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Los hijos del Presidente
Tomás y Jerónimo Uribe ponen la cara a las críticas que les han formulado sobre sus actividades profesionales.
Hasta hace pocos días, el país sólo conocía de Tomás y Jerónimo Uribe por ser los hijos del Presidente y por aparecer frecuentemente en las revistas del corazón y las páginas sociales de los periódicos. Pero todo cambió el pasado martes 25 de noviembre. En un debate en el Senado sobre el escándalo de las pirámides, la senadora Cecilia López dijo "hay un ambiente de duda porque hay demasiados vínculos de DMG con Palacio, con personas muy cercanas al Presidente, como su hijo. Pidámosle al Presidente que ayude a aclarar esta serie de dudas y que presenten él y sus hijos las declaraciones de renta de 2002 y las de 2007, con esto, si ellos pueden demostrar cómo han generado sus ingresos, se acaba esa serie de rumores".
La reacción del presidente Álvaro Uribe fue inmediata. Al día siguiente, en una llamativa alocución presidencial a las 7 de la mañana, se refirió al tema. "Sobre mis hijos: ellos no están en la corrupción. Mis hijos no son corruptos. Mis hijos no son traficantes de influencias ante el Estado. Mis hijos no son atenidos al papá. Mis hijos no son hijos de papi. Mis hijos no son holgazanes. Mis hijos no son vagos con sueldo. Mis hijos han escogido ser hombres de trabajo, honestos y serios".
Las sentidas palabras de padre del primer mandatario no eran para menos. Durante los últimos meses se comenzó a crear una serie de rumores sobre los supuestos negocios de sus hijos. La mayoría de estos son falsos, muchos son exagerados y pocos son reales. Sin embargo, en esta confusión entre la ficción y la realidad llegó a poner el tema en la agenda nacional.
Son tantos los mitos que se han tejido, que si no fuera por ser los hijos del Presidente nadie les prestaría atención. Pero por serlo se explica la inusual y retadora solicitud de la senadora López, la vocera del principal partido de oposición, para que los hijos del Presidente le mostraran sus declaraciones de renta al país.
En la teoría, la exigencia parece un contrasentido: Tomás y Jerónimo no son funcionarios del Estado. Tienen el mismo derecho de privacidad que cualquier colombiano. Pero, como ellos mismos reconocen, los hijos del primer mandatario no son ciudadanos comunes y corrientes. Las actividades de la familia presidencial no sólo son de interés público, con o sin la anuencia de sus integrantes, sino también serán el blanco predilecto de interpretaciones maliciosas de su conducta. Tomás lo ilustra de la siguiente manera: "si me quedo tarde en una fiesta, fue porque estoy borracho. Si me siento solo en un sofá, es que estoy deprimido. Si tomo un café con una amiga, es que le estoy poniendo los cachos a mi esposa".
Era inevitable que, en algún momento, las actividades de los hijos del Presidente quedaran inmersas en el ámbito público. Para empezar, Álvaro Uribe es el líder político más popular en la historia reciente del país y, al mismo tiempo, un hombre frentero y polémico. Todo lo que hace o deja de hacer el Presidente es noticia y motiva una intensa controversia, en especial en esta Colombia con una polarización tan arraigada. Y a diferencia de los hijos de Pastrana, Samper y Gaviria -quienes estaban aún en el colegio cuando se hospedaron en la Casa de Nariño-, Tomás y Jerónimo Uribe han hecho su carrera universitaria y profesional durante la Presidencia de su padre.
Esa decisión de los jóvenes Uribe de quedarse en el país, asumir los riesgos de seguridad y enfrentar el escrutinio público también ha abonado el terreno para que se teja toda suerte de conjeturas y especulaciones alrededor de sus vidas. Pero ¿qué de todo lo que se dice es ficción y qué es realidad?
Tomás y Jerónimo son, ante todo, emprendedores. Pese a su escasa edad -Tomás tiene 27 años, y Jerónimo, 25-, manejan dos importantes empresas: Salvarte y Ecoeficencia S. A. También participan con su padre en las actividades de la ya célebre finca El Ubérrimo, en Córdoba, a la que ellos llaman "la empresa familiar", y son socios minoritarios con un tío del lado materno en una firma inmobiliaria que compra y vende propiedades en varias regiones del país.
