Semillas de vida fue la fundación que creó Teresa para rehabilitar a su hijo Andrés. Foto Santiago Ramírez Baquero

DOSIS MINIMA

"Las drogas en mi hijo": la madre que creó una fundación para rehabilitar a su propia sangre

Teresa desocupó su casa y comenzó con un sueño quijotesco: adaptar el lugar para rehabilitar a adictos a las drogas, entre los pacientes que atendió estuvo su hijo Andrés.

4 de octubre de 2018

“¿A mí o a su hijo?”, preguntó con rabia en los ojos el esposo de Teresa. Luego de un silencio largo, ella tomó aire y le contestó: “Yo no lo puedo mandar a la calle, voy a sacar a mi hijo adelante”.

Él empacó maletas, partió y se volvió su exesposo. Nunca volvió a saber de él. Su puesto como abogado y su estatus social le nublaron la cabeza. No permitió que un hijo suyo fuera drogadicto. Por eso prefirió perderlo, recuerda Teresa, a sabiendas de que en su conciencia estaba también su propio problema con el alcohol.

Al frente de la casa de Teresa, en el barrio Marsella, de Bogotá, había un parque. Ahí su hijo Andrés pasó varias noches. Aunque su madre le prometió no mandarlo a la calle, no le abría las puertas mientras su cabeza estuviera anestesiada por alguna sustancia que en la calle hubiese consumido.

Andrés reconoce que si Teresa no hubiera hecho eso estaría cargando un costal con la mirada perdida en alguna calle del centro o en un manicomio… O enterrado.

“La droga desde que me levantaba hasta que me acostaba era para mí lo más importante”, dice ahora. Desde pequeño, él y sus hermanos vieron cómo una fisura diminuta se convirtió en una grieta profunda que separó a su familia.

El refugio lo encontró en las drogas, en el primer porro de marihuana que se fumó en su vida. Fue en las ramas de un árbol en una tarde cualquiera. Desde aquella vez la curiosidad se volvió grande, hasta convertirse en un problema de abuso, a tal punto que Andrés creó todo un ritual alrededor del consumo, desde que abría los ojos hasta que los cerraba.

Es una escena muy dura, fue en frente de la casa. Lo engañamos, le dijeron la mentira de que yo estaba enferma, él timbró. Lo cogieron y se lo llevaron. Lo amarraron de pies y manos entre ocho personas, lo subieron a un taxi y se lo llevaron para una fundación. Lo que hace la droga es eso, acabarlos.  A quién no le duele ver a su hijo consumiendo en el parque... Es muy difícil para mí intentar devolver la película y traer al presente esos recuerdos. Como dicen, nosotras las madres siempre morimos engañadas. Yo no sabía qué consumía ni cómo ni en dónde.

Este libro ha pasado por muchas manos, incluídas las de Andrés durante su proceso en la fundación que creó su mamá. Foto Santiago Ramírez Baquero

El corazón se aceleraba o las pulsaciones se volvían menos frecuentes, dependía de lo que Andrés hubiera consumido para escapar de lo que lo rodeaba. El mundo se distorsionaba, los sonidos se volvía inaudibles, y una sensación de frío le recorría el cuerpo como una descarga eléctrica.

Teresa no podía más. Devastada y sin ánimos empacó en su maleta algunas prendas, lo que le quedaba de corazón –casi vuelto trizas por la adicción descontrolada de Andrés-, su fe y sus ganas de sacar a su hijo de un tornado que parecía no se iba a detener. Partió hacía Buga, para verle los ojos al señor de los milagros y rogarle por una salida, por un camino que la sacara del purgatorio que pagaba en tierra. Pero no sin antes ofrecer una promesa.

Una vez allá cruzó la puerta de la rosada basílica, se arrodilló, cerró los ojos, y en su religioso silencio dio gracias, pidió perdón, pidió ayuda y entregó su promesa. Cuando salió ya tenía una misión, y no una cualquiera: crear una fundación para rehabilitar a personas con problemas por abuso de drogas.

