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Acusado y absuelto: ahora López Bula solo pide garantías para aspirar a la Alcaldía de Apartadó

Hace más de veinte año tuvo que abandonar el país después de ser víctima de un montaje judicial en el que lo acusaban de ser actor intelectual de la masacre de La Chinita. Ha regresado a Apartadó y aspira a ser alcalde, pero ya sabe que quieren intimidarlo. Esta es su historia.

4 de julio de 2019
López Bula tiene 59 años y aspira a ser alcalde de Apartadó por segunda vez. Fue víctima de una montaje judicial. | Foto: Sergio Ríos Mena

En la madrugada del 23 de enero de 1994 se acaloraba una verbena popular en el barrio La Chinita, de Apartadó. Rufina González, una vecina reconocida había organizado la fiesta para reunir dinero y pagarles el estudio a sus hijos. A la 1:30 de la mañana, cuando la multitud se agolpaba en la calle sonó una balacera que esparció a la gente. No se escucharon tiros secos y de eco breve, característico de armas cortas, sonaron ráfagas, disparos tras disparos, todos veloces y la casa de González se llenó rápidamente mientras afuera la luz de la pólvora iluminaba la noche como un sol devastador.  

Digna González, hija de Rufina, le dijo a Verdadabierta.com hace unos años: “A mí no me dio tiempo de correr porque la gente no dejó, entonces me fui bajando porque esto se iluminó, todos los orificios de esta casita de tablitas estaban iluminados de la balacera que había afuera”. Todas las casas de La Chinita eran de madera, tablas que sus pobladores habían juntado para hacer un hogar. Muchas de esas casas quedaron maltrechas, hechas pedazos. Después de la balacera, que no duró mucho, 35 cuerpos quedaron tendidos en el piso. Los guerrilleros del quinto frente de las Farc huyeron, no dejaron rastro.

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Esa noche José Antonio López Bula dormía en su casa de Apartadó, cuidaba el sueño plácido de su primer hijo que aún no tenía un año de edad. López Bula se encontraba en una campaña política para llegar a la Cámara de Representantes por el partido Unión Patriótica (UP), por el que había sido alcalde del municipio entre 1990 y 1993. Su gestión había sido exitosa: construyó el terminal transporte, la plaza de mercado, el parque La Martina, el coliseo polideportivo Antonio Roldán, normalizó barrios de invasión, puso en marcha el programa de aseo urbano que incluía la recolección de basuras y su disposición final en un relleno sanitario y llevó profesores a todas las escuelas rurales. Con poco más de treinta años se había convertido en un líder político sólido en la región.

Veinticuatro días después de la masacre, López Bula fue capturado por una Fiscalía que tenía la orden de dar resultados a como diera lugar, el hecho no podía quedar impune. Para la fecha, el diario El Tiempo publicó: “A doce ascendió ayer el número de personas detenidas en la región de Urabá (Antioquia), por orden de la Unidad Especial de la Fiscalía General de la Nación, como consecuencia de la investigación de la masacre de 35 personas en el barrio La Chinita de Apartadó. El múltiple crimen ocurrió el 23 de enero pasado. Ayer se esperaba el traslado a Bogotá del alcalde de Apartadó, Nelson Campo Núñez; del exalcalde y candidato a la Cámara de Representantes José Antonio López Bula, y del dirigente de acción comunal Naún Orrego Suaza, detenidos por este caso el pasado lunes”. Todos eran militantes de la UP, todos resultaron inocentes con el pasar de los años.

José Antonio López Bula tiene 59 años de edad. Mide cerca de un metro con ochenta centímetros y tiene manos grandes que abre y cierra mientras habla. Su acento es cantarino gracias a su ascendencia costeña. Es egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia. Es una tarde de junio de 2019 y en una cafetería de Apartadó pide un expreso doble.

—Estuve cinco años en la cárcel por un crimen que no cometí. Ahora quiero garantías.

