Cuando Santos asumió el poder había menos de 50.000 hectáreas sembradas de coca, y ahora superan las 200.000. Ese factor puso negativamente los ojos de la comunidad internacional en Colombia.

POLÍTICA

Los lunares del gobierno de Santos

La pobre implementación de los acuerdos con las Farc, el auge de los cultivos de coca y la mermelada en las relaciones con el Congreso proyectaron las principales sombras sobre el gobierno que termina.

4 de agosto de 2018

Todos los temas de gobierno reciben miradas distintas. Los presidentes y sus colaboradores maximizan los aspectos positivos y la oposición siempre encuentra una mirada negativa. La imagen del vaso medio lleno o medio vacío es una realidad en el debate político y casi nunca es posible encontrar consensos sobre lo positivo y lo negativo en una gestión.

Sin embargo, los ocho años de Juan Manuel Santos dejaron tres lunares que todo el mundo reconoce como fracasos. No solo en la oposición, sino incluso en los partidos y fuerzas que acompañaron al mandatario: el fuerte crecimiento de cultivos ilícitos, el auge de la mermelada en las relaciones entre la presidencia y el Congreso y la deficiente implementación de los acuerdos de paz con las Farc.

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El auge de la coca

El propio presidente Juan Manuel Santos, en una entrevista reciente con El País de España, aceptó que su gobierno tiene responsabilidad en el aumento del número de hectáreas sembradas de coca, que supera las 200.000, después de que antes de su llegada al poder estaban por debajo de 50.000. Un hecho grave, en la medida en que vuelve a centrar los ojos de la comunidad internacional sobre Colombia en su calidad de principal productor y exportador de coca del mundo. Y peor aún después de la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, quien no solo está resucitando todos los discursos posibles de mano dura, sino que además tiene a su lado los más reconocidos halcones de los gobiernos republicanos de Ronald Reagan y los dos Bush.

Casi nada se le hundió en el Congreso: su agenda legislativa prosperó en gran parte gracias al cambio de cuotas presupuestarias y burocráticas, conocidas como ‘mermelada’. Los grandes beneficiados fueron los partidos de la Unidad Nacional.

La disparada de la coca en la era santista tiene varias explicaciones. La principal de ellas es que está asociada a los acuerdos de paz con las Farc. En la agenda de La Habana, el narcotráfico fue introducido por el gobierno –y aceptado con reticencias por la guerrilla– bajo el supuesto de que el conflicto interno se había alimentado con el dinero de las drogas y de que las Farc –aunque es motivo de debate en qué cantidad y de qué maneras– habían formado parte de la cadena de producción y distribución de cocaína. Según el propio Santos, haber incluido en los acuerdos para terminar la guerra algunos planes y programas para combatir la siembra de hoja de coca, terminó por tener algunos efectos secundarios contraproducentes. En ellos se establecieron incentivos para las familias de cocaleros que dejaran esa actividad a cambio de beneficios del Estado, lo que condujo a miles de campesinos a sembrar coca con miras a reclamar, en el futuro, contraprestaciones por dejarla.

Después de los acuerdos de La Habana, bajo la convicción gubernamental de que era más factible combatir las drogas en ausencia del conflicto, el gobierno rediseñó la política contra la coca con dos componentes: la erradicación voluntaria, a cambio de dádivas gubernamentales, y la forzada, en manos de los militares. Las cifras, sin embargo, ponen en duda la efectividad de la nueva aproximación y han generado peligrosas expresiones de inconformidad en Estados Unidos, tanto en el gobierno como en el Congreso.

Al gobierno Santos le señalan otras razones que lo responsabilizan por el auge de la hoja de coca. En particular, haber suspendido las fumigaciones aéreas con glifosato. La relación entre los dos fenómenos –aumento de cultivos y disminución de aspersión– es real, a pesar de que el gobierno tenía razones válidas para cambiar de política. La primera, que la Organización Mundial de la Salud (OMS) se pronunció en contra del glifosato por los daños que le causa a la salud. Además, Ecuador demandó a Colombia ante la corte de La Haya por los perjuicios causados por esa sustancia en ese lado de la frontera. La propia Corte Constitucional de Colombia profirió un fallo en contra del uso de ese herbicida. De cualquier manera, el cambio de la política –y la suspensión de la fumigación aérea– facilitó el vertiginoso crecimiento de la coca en el país. Y el crítico panorama interno y sus repercusiones externas son uno de los desafíos más complejos que encontrará el gobierno de Iván Duque, sobre todo en materia de seguridad.

