ORDEN PÚBLICO
¡Basta! La espiral de la nueva violencia sacude al país
Asesinatos selectivos, desplazamiento, luchas criminales por territorios. Cinco masacres enlutan la semana; tres ocurrieron este viernes en el Nariño, Cauca y Arauca. ¿Qué está pasando? Análisis de SEMANA.
Sobre la ribera del río Atrato y sus afluentes hay casas que desde hace meses están clausuradas por las amenazas de grupos armados que han terminado por amedrentar a miles. Lo mismo sucede en Alto Baudó, donde las familias huyen por muertes como la del líder social Patrocinio Bonilla, asesinado en la comunidad Santa Rita después de que lo secuestraron con otras 15 personas en la primera semana de agosto. Días antes, el 18 de julio, en Tibú, Norte de Santander, murieron ocho personas, algunas con signos de tortura, mutilaciones y machetazos, lo que desplazó a unas 100 familias. Y está Nariño, que en los últimos días vive atrocidades. En Leiva asesinaron a dos niños cuando llevaban las tareas al colegio; en Samaniego, ocho jóvenes que festejaban fueron abaleados, unos en la cara, otros por la espalda mientras corrían; en Ricaurte, mataron a tres indígenas. Y hace solo unos días el ELN atacó con cilindros y explosivos un batallón del Ejército en el Catatumbo.
Mapa de masacres recientes en Colombia:
Todos estos hechos de sangre han recordado los peores días de la guerra paramilitar y guerrillera en los que llegaban a caseríos para masacrar impunemente, lo que terminaba en desplazamiento y despojo de tierras. Sin embargo, las dinámicas de la violencia hoy son distintas.
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De acuerdo con la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, en 2020 han ocurrido 33 masacres en el país –la Policía asegura que son 12–, lo que contrasta con lo sucedido en otros años, pues hubo 11 asesinatos colectivos en 2017; 29 en 2018, y 36 en 2019. Estos hechos repercuten en el desplazamiento forzado, ya que este año se han registrado más de 14.000 personas que han tenido que dejar sus casas según Acnur, cifra preocupante teniendo en cuenta el confinamiento por el coronavirus. En 2018 y 2019, las cifras de desplazados llegó a 30.000 víctimas. Pero, por si fuera poco, problemas que habían desaparecido totalmente han reaparecido, como los accidentes con artefactos explosivos. De acuerdo con el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), este año han ocurrido 181 accidentes, en una escalada que viene creciendo desde 2017, cuando hubo 57; en 2018 hubo 221 y en 2019 terminó con 352.
Cifra histórica de muertes en eventos de violencia política:
El Ministerio de Defensa reportó 114 víctimas de masacres en 2019, cifras que no alcanzaban el centenar desde 2013, cuando 104 personas murieron en hechos múltiples. Colombia tuvo los tiempos más difíciles de este tipo de violencia en 2001, momento en que los grupos armados masacraron 680 personas, y se repitieron en los años de negociación con las AUC, cuando en 2004 masacraron 263 personas.
Preocupa sobre todo, entre otras cosas, que esta violencia desestabiliza procesos sociales, pues entre todos los homicidios y masacres, la ONU registra este año el asesinato de 97 líderes, gran aumento frente a 2019, año en que fueron ultimados 108, según la misma fuente.
Juan Carlos Garzón, director de dinámicas del conflicto de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), dice que la violencia creciente que vive el país es distinta del último ciclo de violencia, anclado en la posdesmovilización paramilitar, entre 2003 y 2006. “Durante y después de las negociaciones del Caguán, hubo una arremetida violenta muy fuerte por la recuperación de territorio que hicieron las AUC. Luego vino la violencia durante las negociaciones de Ralito y desmovilización. Ahora tenemos una confrontación muy distinta, fragmentada; las masacres en Nariño tienen una narrativa distinta a las que tuvimos en Norte de Santander o en Cauca. Ponerle un título, como si se tratara de una sola narrativa, significa no reconocer que en las regiones estamos enfrentando distintos desafíos, distintas amenazas, distintos grupos, algo que el Gobierno parece no entender”.
La violencia ha terminado en una gran diáspora silenciosa que no sale en los medios de comunicación ni toca la conciencia del país. El 19 de enero de este año al casco urbano de Tumaco llegaron más de 2.000 desplazados de la zona rural por combates entre las Guerrillas Unidas del Pacífico, disidentes de las Farc y el grupo narcotraficante los Contadores, financiados por carteles mexicanos. Los enfrentamientos en la vereda Cuarasanga dejaron decenas de muertos de ambas estructuras, cada grupo recogió sus muertos y los enterró, en un episodio ignorado en Bogotá. Los campesinos salieron en pequeños botes por el río Chagüí hasta llegar al mar. No era la primera vez que la zona estaba en disputa. Entre 2000 y 2002 las Farc y los paramilitares ocasionaron el desplazamiento de al menos 15.000 personas.