En la imputación de cargos la Fiscalía presentó treinta testigos en contra de López Bula. Y la mayor prueba era simple: aseguraban que había estado en una reunión clandestina el 28 de 1993 con guerrilleros de las Farc, reunión en la que se había planeado la masacre. Pero ese día López Bula no estaba en Apartadó, había ingresado con su esposa a la Clínica Las Américas de Medellín, ella atravesaba el duro trabajo de parto de su primer hijo. Ese día nació el niño y todo quedó grabado para el recuerdo en una cámara casera que la familia había comprado. López Bula pago ese mismo día la cuenta de la clínica con su tarjeta de crédito, firmó el recibo, luego se regocijó en el abrazo de su primogénito. Aunque la acusación era burda y no se sostenía, la justicia se demoró para dictaminar su inocencia.  

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—Hubo pruebas o testimonios que no aparecieron en el expediente sino hasta el final, muy raro todo. Sin embargo, cuatro años después el juez sin rostro que conoció del expediente en la etapa a de juzgamiento encontró que no había pruebas para condenarme y dictó sentencia absolutoria. Esa sentencia absolutoria de primera instancia no fue apelada ni por la Procuraduría ni por la Fiscalía que antes me habían acusado, y aun así debí permanecer durante un año más en la cárcel porque la ley señalaba que aun en esos casos el acusado debía permanecer preso hasta que el Tribunal Nacional —que por entonces existía— ratificara la sentencia. A los cinco años recuperé mi libertad —López Bula toma el expreso y habla con soltura, sin asomos de rencor pero precavido porque nunca se sabe quién está escuchando, porque al café han llegado hombres de la política local.

Salió de la cárcel y le ofrecieron trabajar en un programa de consultoría que tenía la ONU en República Dominicana. Aceptó de inmediato. Solía viajar a Medellín con alguna frecuencia, visitaba a su familia y regresaba. Procuraba no tener contacto con el mundo y la política. Prefería el anonimato. Nadie tenía su teléfono, nadie sabía su dirección local. Pero en uno de sus regresos el teléfono de la casa empezó a sonar con insistencia, hasta que en una de tantas veces se animaron y hablaron: lo amenazaron de muerte. Tenía que irse y no regresar jamás.

Pidió asilo en Suiza. Se lo dieron. Aprendió el idioma con su esposa y vio a sus hijos crecer en tierra de otra lengua. Estudió dos maestrías: una en desarrollo y otra en política social. Consiguió trabajo en una multinacional que fabricaba maquinaria pesada y desde lejos vio a Colombia explotar en la expansión de las Farc entre 1998 y el año 2002; la vio caer bajo el fuego paramilitar —del que había visto el inicio en los años noventa en el Urabá— y después contempló cómo el gobierno de Juan Manuel Santos firmó la paz con las Farc. Intuyó que era el momento de regresar. Volvió a Apartadó en enero de este año, vio un municipio con algunas novedades: clínicas enormes, centros comerciales con aire acondicionado, hoteles en los que se hospedaban gerentes de empresas importantes, restaurantes, y también vio la pobreza rampante de siempre, los barrios populares llenos de pandillas que se enfrentan a machete.

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—Volví a Suiza y en marzo me regresé definitivamente a Colombia. En Suiza dejé a mi familia, dejé un empleo en donde solo me faltaban cuatro años para pensionarme. Dejé un estilo de vida en un país donde me había nacionalizado, un país que me acogió, me protegió y me dio la oportunidad de construirme como persona. Aquí conversé con los actores políticos, con los empresarios, con los sacerdotes, con líderes sociales que me propusieron regresar y participar en la actividad política y creí y sigo creyendo que aquí tiene que haber un espacio político para todos. Por eso decidí presentarme como precandidato para la Alcaldía de Apartadó.

La pregunta es obvia: ¿por qué? ¿Por qué un hombre arrojado al oprobio no se cansa, no se rinde, no deja pasar? ¿Por qué un hombre —como si no renunciara al cielo— no pierde la fe en él, en los demás? Llegó a enfrentarse a poderes bien establecidos: el candidato del clan Char, el candidato del uribismo, el candidato del alcalde actual. Dice que todos lo han buscado para encontrar alianzas, pero que él no quiere ninguna. Se presentó firmas, sin embargo le interesa el aval de Compromiso Ciudadano y el Partido Verde; busca alianza con sectores de todas las corrientes independientes como el Polo o la Colombia Humana. 

López Bula tiene un esquema de seguridad de la Unidad Nacional de Protección (UNP) desde que regresó al país. Anda en una camioneta blanca que le fue entregada y lo acompañan dos hombres grandes, enormes, morenos. Hace unas semanas ellos le informaron que había ocurrido algo extraño: alguien había denunciado que un hombre había entrado a un local de Apartadó hablando por teléfono y diciendo: “Patrón, qué vamos a hacer con ese señor Bula. Está cogiendo mucha fuerza y hay que hacer algo. Usted deme la orden patrón y yo actúo”. Con un cruce de información supieron que el hombre del celular estaba en casa por cárcel, había estado en intramural por homicidio, pero había salido sin motivo aparente. La Fiscalía ya tiene la denuncia.

—No me interesa estigmatizar el pueblo, sólo quiero garantías, no quiero pasar por ningún otro montaje judicial y menos por un ataque a mi integridad.

Aunque Apartadó se ha convertido en la capital del Urabá antioqueño, pues es base de empresas importantes, clínicas y universidades como la de Antioquia, el Clan del golfo reclama al municipio como su territorio. Hace un par de años un paro armado obligó a los comerciantes a cerrar sus negocios y confinó a los ciudadanos a sus casas, de donde salían sólo para conseguir víveres; la Policía tenía que escoltar a los carros repartidores de gaseosas y alimentos. Además, fenómenos como las pandillas de los barrios de invasión —esos mismos que ocuparon desmovilizados de las guerrillas y los paramilitares— se enfrentan en batallas a machete que terminan en mutilaciones y decapitaciones. Pese a que el 70 por ciento de la población de Apartadó es menor de 34 años, desde hace varios años en el cementerio son mayoría los cuerpos jóvenes.

López Bula conoce bien la situación, se ha informado de la crisis social de Apartadó y la cita de memoria.

—Aquí hay 14 bandas identificadas que, según datos de la Fiscalía, son bandas integradas por 40 o 50 muchachos; ocupan territorios y tienen una jerarquía. Se enfrentan a machete y hay muertos, todo alimentado por fenómenos de microtráfico. Eso hoy en día no está teniendo una respuesta oficial como estado. Hace unos días el alcalde de Apartadó puso la primera piedra de una casa que llamó la Casa de la Juventud, pero eso no saldrá pronto. No hay una política pública de juventud. De 1.600 chicos que terminan el bachillerato solo 650 pasan a la educación superior y de esos hay una deserción que llega casi al 40 por ciento. En las pruebas Saber estamos con 241 puntos de promedio, cuando en Colombia la media es de 258. Estos muchachos no llegan bien preparados a la universidad. En las evaluaciones que se hacen de matemáticas o de inglés les va malísimo. Aquí tenemos un problema social con las bandas, con la educación. Deberíamos ensayar dándoles el almuerzo a los muchachos en el colegio. Tampoco tenemos una política cultural ni deportiva. Tenemos una estampilla Procultura que recoge unos 800 millones, pero no se alcanza a saber qué pasa con ese dinero. Acaba de realizarse acá el segundo festival de artes escénicas sin un centavo del municipio. La población de Apartadó está previsto que crezca un 40 por ciento en diez años. Tendremos 300.000 habitantes y no hay fuentes hídricas, estamos sin agua. Tenemos planes parciales aprobados que si se fueran a construir hoy no habría agua.

López Bula hace la lista de problemas y la remarca con las manos, enfatizando las cifras negativas, el desfase. Aunque estuvo por fuera del país nunca dejó Apartadó, lo conoce bien, sabe los problemas.  

—Yo sólo pido garantías —dice.