La idea en su casa sonó como una quijotada. Teresa se quitó de la espalda sus años como funcionaria pública y volvió a empezar. A pesar de que sus hijos creyeron que se trataba de una locura.

Dios es la única persona que tenemos y con fe él me cumplió. Le di gracias por darme el valor de hacer eso, porque era para el bien de él. Le dije: ‘sana a mi hijo y te prometo que yo voy a sanar a mucha gente‘. Andrés hizo un tratamiento de 15 meses y ahí empezó el compromiso. Yo tenía que empezar por algo, porque si bien hubo recaídas, Andrés hizo un primer proceso y tenía yo que agradecer. Empecé con Semillas de Vida, y comenzamos en nuestra propia casa. Fue duro, pero no me interesaba ninguna cosa material, me importaba era transformar la mala vida de mi hijo. Yo tenía que cumplir. Pero no sabía cómo dar el primer paso, una vecina que vivía en Cali tenía una casa donde nadie vivía para arrancar con la fundación y yo usé el garaje y metí mis muebles y ropa ahí, ahí dormíamos. Entonces usamos la casa materna, la nuestra, donde vivíamos en el barrio Marsella, porque yo quería que la casa fuera el lugar donde mi hijo me ayudaría a rehabilitar gente.

“Yo no creía en nada en la promesa de mi mamá”, dice Andrés. Pero con el tiempo volvió a nacer, su cuerpo poco a poco cambiaba. Su rostro adquirió su color de antes, y su ansiedad se fue opacando, pero no se fue del todo…

Empezó su rehabilitación con un esfuerzo sobrehumano, junto a sus amigos del barrio, también adictos. “Las familias de ellos me preguntaban que qué hacían… porque obvio les dolía que consumieran ahí enfrente, en el parque, ¿a quién no le duele eso? Esa era mi misión no ayudar solo a mi hijo sino a mucha gente”, dice Teresa.

Andrés toma impulso para decir una frase que deja en silencio a cualquiera: la drogadicción es una enfermedad traicionera.

Pasó por muchos centros de rehabilitación. Los más baratos, donde el baño era un balde para 30 personas, donde lo maltrataban, donde les pegaban a los adictos. Los más caros, con las comodidades, con especialistas. Los regulares, los pequeños, los grandes, los que quedan lejos, los que permiten contacto, los que aíslan.

No existe la fórmula perfecta. Y el primer intento, en la casa que su mamá vació para fundar Semillas de Vida, no funcionó. Muchos de los intentos que le siguieron tampoco lo lograron.

Andrés, en uno de esos tantos procesos de rehabilitación, puso el primer pie fuera del centro en la calle y sintió que todo había pasado. Pero con el paso de las semanas una fragilidad interior le empezó a taladrar el cerebro, a seducirlo, a ponerlo nervioso.

A veces nosotras las madres perdemos la fe y la esperanza porque si el hijo recae y recae entonces pensamos que ya no tiene solución, que no se ve ninguna luz, ninguna salida. Pero hay que intentarlo, no hay que permitirle que recaiga. Esto se trata de una lucha que es muy complicada. ¡Claro que yo le pedía a Dios! Pero es que yo no esperé el milagro inmediatamente, y fueron pruebas muy arduas, y Dios me puso a prueba para ver si yo de verdad era capaz de manejar seres humanos.

Ambos trabajan ahora salvando las vidas de diferentes jovenes adictos a las drogas. Foto Santiago Ramírez Baquero

Regresó una y otra vez a diferentes instituciones. Volvió a recaer. La solución no se veía en ningún lado. Andrés conoció a una mujer, tuvo a sus hijos. Parecía el resurgir de una luz que lo volvía todo claro, nítido, audible. Pero no. Perdió a su familia.

