en sus manos, todos los días, un tipo que es presidente de un país como Colombia; o como cualquiera. Pero habrá quien suponga que yo soy un vendido, porque además aquí también tenemos esa costumbre —de hinchas, justamente— de despreciar porque sí a quienes no comparten nuestros métodos y nuestras ideas. Entonces hay quienes creen que el buen periodismo, el puro, el investigativo, solo se puede hacer de una sola manera: la suya. Lo que hacemos los demás es en cambio una concesión con el sistema: un acto de sometimiento, en el mejor de los casos, o de lambonería, en el peor de ellos. Mire lo que me pasa a mí en El Tiempo todo el tiempo, valga la redundancia, aunque quizás ya le había hablado de esto: el equipo periodístico que hay allí es de primer nivel, con una gente absolutamente comprometida con los valores más altos de su trabajo, con el rigor y la verdad y la precisión y todo lo que exige el periodismo de hoy —de hoy y siempre, pero hoy más—. Y en El Tiempo se hacen investigaciones y denuncias durísimas todos los días, a veces más que en los otros medios, contra toda clase de instituciones, muchas de ellas del gobierno, la mayoría del gobierno. Sin embargo hay quienes creen lo contrario: que nosotros tapamos la verdad y estamos al servicio del régimen por cuenta de una conspiración maquiavélica para mantener al pueblo colombiano en la ignorancia. Lo cual no es cierto; simplemente no es cierto. Lo que pasa es que yo, como periodista, he creído siempre eso que acabo de decir, y es que no es serio tener posturas radicales que pueden ser las que más rating generen o las que más le gusten a la gente, pero que no son las que mejor se aproximan a la verdad; eso sí me da mucha pena, pero no. Y como director del periódico creo que el rigor consiste también en eso: en tratar de ser ecuánimes y responsables, además de veraces y objetivos y certeros y todo lo que se da por descontado.

Para que vea cómo son las cosas: yo al final le acepté la columna de Semana a Felipe López y ahí me pasó algo que muestra muy bien lo que estoy diciendo: al poco tiempo de empezar a escribir —en septiembre de 1993—, estalló el escándalo del Proceso 8.000; casi nueve meses después. Y yo lo que hacía era analizar ese tema a la luz de lo que iba pasando y con las evidencias que saltaban a los periódicos y a los noticieros todos los días, sin tregua. Pues resultó que los enemigos de Samper, los ‘conspis’, me odiaban por samperista y dizque por defender al gobierno, y los samperistas me odiaban por conspirador y por no estar con el presidente en la crisis. Quizás ese sea el precio que tenga que pagar quien es moderado y quien busca entender las cosas de verdad sin aferrarse solo a sus prejuicios; y es un precio muy alto por pagar, pero del cual no me arrepiento en absoluto.