Y se dedicaron a hacer empresa porque de tanto "sufrir la vida pública de mi papá y de escuchar las cosas que dijeron de él -explica Tomás-, me decidí por lo privado". Y aunque "desde muy pequeño me echaba mis discursos, no quise más lo público".
Tomás, quien estudió ingeniería química en la Universidad de los Andes, aún recuerda como si fuera ayer su primera incursión en la vida de los negocios, cuando aún su padre no había ganado las elecciones. En una visita a la plaza de mercado de Montería, le llamaron la atención unos sombreros en fibras naturales y de ala ancha. Tras regatear por 15 minutos, logró bajar el precio de 4.000 a 2.000 pesos. "Pensé que podría negociar con el proveedor a 1.000 pesos y venderlos en España para una buena ganancia", dice. Le propuso el negocio a su hermano y desde entonces acordaron participar siempre como socios 50-50. Al llegar Tomás al país ibérico, se encontró con su primera dura lección: no había tramitado el certificado de origen. Tras mucho papeleo que le tocó asumir a Jerónimo, pudieron poner los papeles en regla. Pero los sombreros no gustaron y perdieron casi la totalidad de los seis millones de pesos invertidos en su primer negocio.
No se resignaron. Tomás conoció unas manillas elaboradas en caña flecha e invirtió los 500.000 pesos que les quedaban y probó nuevamente suerte en el Viejo Continente. El éxito fue abrumador y allí nació Salvarte. Como repiten una y otra vez: "un producto bueno se vende solo".
Salvarte hoy tiene locales alquilados en los centros comerciales El Retiro, Atlantis y la Gran Estación, que son manejados por ellos. Los locales del Puente Aéreo y el aeropuerto El Dorado, que han sido objeto de suspicacia, son sólo franquicias.
El negocio de Salvarte, sin embargo, no es ajeno a la controversia. Es inevitable que haya quienes atribuyan su posicionamiento en el mercado a su condición de ser hijos del Presidente. Empresas como Comcel y gremios como la Andi han sido sus clientes. Sin duda, arrancan con una ventaja: ¿quién no le pasa al teléfono a un hijo de Uribe? Pero eso no garantizaría que una empresa les compre su producto, y menos su continuidad. Comcel, por ejemplo -comenta Jerónimo- hace dos años "que no nos compra nada", a pesar de las varias propuestas que han presentado. También recuerdan su fracasado intento de ingresar en el competido mercado de la moda con una ropa marca Salvarte. Aún les quedan prendas por saldar. Jerónimo maneja este negocio de artesanías.
La firma Ecoeficiencia, cuyo gerente general es Tomás Uribe, es menos conocida, pero es una apuesta de mayor envergadura. Es una empresa que provee servicios ambientales -reciclaje, tratamiento de aguas, mediciones de ruido-. Nació hace pocos años en sociedad con un viejo amigo del colegio, y hoy tiene 220 empleados. Su clientela incluye Bavaria, Quala y Postobón, entre otras grandes compañías industriales. Bajo la dirección del mayor de los Uribe Moreno, quien cumple a la letra el lema de su padre de "trabajar, trabajar y trabajar", han incrementado significativamente sus ventas. "No tenemos un solo contrato con el Estado", dice enfático, y explica la presencia de personal del Ejército custodiando las instalaciones a las obvias medidas de seguridad que debe mantener.
Entre artesanías y reciclaje, los hermanos Uribe sacan tiempo para estar atentos a las actividades de la finca de su padre, en Córdoba. Tomás es el encargado del cuidado y el mantenimiento del ganado del Presidente, mientras Jerónimo supervisa los caballos. Mientras la inmobiliaria de su tío materno es la que menos tiempo les demanda, por ser muy baja su participación.
