HOMENAJE
Los héroes de la Cruz Roja
Cómo en un siglo de trabajo, la organización y sus miles de voluntarios lograron sembrar en la consciencia de los colombianos la importancia de la labor humanitaria. Informe Especial de SEMANA.
La historia de la Cruz Roja Colombiana (CRC) es también la historia de Colombia. Fundada hace un siglo, la organización y sus docenas de miles de colaboradores han acompañado al país durante la mitad de su vida republicana y han sido testigos de las catástrofes –causadas por la furia de la naturaleza y por la maldad y la falibilidad del ser humano– que han marcado a la sociedad. La vida de la CRC contiene innumerables relatos de sacrificio y compromiso, y refleja una labor admirable de la cual todo colombiano debería tomar una lección.
Visto con lupa, el proyecto arrancó no hace un siglo, sino en 1899 con el inicio de la guerra de los Mil Días. Las luchas entre liberales y conservadores ya entonces dejaban entrever el sino de violencia que se avecinaba. Pero despertaron, a la vez, un sentido de compasión frente al sufrimiento del otro, el cual llevó a que un grupo de altruistas pusieran la primera piedra el 11 de mayo de 1900 durante la batalla de Palonegro. Ese día, 27 médicos, 42 practicantes, ocho hermanas de la caridad, un capellán y un farmeceuta hicieron equipo y, con carruajes halados por caballos y una cruz roja pintada a los costados, se dieron al campo de guerra para asistir a los heridos, sin importar su filiación política.
La experiencia partió en dos la historia de la asistencia humanitaria en Colombia. Y dio a luz a la CRC el 30 de julio de 1915 en el Teatro Colón de Bogotá. Su lema rezaba entonces: “Todos somos seres humanos”, y su meta consistía en “prevenir y aliviar los horrores de la guerra”. Cien años después, no es exagerado decir que ha cumplido. Sus voluntarios y funcionarios han estado presentes en los eventos más dolorosos del país. Y se han dedicado a servir: a atender, recuperar, reconstruir y prevenir. Así, para una sociedad herida como la colombiana, han dejado un mensaje clave: que siempre es posible salir adelante.
El presidente de la CRC, Fernando José Cárdenas, sostiene que “los colombianos somos personas muy solidarias” y “en momentos de angustia y necesidad, no solo hay 23.000 miembros activos ayudando, sino 45 millones de personas”. Son palabras generosas, pero no reflejan la realidad. Pues en un país en que los egos y los odios se han impuesto sobre el interés común, la solidaridad y el progreso, la CRC ha sobresalido por su entrega.
Y ha estado donde nadie más ha querido. Trató quemados durante el incendio de Manizales de 1924. Repartió víveres, curó heridos y recogió cadáveres durante el Bogotazo. Fue testigo del surgimiento de guerrilleros y paramilitares y supo desde el principio que la víctima principal sería la población civil. Por eso, concentró esfuerzos para que Colombia introdujera el Derecho Internacional Humanitario en 1994. Atendió, además, el incendio del edificio de Avianca en 1973, la toma de la Embajada de República Dominicana en 1979, la del Palacio de Justicia en 1985, la tragedia de Armero ese mismo año, los bombazos del narcoterrorismo de Pablo Escobar, el terremoto de Armenia, las olas invernales, el colapso del edificio Space… Ha ayudado a descontaminar el territorio de minas antipersonal, ha llevado agua y salud a lugares donde predomina el abandono estatal, ha ayudado a mejorar la prevención de desastres y, también, a evitar muchos de ellos.
Su impacto es enorme. Solo en los últimos siete años, sus acciones favorecieron a 14 millones de colombianos. Y la mayoría de quienes trabajan con una cruz roja en el pecho no han pedido nada a cambio. Cuando SEMANA, para rendirles un homenaje a través de este informe especial, les preguntó a algunos de sus protagonistas si sienten que son héroes, la mayoría respondió con un ‘no’ rotundo. Pero son muy modestos. Pues solo pocos en este mundo están dispuestos a sacrificar tanto por los demás.
EL MILAGROSO
DE ARMERO
Salvador Castellanos,
consultor, voluntario y socorrista
Perdió a su familia a los 17 años en la avalancha, pero eso no le impidió salvar 27 vidas.
