ANTIOQUIA
¿Quién responde por los mineros muertos en Amagá?
Con el rescate de los primeros fallecidos se comienzan a conocer las causas de la tragedia.
A Carlos Enrique Muriel Estrada le faltaban pocos metros para llegar a la salida de la mina cuando decidió devolverse por Luis Arturo, su hermano. Unos minutos antes de que una de las paredes del túnel se reventara y liberara un torrente de 27.000 metros cúbicos de agua, Carlos bajó de nuevo hacia lo más hondo del socavón nada más que por esperar a su compinche.
Desde cuando eran niños y hasta cuando cumplieron 50 años, los hermanos Muriel no se separaban ni para ir a trabajar. Eran tan uña y mugre, que en la época de la escuela, Carlos Enrique se ponía a llorar cada vez que su abuelo, en broma, le decía que un buen día iba a meter a Luis Arturo en una paila ardiendo, como escarmiento para que dejara de ser cansón. “Ay, abuelito, no vaya a meter a Arturito en esa olla”, gritaba Carlos.
No se sabe si los hermanos Muriel alcanzaron a reencontrarse dentro de la mina La Cancha, de Amagá, ese día que los gritos de 12 mineros se ahogaron en medio de la más penosa impotencia. Lo cierto es que ninguno de los dos volvió a salir.
Esta vez fueron 12 muertos. Pero en junio del 2010, en la mina San Fernando, fallecieron 73; y años más atrás, en 1977, la cifra de quienes no lograron sobrevivir en la mina Industrial Hullera llegó a 86. Y desde aquella época la amenaza no se ha ido. Prueba de ello es que, tras la inundación de la mina La Cancha hace 12 días, la Agencia Nacional de Minería (ANM) le ordenó a la Alcaldía de Amagá proceder con el cierre de 17 minas legales y 67 informales, por el riesgo de inundación.
En las minas de Amagá pareciera que se espera a la muerte con resignación. Byron Castrillón, representante del gremio minero en la región, lo dice con palabras más severas: “el que trabaja en una mina de carbón es porque sabe que está dispuesto a morir”.
La razón por la cual los mineros de este municipio hablan con tanta seguridad de una muerte presupuestada es que cuando están cavando en busca de carbón, no saben a ciencia cierta en qué momento se van encontrar con las bolsas de agua que la tierra esconde. Mientras cavan, van como ciegos dando bastonazos. Y eso fue lo que pasó en La Cancha: el agua que hallaron accidentalmente los trabajadores hizo colapsar las precarias paredes del túnel. La necropsia que Medicina Legal le practicó al primer cadáver rescatado revela que la muerte de Fabio Alberto Muriel, de 55 años, está relacionada con un “politraumatismo por derrumbe de la mina”. El hombre falleció bajo escombros y piedras.
Lo más grave de todo es que, según el alcalde de Amagá, Juan Carlos Amaya, no hay forma de saber dónde están las concentraciones de agua porque no existe, en pleno siglo XXI, un estudio hidrogeológico que sirva de guía en las excavaciones.
Eso lo confirma Jorge Martín Molina, profesor de la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, quien visitó la zona. Dice que de contar con mapeos o estudios topográficos, los mineros podrían eventualmente ser prudentes y dejar espacios entre columnas de sostenimiento, para no toparse con el agua.
Industrial Hullera, por ejemplo, es una mina que entró en liquidación en 1997 y que hoy es una trampa mortal que podría reventar en cualquier momento. Pese a que la Superintendencia de Sociedades ordenó en junio pasado su cierre técnico, la administración municipal sabe que de los túneles siguen bombeando agua y en esa medida “van extrayendo carbón y eso genera un riesgo”, denuncia el alcalde.
Antes de la tragedia en La Cancha, Claudia Cadavid Márquez, secretaria de Minas de la Gobernación de Antioquia, había advertido del peligro en Industrial Hullera, no sólo por el agua, sino por cuenta de los gases metano que allí gravitan y que podrían generar una explosión más tarde que temprano.
Pero además del agua y los gases, variables propias de toda mina de carbón, lo que cuesta trabajo entender es por qué si en Amagá la minería es una actividad de más de 200 años, hasta el momento no se ha llegado al punto en que sea segura.
Amagá es uno de los cinco municipios que conforman la cuenca carbonífera del Sinifaná. Desde los peñascos más altos es posible ver los rotos en la tierra que ha dejado la extracción del carbón, un oficio del que depende económicamente el 80 % de la población.
Que haya títulos mineros no implica que se trate de una zona segura. De las 85 minas censadas, sólo 17 están formalizadas. Incluso estas últimas no están exentas de peligro. Basta ver que San Fernando, la mina que se decía era la más tecnificada, la mina modelo, ya puso 73 muertos.
Sólo cuando pasó lo de La Cancha, el ministro de Minas y Energía, Tomás González Estrada, dijo que se reactivaría la Mesa Minera de Amagá. “El Gobierno quiere que se haga minería, pero bien hecha. No queremos que accidentes como este se vuelvan a presentar, por eso vamos a repotenciar la Mesa”, dijo.
Sin embargo, en el fondo del asunto también están los controles. ¿Quién los hace? En la época de la Empresa Nacional Minera (Minercol), hoy liquidada, era común ver inspectores recorriendo la zona y haciendo recomendaciones. Actualmente esa potestad recae sobre la ANM, entidad que realiza inspecciones, pero no periódicas.
Héctor Jaime Taborda es el representante de la mina El Trapiche, una empresa informal con 24 trabajadores y un socavón de 450 metros de profundidad. Según él, la ANM no lo visita desde hace dos años.
Ahora bien, los dueños de las minas también tienen una inmensa responsabilidad, pues son quienes contratan a los empleados y están en la obligación de cumplir las normas para la explotación del carbón. Ellos como privados y como los que se lucran del negocio, no podrían simplemente lavarse las manos con el Estado.
En este punto la realidad comienza a volverse más compleja. La minería en Amagá es un asunto vital. Con el cierre de 84 minas la semana pasada, quedaron con las manos cruzadas unos 3.000 obreros que en la semana pueden estar devengando entre 200.000 y 350.000 pesos cada uno. Del negocio dependen 12.000 personas, esto es, casi una tercera parte de la población de Amagá.
El municipio no está preparado para lo que significa una crisis social de tal dimensión. El alcalde incluso teme por la seguridad y el orden público. Y algunos mineros, aun conociendo los riesgos, dicen que prefieren estar dentro del túnel, con la muerte rondando, antes que quedarse sin el pan para llevar a la casa. Rubén Darío Vélez es uno de ellos.
Sentando sobre una baranda que queda a pocos metros de La Cancha, Rubén se atreve a decir que en Amagá va a haber robos: “porque es que el hambre que se va a abrir por acá no tiene nombre”.