A pesar del ostentoso -y necesario- despliegue de seguridad que los cuida día y noche, hacen hincapié en su vida austera. Tomás, quien está recién casado con la ex reina Isabel Sofía Cabrales, vive en un apartamento alquilado de 115 metros cuadrados. Y Jerónimo, a pesar del buen desempeño de Salvarte, sólo en enero de este año empezó a devengar salario. Como buenos empresarios de tradición antioqueña, reinvierten todas las utilidades de sus empresas.
Dadas sus muestras de seriedad en los negocios, sorprende que se hayan visto afectados por dos episodios polémicos. En el primero, por ser demasiado confianzudo con un amigo de la universidad, Jerónimo aceptó firmar un pagaré a un desconocido. Esa persona, sin que lo supiera el hijo menor del Presidente, era uno de los desfalcadores de Cajanal. En el segundo caso, tanto Jerónimo como su hermano terminaron relacionados con uno de los implicados en el monumental escándalo de DMG.
Hoy, ambos reconocen sus errores de juicio, que atribuyen a su falta de malicia. El caso de Cajanal es quizás el más embarazoso. Según explica Jerónimo, un compañero de universidad de Tomás le presentó a mediados de 2005 al abogado Jeiner Guilombo. Este señor, dice el menor de los Uribe, prometió prestarle a su amigo 100 millones de pesos para realizar unos eventos en Neiva. Jerónimo accedió a ser testigo en un pagaré por 50 millones y responsable directo por otros 50. Sólo se acordó del asunto hace dos años, cuando una abogada le cobró la deuda. Esta fue pagada en septiembre de 2007, según Jerónimo, con recursos que su amigo, quien vive en Australia, le consignó. Jerónimo, quien al momento de la firma tenía 22 años, dice que fue una primiparada y que aprendió su lección. De todos modos, es inaudito que un hijo de Presidente, quien es consciente de su "responsabilidad pública", sea tan ingenuo.
Otro episodio incómodo fue la amistad de los dos Uribe con Daniel Ángel, uno de los socios de David Murcia Guzmán. Tomás conoció a Ángel en Australia en 2002 y se hicieron muy buenos amigos. A mediados de 2006, Ángel le propuso a Jerónimo hacer unos documentales sobre Salvarte en todo el país para un nuevo canal llamado Body Channel. Jerónimo accedió y no le puso mayor misterio hasta febrero de 2007, cuando salió un artículo en la revista Cambio que planteaba unas dudas sobre el origen de la financiación del canal. En ese momento, el hijo del Presidente llamó al general Óscar Naranjo para pedirle consejo. Naranjo fue tajante: era mejor apartarse.
Aunque Jerónimo nunca más participó en el canal, tanto él como Tomás siguieron compartiendo con Ángel e incluso asistieron a su matrimonio. Para algunos, la advertencia de Naranjo debería haber sido suficiente para acabar de manera abrupta esa relación. Pero en el mundo real, las cosas nunca son blancas y negras. Ángel era un amigo que apreciaban mucho y a pesar de que dudaran de sus negocios, sólo ahora se están confirmando las actividades delincuenciales. Los Uribe no fueron los únicos sorprendidos; decenas de compañeros de colegio y universidad todavía hablan asombrados de Ángel y su conexión con Murcia y el bajo mundo.
En cambio, es poco lo que pueden hacer Tomás y Jerónimo para poner fin a muchas de las leyendas que se arman alrededor de sus vidas. Porque ellos sufren de lo que se puede denominar el síndrome de los supuestos amigos de los hijos del Presidente. Aquellos que utilizan su precaria relación, un saludo en público o una foto casual, para pedir favores en su nombre. Y siempre habrá el incauto que les come cuento.
El otro dilema que enfrentan, paradójicamente, es el éxito de sus empresas. Ni Tomás ni Jerónimo le ven mayor beneficio a ser hijos del Presidente para sus intereses empresariales. Es muy difícil -e incluso para ellos aceptarlo- que sean reconocidos como empresarios exitosos e innovadores mientras su padre sea Presidente. Siempre habrá personas que atribuirán sus logros a su condición de hijos de Álvaro Uribe. Si ganan un negocio en franca lid, siempre será más fácil para los perdedores alegar favoritismo. Nunca serán juzgados por sus méritos y sus capacidades, sino por sus conexiones. Poco importa para sus críticos que Ecoeficiencia tenga todos los certificados de calidad ISO y que eso sí es una ventaja competitiva en un sector donde reina la informalidad.