Recuerda que había llovido ceniza durante varios días. Recuerda que a las 11 de la noche del 13 de noviembre de 1985 el agua había empezado a correr por la calle. Recuerda que llegó a casa y que condujo a su familia al techo. Recuerda que 15 minutos después la corriente ya había cubierto el centro de la ciudad y les llegaba a todos a los pies.
Luego, el piso se partió en dos.
“Fue la última vez que vi a mi papá, mi hermana y mi abuela”, cuenta Salvador Castellanos, un tolimense de 48 años que dedicó más de 20 años a la Cruz Roja Colombiana (CRC). Nació en Armero, un pujante centro agrícola y ganadero que tenía “una Cruz Roja organizada”, con 33 socorristas, 28 voluntarios juveniles y 28 damas grises. “Era un tiempo en que la gente quería aportar”, dice. Pero también uno en que “Colombia no sabía de desastres”.
Castellanos es solo uno más de los sobrevivientes de la avalancha. Pero sus hazañas reflejan el coraje que exige llevar la insignia de la CRC.
“Era como estar en la mitad del mar”, cuenta. “Solo podía dejarme llevar por la corriente”. Esta lo arrastró por diez kilómetros durante cinco horas. Y estuvo a punto de ahogarlo y de hacerlo chocar contra una teja de zinc o terminar degollado porque la cadena de oro que llevaba se había enredado en un palo. Pero tuvo suerte y logró nadar a un árbol, de cuyas ramas se aferró.
Allí lo despertaron las quejas de diez personas, según él, “engargoladas” en el mismo árbol. Habría podido preferir proteger su propia vida, y nadie se lo habría recriminado. Pero los ayudó a desprenderse y a nadar por el lodo caliente. Pasó junto a casas destruidas, a cadáveres y a animales agonizantes, y a quien iba encontrando con vida lo atendía y se lo llevaba. Incluso cargó a una mujer que tenía fracturas y un palo atravesado en el pecho. A las cinco de la tarde del día siguiente, el grupo tocó tierra firme en el cerro de La Cruz.
Castellanos había servido durante 17 horas, cuando aterrizó el primer helicóptero. Un sargento descendió y le pidió identificarse. Avasallado por la petición, hizo lo primero que se le ocurrió y cantó el himno del socorrismo. Luego cayó al piso. Tan cansado estaba, que lo subieron sentado a un helicóptero. Nunca volvió a ver a ninguna de las 27 personas que salvó. Y nunca quiso recibir los créditos por su heroísmo.
A PRUEBA DE BOMBAZOS
Diego Orozco,
empresario, voluntario y socorrista
Tuvo que acostumbrar hasta a sus oídos para reaccionar al narcoterrorismo de Pablo Escobar en Medellín. Pero nunca tiró la toalla y salvó más vidas de las que jamás pensó.
Diego Orozco trae en el bolsillo una lista de los atentados que la Cruz Roja Colombiana (CRC) de Antioquia asistió entre 1988 y 1993. Eran tiempos en que Medellín se había vuelto el campo de guerra de Pablo Escobar. No se trataba de un desastre natural, sino de uno causado por la maldad del ser humano. Y sin embargo, Orozco y sus socorristas debieron reaccionar: sin importar el pánico generalizado, sin importar la amenaza del capo.
Hoy recuerda que la mayoría de los crímenes ocurría entre semana, a plena luz del día, y que así la cantidad de muertos y heridos crecía. Recuerda que hasta sus oídos se habían vuelto “muy tesos” para identificar los estruendos. Apenas oía el bombazo, activaba la cadena de llamadas de la CRC y llegaba al lugar de los hechos: siempre sin uniforme (los miembros de la CRC no podían actuar sin permiso de las autoridades), pero listo a arriesgar su vida.
Orozco empieza a enumerar sus experiencias: “La bomba contra el diario ‘El Colombiano’, los tiroteos en El Poblado, las bombas contra la Policía, la bomba del edificio Mónaco, la del Atanasio Girardot, la del Gaula, la de Colmundo, la del Intercontinental…”. Pero al llegar al 17 de febrero de 1999 se detiene.
Ese día, Escobar puso una bomba en la plaza de toros La Macarena, mató a 25 personas y dejó 130 heridos. Orozco era un socorrista recorrido. A los 15 años había formado el Comité Municipal de la CRC en Amalfi, Antioquia. Había tratado heridos en innumerables emergencias y había rescatado personas en minas de carbón, incendios e inundaciones. Creía haberlo visto todo. Pero, dice, “lo de la Macarena fue dantesco”. Y cuenta: “No pudimos aplicar un solo protocolo de atención y nos tocó meter, sin atender, hasta a 14 heridos en una sola ambulancia. Fue macabro”.
Cuando Orozco, hoy de 55 años, reflexiona sobre lo que significó el narcoterrorismo para la CRC, habla con claridad: “Era un tema de emergencia en la ciudad muy templado, de alerta permanente, de seriedad y neutralidad. Y de actuar con los protocolos muy claros, pues no podíamos ser blanco. Así logramos que siempre nos respetaran”. A la pregunta de qué siente cuando oye que lo llaman un héroe dice: “Si puedo ayudar y tengo formación, pues yo acudo, incondicionalmente. Y no solo no espero nada de nadie, sino que tampoco soy un héroe”.
EL ÚLTIMO VOLUNTARIO
DEL BOGOTAZO
Roberto Liévano, médico y voluntario
Cómo a bordo de una ambulancia improvisada se convirtió en un héroe en el caos del 9 de abril de 1948.
El viernes 9 de abril de 1948, Roberto Liévano tenía 20 años y estudiaba Medicina. Ese día, la ciudad “tranquila y acogedora” que recuerda se transformó. A la 1 y 30 de la tarde, tras asistir a una cátedra en el Hospital San Juan de Dios, se bajó de un tranvía y se topó con obreros borrachos que gritaban: “¡Mataron a Gaitán!”. Así entendió que el Bogotazo había comenzado. Al día siguiente, junto a un pariente, montó una ambulancia improvisada, fijó en la tapa del motor una sábana con una cruz roja cosida y empezó a ayudar “entre incendios, saqueos y disparos”. Atendió a militares heridos y también se unió a un grupo de voluntarias con las que recogió heridos entre los muertos del centro. Donde llegaba encontraba dolor, pero también los aplausos de la gente. Liévano, que vive hoy en Neiva y es presidente honorario de la Cruz Roja Colombiana (CRC), es el único voluntario del Bogotazo del que aún se tiene noticia. La labor de personas como él le sirvió a la CRC para impulsar la ley que permitió la creación del Socorro Nacional en 1949. Desde entonces, la organización tiene el mandato de atender calamidades públicas y asistir a poblaciones vulnerables o afectadas.
UN HOMBRE CONTRA EL ÉBOLA
Wbeimar Sánchez, médico y voluntario
Viajó a Sierra Leona mientras el mundo huía de una de las epidemias más violentas de la historia.
El mundo lleva un año siendo testigo de la tragedia que ha desatado el virus del Ébola. Este se ha tomado a 15 países de África, y en naciones como Sierra Leona, uno de los grupos más afectados ha sido el de los médicos que atendieron a los infectados. Muchos murieron, y otros abandonaron el país. Wbeimar Sánchez, un médico paisa de 31 años, hizo lo que muy pocos se han atrevido a hacer. En agosto de 2014, justo cuando la Organización Mundial de la Salud declaró una “emergencia internacional”, él se ofreció como voluntario de la Cruz Roja Colombiana (CRC) para viajar a Sierra Leona y enfrentar a una enfermedad altamente contagiosa, con 90 por ciento de mortalidad. Estuvo un mes y medio, y el pasado junio partió a Nepal, ahora a ayudar tras el terremoto. “Yo tengo experiencia en la CRC y en contextos difíciles. Lo del ébola es muy complicado, pero quise asumirlo como un reto”, dice. “Por eso cerré mi consultorio en Copacabana, Antioquia, y arranqué”. En África hizo parte de un grupo de 3.723 voluntarios, que apoyaron a más de 39 millones de personas, y laboró en un hospital en Kenema, la tercera ciudad del país. Confiesa que nunca antes había estado ante situaciones tan riesgosas. “Es la epidemia más grave de la historia”, dice. “Yo tenía un objetivo muy claro: ayudar, pero no terminar infectado. Para mí lo realmente importante es lo que me ha quedado para la vida: aprender lo que es el dolor humano”.
