NACIÓN

Así se reparte el ELN y el Clan del Golfo el control de Chocó

Desplazamientos, confinamientos, amenazas y asesinatos son algunos de las infamias con los que vienen lidiando las comunidades rurales del departamento desde que hace un año que comenzó la guerra entre el Clan del Golfo y el ELN. Radiografía de una tragedia.

19 de febrero de 2020

Los 126 indígenas wounaan de Agua Blanca, en Nuquí, dormían cuando la marea de violencia acorrala a los habitantes del Pacífico chocoano entró a su comunidad. Cinco hombres armados y encapuchados, miembros del Clan del Golfo, irrumpieron en la oscuridad y a los gritos sacaron a la gente de los tambos. Eran las 10 de la noche del 5 de enero “¿Quiénes son infiltrados de la guerrilla?”, preguntaron los matones en este pueblo, donde la mitad de los habitantes son niños. “Nosotros no conocemos grupos, pero sí pasan por acá”, les contestaron. Entonces preguntaron con nombre propio. “¿Dónde está José Gabriel?” Ante el silencio, encañonaron a un hombre que, asustado, los llevó hasta la casa del sentenciado. Como no lo encontraron, mataron a tiros a su tío, Anuar Rojas, un guardia indígena de 28 años que deja tres hijos y una esposa.

Cuatro días después, los wounaan abandonaron Agua Blanca. En la mañana del 9 de enero salieron sin nada, varios de ellos desnudos, para adentrarse en la selva del Darién, una de las más espesas e inhóspitas del mundo. Entre los desterrados iban 78 niños, casi todos de piernas muy delgadas y barrigas hinchadas por los parásitos. Los hermanos mayores cargaban con esfuerzo a los bebés. En la travesía, una mujer embarazada ya había comenzado a sufrir los primeros dolores del parto. Y también iba José Gabriel, el condenado a muerte. Un indígena de 22 años con la cara y la estatura de un niño, que apenas habla español y con dificultad dice que no sabe por qué querían asesinarlo.

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Por estos días, muchos tienen que huir en las comunidades indígenas y afro del Chocó, algunos han muerto por la misma arbitrariedad, señalados de colaborar con elenos o con gaitanistas, como se autodenominan los delincuentes del Clan del Golfo. El año pasado, 216 personas murieron asesinadas en Chocó, ocho más que en 2018.

El desplazamiento de los wounaan de un territorio que han habitado por siglos es apenas una de las infamias perpetradas en ese departamento. Ocurre en medio de una guerra que comenzó hace un año. Desde entonces deja una estela de asesinatos selectivos, éxodos masivos, reclutamientos de niños, abusos sexuales, confinamientos. Y como si fuera poco, un territorio plagado de minas antipersonal. Hasta los niños se mueren de males menores porque los médicos tradicionales están confinados y no pueden desplazarse a atenderlos.

El departamento ‘perteneció’ a las Farc durante un par de décadas. Ese grupo había controlado el departamento sin mayor oposición desde las arremetidas paramilitares ocurridas a finales de los noventa y comienzos del 2000, que derivaron en tragedias como la masacre de Bojayá. Pero el desarme de las Farc abrió un espacio que el ELN quiso conquistar. Hoy, esta guerrilla tiene tres rutas de avanzada. Una por el norte del departamento, desde Riosucio a Bojayá. Y dos por el sur, a través del río San Juan y por la región del Baudó. Cinco compañías del frente de guerra occidental del ELN reúnen alrededor de 300 miembros. Se mueven por el departamento bajo las órdenes de comandantes como Uriel, Danilo y Marthica, conocida también como la Abuela.

La violencia arreció cuando el Clan del Golfo entró en la disputa. Hasta ahora, había tenido una escasa presencia en estas costas del Pacífico. La fuerza de la banda criminal estaba concentrada en el Bajo Cauca y el Urabá antioqueño, es decir, en las rutas hacia el Caribe. Pero el Estado atacó al grupo con la Operación Agamenón, una de las ofensivas más grandes y largas de las fuerzas policiales y militares. La mayoría de los cabecillas importantes, como Gavilán, el segundo al mando, murieron en los últimos cinco años.

Acorralado, Otoniel, el capo principal, quiso negociar su rendición con el gobierno de Juan Manuel Santos. Hubo diálogos, pero se desinflaron porque a los criminales les pareció muy severo el plan de sometimiento que planteó la institucionalidad. Para completar, Agamenón bajó la guardia durante todo el año pasado, y las autoridades desperdiciaron su avance sobre el Clan. Entonces la estructura criminal recuperó potencia y buscó nuevas posiciones. Saltó de Antioquia a Chocó, donde la avanzada gaitanista se estrelló con la expansión elena.

En esta disputa, Juradó es el botín más grande, la milla final en la ruta del narcotráfico por el Pacífico colombiano. El casco urbano está a solo una hora, por vía marítima, de la frontera con Panamá. Por allí pasa el torrente de cocaína procesada en Nariño, Cauca y parte de la de Antioquia. Por sus costas cruzan por obligación las lanchas Go Fast cargadas de droga. Una vez llegan al país vecino prácticamente coronan, porque los centroamericanos tienen controles débiles. El negocio de pasar la droga es tan rentable que los lancheros hunden sus embarcaciones una vez entregan el cargamento, y se devuelven en avioneta.

De vuelta al pasado

Sin embargo, no siempre van por mar. Tanto el Clan como el ELN utilizan un método macabro, un viaje conocido como la ruta de las hormigas. Obligan a los indígenas a cargar hasta 50 kilos de cocaína en sus espaldas, y atravesar el Tapón del Darién a pie, en una tortuosa travesía de varios días por uno de los terrenos más inhóspitos de planeta.

Esa ubicación privilegiada tiene acorralado a Juradó, un pueblo que ya se había quedado vacío una vez, hace 20 años, cuando sus habitantes huyeron de la guerra entre las Farc y las autodefensas. De hecho en Jaqué, el primer poblado panameño sobre el Pacífico, viven 600 colombianos, casi un pueblo de desplazados. Ahora, Juradó está al borde de padecer su segundo éxodo.

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