Ya no era en su papel de hijo sino en el de padre cuando de nuevo todo para Andrés se volvió migajas, su familia se desboronó en diminutos pedazos. Su esposa tomó a sus hijos y como humo se perdió de su vida.

Ya ni siquiera tenía fuerzas para consumir.

Fue un primer cigarrillo y un primer trago su contacto con el oscuro mundo. En el barrio Marsella, donde creció, después de haber probado la marihuana y desconociendo que ese primer porro fue el paso que cruzó la línea a muchos años de  consumo, llegaron otras drogas que lo desconectaban del mundo que lo rodeaba, sobre todo de los regaños de su padre alcohólico.

A los 16 años recorrió los bares del barrio Galerías. Los porros quedaron a un lado y apareció la cocaína. Todo era aparentemente más rápido, fluido, el polvo blanco le sacó fuerzas para ser productivo, buscar trabajo en su entorno. Detrás, sin embargo, había un engaño. Con el tiempo llegó al punto de robarle a su mamá para comprar un pase.  “La cocaína, mi mejor amiga”, pensaba.

Rumbas de dos, de tres, de cuatro días consumiendo. No se podía desprender, porque cuando se bajaba el efecto se sentía mal, depresivo. En una de esas noches en las que no había freno de mano la cocaína se acabó. Y entonces aparecía otra droga. Un amigo que consumía bazuco le abrió otra puerta a un sótano más profundo. Más cerca al infierno.

La carrera lo hizo visitar ollas, “en escenarios cada vez más tristes”. Primero el porro en un árbol; luego la cocaína en los bares con la mujer que se le apareciera; el bazuco en la calle, en la ‘L’, con habitantes de calle, en horas enteras, y asustado en la oscuridad.

“La mierda y el olor de la basura eran solo perfumes”.

Mantuvo su romance con la cocaína, esta vez con más intensidad. Luego apareció el Techno y el Deep House, y con ellos el éxtasis y el LSD. Y las luces le pegaban en la cara y la música le retumbaba en la caja torácica. Ahora se codeaba con la alta sociedad, con hijos de políticos, con gente de la farándula.

-Con el alma más vacía- finaliza Andrés. La conversación muere durante unos minutos de silencio que parecen eternos.

- Yo no sabía tantas cosas- le confiesa Teresa, en medio de la entrevista.

***

Foto Santiago Ramírez Baquero

Fue suficiente. Ya no tenía nada. Agachó la cabeza, se sintió miserable, se sintió fracasado. Solo tenía un lugar a donde ir: la fundación para rehabilitar adictos cuya primera piedra fue puesta por su madre.

“Necesito otra oportunidad más, voy a entrar al tratamiento”, dijo.

Y una vez más, Teresa le dio una oportunidad a Andrés, en su propia fundación. Con voz fuerte y fría le contestó: “si me falla otra vez dejo de ser su madre”. La frase le retumbó a Andrés durante los 15 meses que estuvo ahí. Y aunque creía que sería el consentido por ser el paciente hijo de la dueña, no fue así. “En todo ese tiempo casi no nos veíamos y solo una vez le mandé a comprar un jugo en Carulla, tenía que demostrarle que tenía que ser estricta”.

Poco a poco el temor que por dentro lo engañaba a él y a su madre se ha ido diluyendo con el pasar de los días. Andrés estudió psicología y se especializó en el tratamiento de adictos. Ha viajado con su mamá a Centroamérica para estudiar casos de allá y exponer su experiencia.

Con el tiempo recuperó a su familia, volvió a ver a sus hijos. Volvió a sentirse completo. Andrés recorre los pasillos y escaleras de la fundación, ahora ubicada en el barrio La Soledad, y las imágenes de su rehabilitación las tiene vivas: la reja de su ventana que presionaba con rabia porque se sentía sin libertad. En la sala donde leía ahora están 40 pacientes de la fundación. Andrés para un momento su recorrido, mira a los ojos de Teresa y le dice:

“Gracias mamá”.