CON UNA CAMILLA
EN EL HOLOCAUSTO
Desiré Sánchez, empresaria, voluntaria y socorrista
Esta caleña cargó heridos durante la toma del Palacio de Justicia y ayudó así a reducir la catástrofe.
Desiré Sánchez trae lo que ella llama “el espíritu de ayudar” desde la casa. Su abuela quedó viuda con 16 hijos y su mamá le transmitió el deber de cumplir. Por eso es disciplinada, metódica y práctica. Entró a la Cruz Roja Colombiana (CRC) en 1982 atraída por las historias que le contaron durante un curso de natación. Nadie se extrañó cuando lo hizo, solo su papá le dijo que tuviera cuidado “al andar por ahí miquiando”. Y se volvió una experta. Aprendió de rescates acuáticos y de atención tras accidentes aéreos, y fue la primera mujer en manejar una ambulancia de cuatro camillas. El 7 de noviembre de 1985, durante la toma del Palacio de Justicia, pasó de repartir desayunos en la Casa del Florero, a correr por el humo, esperar, entre los disparos y el caos del holocausto, la salida de rehenes para atenderlos e, incluso, a entrar al palacio con camilla en mano. Sánchez representa a un grupo de voluntarios responsables de una de las labores humanitarias más importantes de la historia reciente. Arriesgaron su vida y así ayudaron a reducir la catástrofe. “Hoy nos dicen los Dinosaurios”, dice. “Pero con cariño porque saben que, aunque somos viejitos, somos experimentados y siempre estaremos ahí, con nuestra esencia, así nos pongan a estas alturas a empacar mercados en la CRC”.
LA ESCUDERA DEL DIH
Luz Amparo Castro, abogada
Esta mujer encarna los esfuerzos de décadas de un grupo de modestos, pero decisivos funcionarios que convencieron a Colombia de que la guerra tiene límites.
La historia del Derecho Internacional Humanitario (DIH) en Colombia sería hoy distinta de no ser por los esfuerzos de la Cruz Roja Colombiana (CRC), que logró convencer al país de la necesidad de respetarlo y de poner a las víctimas en el centro del interés nacional. Luz Amparo Castro, hoy coordinadora de Doctrina y Protección de la CRC, representa ese logro histórico. Desde hace más de 60 años, la organización atiende calamidades públicas y poblaciones vulnerables y, durante esa labor, sus miembros advirtieron la necesidad de que la guerra tuviera reglas. Así iniciaron un trabajo de educación cívica, de difusión y lobby que, poco a poco, dio frutos. El primero surgió en 1960, cuando Colombia firmó la Convención de Ginebra en medio de un conflicto ya entonces en gestación. Luego, en los años setenta y ochenta, con grupos armados fortalecidos “se hizo necesaria una mayor dinámica de asistencia. Empezamos a recoger heridos, pero no había garantías de protección para la población, ni de asistencia humanitaria”. Lograrlas se convirtió en una obsesión. Y la hora estelar de la CRC vino en 1994, cuando logró convencer al gobierno de firmar el Protocolo 2 de la Convención de Ginebra, que le dio un aval definitivo a la acción humanitaria en el país. “Sentí alegría porque se reconoció que la guerra tiene límites”, dice. Desde entonces, la CRC sigue defendiendo el DIH, difundiendo su importancia y enseñando, hasta en los cuarteles, cómo aplicarlo. “La CRC es garantía de vida, salud y respeto por las personas”.
EL AVE FÉNIX
DE ARMENIA
Carlos Hernán Arias,
voluntario y socorrista
Cómo el presidente de la Seccional Quindío, diseñó un plan que ayudó a que el desastre no fuera mayor.
Cualquier colombiano reconoce a la Cruz Roja Colombiana (CRC) por su labor para atender emergencias y apoyar a poblaciones vulnerables. Pero no mucha gente sabe que una de sus tareas consiste en ayudar a los sobrevivientes de un desastre a superarlo, a reconstruir sus vidas y a abrazar la resiliencia.
Un ejemplo se dio a las dos de la tarde del 25 de enero de 1999, cuando la tierra tembló en la zona cafetera y Armenia quedó devastada. Ese día, Carlos Hernán Arias, presidente de la Seccional Quindío, diseñó un plan no solo para rescatar sobrevivientes, sino también para reconstruir. Salió de su casa y vio el caos, la angustia de la gente y las casas caídas. A pesar de todo, se puso a trabajar. “La pasión del voluntariado es como una fiebre”, dice. “¿Tiene algún sentido lógico dejar a mis seres queridos por atender a otros?”.