Cifras víctimas de homicidios colectivos:
Este año el país ha padecido el aumento de masacres, asesinatos de líderes, confinamientos de comunidades enteras –muchos de ellos en el Pacífico–, desplazamientos, reclutamiento de niños y accidentes con minas antipersonal –87 víctimas en 2020–, en un recrudecimiento de la violencia desde que las Farc dejaron las armas. De acuerdo con el exdefensor del Pueblo, Carlos Negret, el país experimenta una nueva fase del conflicto armado y otras formas de violencia que se ha ensañado contra los territorios rurales dispersos, las comunidades étnicas, los campesinos y los defensores de derechos humanos. “En estos territorios, donde está la esperanza del país, tenemos brechas inmensas para garantizar los derechos sociales, económicos y culturales, y todo ello superpuesto a los corredores estratégicos de las economías ilegales. Su recrudecimiento en las últimas semanas obedece a que el escenario de disputa se profundiza, pues hoy todas las estructuras tienen disputas externas e internas”.
Mientras tanto, las autoridades suelen explicar las masacres como ajustes de cuentas o disputas de territorio entre bandas. Y aunque hoy la guerra que vive Colombia está cimentada netamente en el narcotráfico y no es una lucha por el poder político, la base del conflicto sigue siendo la misma: falta de presencia del Estado, falta de oportunidades, desigualdad y la incapacidad de garantizar derechos en la ruralidad. Dice Negret: “Estos crímenes suceden en contextos de altísima conflictividad y vulnerabilidades sociales y territoriales. No se puede desconocer que las economías ilegales atraviesan la dinámica y los intereses de los grupos armados, pero sabemos que las causas provienen de la ausencia del Estado”.
Esta nueva violencia revictimiza territorios que habían dado pasos decisivos hacia la reconciliación y que parecían estar a salvo de la guerra. La semana pasada, 37 familias de la vereda Caño Negro, entre los municipios de Zambrano y El Carmen de Bolívar, fueron desplazadas por las acciones intimidatorias de los nuevos actores violentos, justo en esa región que padeció el fuego cruzado del conflicto que es los Montes de María. El detonante fue el asesinato de Enrique Medina, un campesino de 60 años a quien hombres desconocidos le propinaron varios disparos en la cabeza mientras que trabajaba en su finca de Loma Alta. Entre 2016 y 2019 se registraron 227 muertes violentas en los Montes de María, 51 más que en el periodo 2012-2015. Lo llamativo es que el 74 por ciento de esos crímenes se concentra en San Onofre (142), El Carmen de Bolívar (91) y Maríalabaja (65).
Para el Observatorio de Cultura, Política, Paz, Convivencia y Desarrollo de los Montes de María de la Universidad de Cartagena, es innegable que la tendencia muestra un incremento en los tres últimos años, que coinciden con el reposicionamiento de grupos como el Clan del Golfo. De hecho, el aumento para 2019 es del 39,7 por ciento en relación con el año anterior. Las muertes violentas se están convirtiendo nuevamente en noticias usuales en los 15 municipios de los Montes de María. A Ovidio Baena, líder sindical, lo asesinaron a golpes el 28 de junio, en su finca del corregimiento de Macayepo mientras descansaba en una hamaca. El día anterior, hombres que se identificaron como miembros de las “autodefensas” acribillaron, sin mediar palabra, a Cristian David Anaya Herazo, de 20 años, y a Carlos Farith Ortiz Acosta, de 34 años, en el sector de Caño Negro, el mismo donde se produjo el reciente desplazamiento. Tres personas más vinculadas a procesos de restitución de tierras fueron asesinadas en los últimos dos meses.
Camilo González Posso, director del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), asegura que esta diáspora violenta viene de estructuras mafiosas que tienen una lógica narcoparamilitar de múltiples criminalidades con las que buscan posicionarse en las regiones. “Eso no es equivalente a la delincuencia o rebeldía con pretensiones políticas de las Farc, que tenía unas estructuras con capacidad de enfrentar al Estado. Estos grupos no están constituidos para enfrentar al Estado, sino para capturar instancias del Estado y reproducir sus beneficios. Y hay una estrategia militar general y no una estrategia para combatir las nuevas modalidades de criminalidad”.
Justo los expertos advierten que el Gobierno nacional no se ha acondicionado ante las nuevas dinámicas de los conflictos en Colombia. Dicen que pretende atacar un sinnúmero de grupos narcoparamilitares como si se tratara de una gran estructura como las Farc, que tenía líneas de mando definidas y la mayoría de los frentes respondían a propósitos comunes dictados desde el secretariado o las jefaturas de las AUC. Hoy Colombia vive una violencia parecida a la mexicana: más fragmentada y más narcotizada, y quizá más cruel.