Los Uribe cuentan que se abstuvieron de suscribir un crédito de bajos intereses de Bancoldex y que su padre les recomendó optar por una tasa más alta de la banca privada para evitar suspicacias. Tampoco accedieron a los 5.000 dólares de Proexport que tenían derecho por las actividades de Salvarte.
Es también cierto que esa lupa que los persigue los obliga a ser muy cuidadosos en sus cuentas, sus declaraciones de renta y en el trato con sus empleados. Saben que cualquier error puede impactar la imagen de su padre.
A veces, incluso, su sola participación en algún proyecto privado puede afectar una obra pública, como ocurrió con la vía El Codito-Sopó. El Presidente decidió no autorizar una carretera que pedían los habitantes de esa región de la Sabana porque la sociedad familiar donde son accionistas minoritarios tiene una propiedad en ese sector. El ministro de Transporte, Andrés Uriel Gallego, le confirmó a SEMANA esa decisión, que terminó afectando a una comunidad y se hizo para evitar un aparente conflicto de intereses.
Es irónico: los hijos del Presidente se quejan más cuando hablan de cómo les afecta su relación con el gobierno. Subestiman, eso sí, la ventaja inherente que les genera precisamente el apellido Uribe. No todo cristiano puede, por ejemplo, llamar al general Naranjo y pedirle consejos.
Menos evidentes son los favores que les hacen Raimundo y todo el mundo -el presidente de una empresa, el gerente de un banco, el alcalde de un pueblo- por ser Tomás y Jerónimo Uribe. Son las prebendas intangibles del poder. Lo que hace que el administrador de un centro comercial como Atlantis se alegre por tener un Salvarte. O la razón por la cual, como ellos dicen, "nos sale mucho socio".
Para muchas personas, los hijos son la manera más eficaz de llegarle al corazón grande del Presidente. Y es un riesgo tan evidente, que no puede aceptar ninguna suerte de ligereza por parte de ellos.
Si Uribe finalmente termina su período el 7 de agosto de 2010 y no opta por lanzarse a una segunda reelección, tal vez los más contentos serán Tomás y Jerónimo. A veces sienten que están en un juego en el que "con cara gana usted y con sello pierdo yo". Jerónimo es aún más lapidario cuando escucha las críticas sobre su decisión de ser empresario: "Entonces, ¿a qué se deben dedicar los hijos del Presidente?".
De todo lo anterior, lo primero que se deduce es que ser hijo de gobernante es más difícil de lo que la gente piensa. Y más si se tiene en cuenta que el padre dura ocho años en la Casa de Nariño que coinciden con una década importante en el impulso y la productividad de sus hijos.
Los hermanos Uribe tienen muchos rasgos parecidos a su padre. Son trabajadores, disciplinados, frenteros y talentosos. Conscientes de su situación de privilegio, han evitado tener negocios que dependan del Estado. Sin embargo, sería ingenuo pretender que ser delfines ha sido una desventaja en lo que respecta al sector privado. El prestigio del Presidente y la simpatía personal de los hijos indudablemente abren muchas puertas. La mayoría de los jóvenes de esa edad tiene que golpear más veces. Igualmente se enfrentarán a un público escéptico que siempre creerá que su éxito depende más de las conexiones que de su talento.
Como hijos de presidente cargan la maldición de que, en sus éxitos, la gente los juzga no por lo que son, sino por lo que representan. Y esto sin duda tiene algo de injusto. Pero injusto o no, es innegable que se han convertido, antes de llegar a los 30 años, en unos de los jóvenes empresarios más exitosos del país.
Lo que sí es seguro es que el apellido Uribe, no sólo en política sino en el sector privado, va a sonar en Colombia durante muchos años.