Con su experiencia como radioaficionado, ese día armó un improvisado centro de comunicaciones en su casa, el cual les permitió a él y a otros dos voluntarios (uno de ellos, Carlos Iván Márquez, hoy director de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres) no solo coordinar la atención inmediata y suministrar ayudas, sino también dar inicio a la recuperación: repartir sillas de ruedas, poner a disposición equipos ortopédicos, ayudar a la gente a comenzar a recuperarse y reconstruir sus vidas y, así, a “recuperar el tejido social”.
Así arrancó uno de los proyectos de reconstrucción más vastos de la historia de la CRC. En dos años, Arias terminó liderando a 1.270 voluntarios de todo el país, que levantaron 300 viviendas, abrieron y manejaron 11 puestos de salud, construyeron 24 escuelas y seis casetas comunales, dictaron 102 talleres de capacitación, repartieron herramientas de construcción y regalaron instrumentos de trabajo a quienes los necesitaban. Les tendieron una mano decisiva a 900 personas, y Armenia resurgió.
Hoy Arias, que vive allá, se siente “satisfecho” de haber despertado la capacidad de las personas de superarse, de ver “cómo una comunidad así de impactada volvió a la normalidad”. Y añade, aun sabiendo que la ciudad se encuentra en una zona de actividad sísmica: “Hoy hablamos de Armenia como un lugar donde no parece haber ocurrido un desastre. Hemos madurado y nos hemos hecho menos vulnerables”.
BAJO LAS RUINAS DE HAITÍ
Marinson Buitrago,
ingeniero electrónico y socorrista
Llegó 30 horas tras el terremoto. Se quedó un año y ayudó a resucitar al país.
La misión de la Cruz Roja Colombiana (CRC) en Haití, dirigida por Marinson Buitrago, tuvo un rol decisivo para detener la tragedia. Rescató a cientos de personas, apoyó hospitales y ayudó a abastecer lugares donde la sed y el hambre desataron una inédita emergencia humanitaria. Buitrago y los suyos marcaron la historia de la CRC, confirmaron que la experiencia colombiana tiene perfil de exportación y dejaron una lección. Colombia es capaz de sacar provecho al dolor que ha vivido y de servir al mundo con conocimiento.
Nacido en 1974 en Buenos Aires, Cauca, Buitrago entró a la CRC con 10 años en Popayán. Se formó en Matemáticas y así se volvió especialista de telecomunicaciones. Pero siempre sobresalió por su liderazgo, primero en Cauca y, luego, en Bogotá en el Directorio de Juventud.
El 12 de enero de 2010 estaba de vacaciones en Popayán, cuando el sistema de alertas de Naciones Unidas informó sobre “una alarma peor que la del huracán Katrina”. En pocas horas armó un equipo de 32 personas. Y a las nueve de la noche del día siguiente llegó a Puerto Príncipe. Pensaba “que me iba a quedar unos 15 o 20 días”. Se quedó un año.
Encontró un país en decadencia. “El 80 por ciento de los tomadores de decisiones había muerto, y la ciudad era un anfiteatro”. Vio edificios caídos “como si fueran tortas”, escombros y cadáveres en las calles. Los hospitales, “donde en pocos días hubo incontables amputaciones”, pronto colapsaron. Pero el drama no lo detuvo.
Pocos socorristas pasaron tanto tiempo en Haití. Durante los meses que estuvo allá, Buitrago vio aumentar el sufrimiento en la medida en que desaparecía el interés internacional. Pero dejó una huella enorme. La CRC ayudó a detener una ola de cólera y construyó una bodega para manejar abastos y salvar de la hambruna al pueblo de Lafiteau. Levantó el centro médico de Bercy y recorrió poblaciones donde fue dejando lo que pudo: albergues, casas, colchonetas y productos de aseo. “Terminamos de construir una escuela”, recuerda. “Allá, hasta hoy, hay una placa de la CRC y una pared con los colores de de Colombia”.
El 22 de diciembre regresó y nunca buscó protagonismo. Hoy dice complacido: “Sin hacer ruido, logramos muchísimas cosas”.