Cifras de masacres en Colombia según ONU:
“El crimen organizado también hace masacres; no necesitamos tener un grupo armado como los paramilitares, que ocupaban gran parte del territorio, para tener este tipo de violencia, el mejor ejemplo es lo que ocurre en México. Ahora parece que todo se vive bajo el mandato de las economías ilegales, pero debemos reconocer que estos grupos tienen como objetivo el control social, y para lograrlo usan varias vías: el miedo, el terror y la amenaza. Por otro lado, hay grupos que reconocen que esos métodos tienen un alto costo político. En el fondo, quien regula y controla el territorio genera un contexto de impunidad, economías ilegales, estabilidad territorial”, asegura Garzón, de la FIP.
Las comunidades hoy tienen entre sus mayores problemas que no logran interlocución con los grupos armados para gestionar su supervivencia. Durante el conflicto armado, líderes sociales y comunidades lograban pautas de convivencia con los comandantes de Farc, ELN y AUC, en donde ejercían un control del territorio. Hoy eso no existe o es cada día más frágil, lo cual pone aún más en riesgo a la población. Dice Garzón: “Cuando un grupo se establece en una zona, las comunidades establecen mecanismos de protección para desescalar la violencia. Hoy las comunidades dicen que no saben con quién hablar, así que el sistema de defensa que tenían está muy debilitado por el asesinato de líderes, el relevo de comandantes en la confrontación armada y los nuevos grupos que están entrando al territorio”.
Un ejemplo de esto ocurre en Cauca, donde operan más de cinco grupos armados: la disidencia Jaime Martínez; la disidencia Dagoberto Ramos; la Segunda Marquetalia, comandada por Iván Márquez y Jesús Santrich; las Autodefensas Gaitanistas; el frente disidente Carlos Patiño; el ELN, y pequeñas bandas independientes que se abren paso a sangre y fuego. Estos grupos no establecen ningún proceso comunitario de diálogo, sino que acuden al terror y a la intimidación para someterlos. En Cauca, desde 2016 han asesinado 269 líderes indígenas, 242 luego de la firma del acuerdo de paz y 167 en el Gobierno de Iván Duque.
Con su dialéctica del miedo, los nuevos grupos ilegales buscan borrar cualquier proceso comunitario y dan rienda suelta a sus dinámicas criminales: la ilegalidad y la violencia como única empresa válida, como único proyecto de vida. Así pasa en la región del sur de Córdoba, enmarcada por el Parque Nacional Natural Paramillo, otra entre muchas de la región Caribe en las que sus habitantes han sido víctimas de hechos violentos en los últimos meses por cuenta de las disputas territoriales de los grupos armados ilegales. Esto pese a sus procesos de recuperación de tierra, sembradíos de pancoger y la agremiación política.
En las primeras horas del lunes 27 de julio, hombres armados llegaron hasta la vereda Las Cabañas, en el corregimiento Versalles, del municipio San José de Uré, y después de ingresar a varias viviendas para robar elementos, como teléfonos celulares, asesinaron a Elizabeth López, a su esposo Vitaliano Feria Morales y a su hijo Edison Feria López. Durante la incursión les gritaron a los demás habitantes que si no se iban antes de la una de la tarde, volverían para “mocharles la cabeza”. Los hechos desplazaron a más 50 familias hacía el casco urbano, ubicado a 147 kilómetros al sur de Montería. Las muertes fueron atribuidas a hombres de los Caparros.
Hoy, en 50 de los 197 municipios de la región hay presencia comprobada de estas organizaciones, de acuerdo con un informe del Centro de Pensamiento UNCaribe de la Universidad del Norte. Factores como el regreso a los territorios de antiguos paramilitares (acogidos a la Ley 975), la reorganización de bloques guerrilleros y la entrada en el negocio del narcotráfico de otros grupos han creado un nuevo mapa armado en el Caribe y, a su vez, creado una ola de enfrentamientos y muertes.
Crímenes como los de la familia Feria López provienen de las disputas entre las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada (antes los Pachencas), ELN, EPL, los Costeños, el Nuevo Frente 18 (Román Ruiz Cacique Coyaran, disidencias de las Farc) y el Frente Virgilio Peralta Arenas, conocidos como los Caparros.
En medio de tantos nuevos grupos –lo mismo sucede en Cauca, Nariño, Putumayo, Norte de Santander–, la población civil está cada vez más desprotegida. La guerra ha mutado y no parece haber una estrategia contundente para confrontar a estas nuevas estructuras criminales, como años atrás. Con el agravante de que la pandemia dificulta aún más la presencia del Estado y la fuerza pública en los territorios.
El Ejército y la Policía juegan un papel determinante en esta nueva fase de la violencia. El Gobierno deberá combatirlos, con la inteligencia y de la mano de la Justicia. Pero mientras no haya presencia del Estado y oportunidades de tener un futuro en la legalidad, muchas de estas regiones estarán condenadas, triste e inexorablemente, a vivir bajo el yugo de la violencia.
Vea aquí la entrevista de Semana con el alcalde de Samaniego, Óscar Pantoja: