NACIÓN
Los últimos habitantes de los barrios más afectados de Mocoa
En los vecindarios que devastó la avalancha, varias personas han decidido no abandonar sus hogares y quedarse a reconstruir sus vidas en medio de la adversidad.
Juan Díaz Madroñero lleva 50 años viviendo en su casita de la Esmeralda y no quiere irse. Cuando llegó la avalancha y el río de aguas y piedras corrió por la avenida principal, a unos metros de su casa, él se quedó quieto. Se arrodilló sobre la cama, junto a su mujer, María Cecilia Pérez Arteaga, de 80 años y se puso a rezar. “Estamos en tus manos señor, si nos llegó la hora es que así debe ser”, cuenta que le dijo, mientras subía a su lado el lecho de agua que pronto inundó su cuarto. Cuando alcanzó el colchón, el flujo se paró de pronto y desde entonces, no han salido de su casa más que a despejar un poco la entrada del callejón que le salvó la vida. Las paredes de concreto del vecino retuvieron el torrente que golpeó su barrio, pero tiene miedo de los ladrones.
Como muchos habitantes de Mocoa, Juan es un desplazado de la violencia que llegó a la ciudad sin saber bien cómo ni porqué. “Yo tenía mis maticas allí en el Guamués e iba pa’lante nomás, pero empezaron a sembrar coca y siguió la guerra. Estaban allí mate y mate por pepas, por hojas o por no pagar y por eso es que yo me vine aquí”, relata en medio del olor a barro y a podredumbre que emana del lecho de tierra mojada que le sirve de alfombra. En el 85, compró un cambuchito de cartón que luego cambió por uno de Yoripa y en ese si se quedó, hasta que se desbordó el río.
Según su hijastro Abelaido Pérez, Juan es un hombre duro. Es pequeño y seco, como los violines de madera que trabaja. Cuando tenía 8 años, el hombre lo corrió de la casa y lo aventó al campo para quedarse a vivir con su madre. La misma mujer a la que ahora no quiere dejar y por la que está dispuesto a quedarse en casa, pese a los riesgos de avalancha. Porque la quiere, y porque tiene miedo de los hampones.
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Hace tiempo que el Putumayo es un territorio complicado; una zona roja, como dice el Gobierno, pero en estos días, los saqueos han arrasado con varios barrios. Juan y María Cecilia no tienen mucho como para que los roben, pero en épocas como esta, cualquier baratija es botín. Frente a su casa han desfilado filas de hombres, niños y mujeres como columnas de hormigas cargadas de colchones, lavabos o electrodomésticos, sin que se tenga claro quién saquea y quien trata de salvar sus cosas. Los esposos Díaz no están dispuestos a correr ese riesgo.
“Mire, yo no le pido mucho al gobierno”, dice Juan, “hay harta gente que se deja llegar a viejo y no saben hacer nada, mientras que a mí, lo que me faltan son manos y herramientas para hacer mis trabajos de carpintería. Un arrocito quizá, unas lentejas y un poco de agua potable pa’ ponerme a limpiar todo eso yo mismo. Pero aquí nadie ha subido a ver que necesitamos y usted la ve (a María Cecilia) que no se puede mover. Por eso que allí sí espero que nos puedan ayudar, porque yo de aquí no me salgo” concluye el hombre de 72 años. El problema es que cuando venga el invierno, será difícil prevenir las crudas y la filtración del agua por debajo de su puerta que quedó medio tumbada con el impacto de la corriente.
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Un poco más arriba de casa de Juan está Jessica Galindo, una niña de quince años que trata de rescatar lo que puede de su hogar de entre los escombros. Su barrio, San Fernando, se encontraba justo en el paso de la corriente que partió en dos a Mocoa el viernes en la noche. Por suerte, nadie murió en su familia pero el raudal penetró en todas las casas, tumbó algunas vigas y dejó un largo zurco en lugar del camino de tierra principal por el que antes transitaba para salir de su vivienda. Con la corriente vinieron algunos cadáveres de las lomas más altas y muchas piedras del tamaño de un hombre grande.
A su lado, sus tíos y otros vecinos cavan el suelo para despejar un camino que deje fluir el agua y limpian sus armarios y neveras con baldes de agua color café. Saben que es una tarea imposible, pero decidieron hacer el esfuerzo. Algunos tienen familiares con los que pueden acudir en las afueras de la ciudad, pero otros, como Jessica, no tienen a nadie y buscan cómo reconstruir su vida después del terrible incidente. Ella no quiere ir a los albergues sobrepoblados con su hermana pequeña y su madre embarazada, pero necesita ayuda y espera que el Gobierno la pueda apoyar con alimentación y productos para bebé.
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Todavía más arriba, dicen que los guardias de la prisión tuvieron que tomar una decisión difícil cuando se vino el derrumbe. Entre soltar los reos y dejarlos en la cárcel, algunos vigilantes del Inpec prefirieron correr para salvar sus vidas. Según los vecinos, en todo el distrito se escucharon los gritos de los prisioneros que finalmente se salvaron gracias al grosor de las mismas paredes que los mantienen privados de la libertad.
Sin embargo, no todo fueron abusos o faltas de coraje durante la tragedia de Mocoa. Muchas personas se armaron de valor y como pudieron, comenzaron a auxiliar a los residentes de su comunidad. Además de los rescatistas improvisados, hubo varias muestras de solidaridad espontánea. Rosely Yampuez Samper montó un albergue de fortuna ubicado entre las casas de Juan Díaz y lo que queda de la Jessica. Junto con su hija, primero calentó una simple olla con arvejas y un té de limonada para los que lo necesitaran. Pero enseguida este se volvió el punto de solidaridad al que acude gente prácticamente a toda hora. Incluso rescataron a un hombre al que la corriente arrastró durante decenas de metros. Lo atendieron en el colchón que tienen en la sala hasta que llegaron por él los médicos de la Cruz Roja y pudieron hospitalizarlo para atender propiamente sus heridas. Al igual que muchos de sus vecinos, Rosely espera que las autoridades trabajen con celeridad para restablecer el agua potable y la electricidad que todavía llegan a momentos en la zona y hasta el momento no alcanzan los barrios más afectados de la ciudad. Además de que se puedan aportar víveres y medicinas a las poblaciones más vulnerables que en este momento se encuentran expuestos a la hambruna y las enfermedades que suelen acompañar este tipo de tragedias