La mermelada

Al gobierno de Juan Manuel Santos se le fue la mano en la práctica de amarrar apoyos en el Congreso para sus iniciativas, a cambio de cuotas presupuestarias y burocráticas. Es decir, de asegurar el voto de los senadores y representantes de los partidos de la Unidad Nacional –La U, Cambio Radical, liberales y conservadores– con pagos en puestos y partidas para proyectos en las regiones de donde provienen los congresistas. La práctica ha existido siempre y no es ajena en todas las democracias. Pero no había llegado tan lejos.

El propio Santos, en entrevista para esta edición de SEMANA, afirma que la Unidad Nacional funcionó en el Congreso y le permitió aprobar su agenda legislativa. Casi nada se le hundió, incluyendo tres reformas tributarias; el complejo paquete de cambios constitucionales y leyes para implementar la paz; y las leyes de tierras y de víctimas.

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Pero los congresistas casi nunca actúan por convicción. Se volvió común, en los medios, que se supiera que el apoyo de determinada bancada tenía contraprestaciones en el nombramiento de algún ministro, funcionario de segundo nivel o director de alguna institución. Hasta se perdió el recelo con el que estos pactos se hacían en el pasado. Hubo dos razones para explicarlo. La primera es que la elección de Santos, en 2010, tuvo el aval de su partido, La U, mientras que los liberales y Cambio Radical habían llevado aspirantes propios para la primera vuelta. Amarrar la coalición de gobierno junto con el Partido Conservador requirió de lo que a la postre vino a conocerse como mermelada.

La cultura de la mermelada exacerbó el clientelismo. Las mayorías de la Unidad Nacional operaron solo a cambio de prebendas, con un costo elevado sobre la imagen del Congreso, de los partidos y de la política. La imagen de las instituciones representativas, según las encuestas disponibles, llegaron a los puntos más bajos en muchos años. Santos era consciente del riesgo, pero apeló a la mermelada cuando se vio contra las cuerdas por la inusitada vehemencia de la oposición política del uribismo, que lo derrotó en el terreno de la opinión pública. Mientras el expresidente mantuvo sus índices de popularidad, lideró la victoria del No en el plebiscito y construyó la candidatura de Iván Duque para las presidenciales, Santos salvó sus iniciativas en el Congreso –o casi todas–, pero pagó un alto precio en términos del prestigio.

A Santos le faltó asumir en la implementación el liderazgo que tuvo en la mesa de los acuerdos. ‘Ad portas’ de su salida muchas cosas referentes al tema quedan inconclusas.

La implementación de la paz

La administración Santos se caracteriza por una paradoja: su mayor logro es la paz, pero su peor falla es la implementación de los acuerdos firmados con la guerrilla. Con todo y que los pactos de La Habana y del Teatro Colón dividieron a los colombianos, la ejecución de lo pactado fue deficiente y errática. A pesar de que el mandatario creó una Consejería para el Posconflicto mucho antes de la firma entre Santos y Timochenko en el Colón, las instituciones gubernamentales demostraron rápidamente que no estaban preparadas. Solo unas semanas después, las zonas donde se concentraron los guerrilleros de las Farc no tenían las condiciones de infraestructura necesarias ni los recursos mínimos para asegurar su funcionamiento. Y ese primer paso en falso ya mostró que el gobierno no estaba preparado para pasar de la rúbrica en el papel al cumplimiento de lo pactado en hechos reales.

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Las Naciones Unidas, organización que verifica el cumplimiento de lo pactado desde su máxima instancia –el Consejo de Seguridad–, han reiterado que el ritmo de implementación es demasiado lento. Como si eso fuera poco, la realidad política que quedó después del triunfo del No en el plebiscito se convirtió en terreno estéril para la aprobación de las reformas constitucionales y proyectos de ley que convertían en normas formales los acuerdos políticos. Los puntos de la agenda relacionados con el desarrollo rural y la reforma política nunca llegaron al Capitolio. La polarización entre el gobierno y la oposición se profundizó, y algunos de los aliados de la paz, durante la etapa de la negociación, se pasaron a las filas de la indiferencia camuflada o de la oposición abierta.

Al presidente Santos le faltó asumir en la implementación el liderazgo que tuvo en la mesa. Después del triunfo del No y de la embestida de la oposición contra la paz negociada, su estilo macrogerencial no ayudó a empujar la paquidermia del Estado al implementar los acuerdos. Por momentos pareció que la firma del Teatro Colón, para el mandatario, era el punto final, más que el complejo trabajo que venía después y que sería tan determinante, para construir la paz, como los acuerdos mismos.