CULTIVOS ILÍCITOS

Tumaco, la batalla que se está perdiendo

La muerte de nueve campesinos cultivadores de coca refleja el drama y la dificultad de combatir los cultivos de coca. Con 150.000 hectáreas ilícitas, grupos criminales y sin aspersión aérea, el polvorín solo puede aumentar. Tumaco es hoy el centro sangriento de esa lucha.

7 de octubre de 2017
En el Alto Mira y Frontera, en Tumaco, Nariño, la Policía erradica los cultivos de coca que considera industriales. Allí no hay opciones de sustitución para los colonos que se instalaron hace 15 años, cuando el Plan Colombia los desplazó de Putumayo y Caquetá. Los campesinos se oponen a la erradicación y en esta oportunidad hubo amenazas de grupos armados para que salieran a enfrentarse a la fuerza pública.

La refriega entre campesinos y policías en una vereda del Alto Mira y Frontera, el jueves pasado, que dejó 6 muertos (en principio se habló de 9) y 23 heridos según el Gobierno (serían más de 60 según testimonios), se veía venir. Desde hace casi un mes varias organizaciones sociales se habían acercado a la Alcaldía para denunciar que grupos disidentes y criminales las estaban amenazando de muerte si no salían a bloquear las brigadas de erradicación forzosa que desde hace más de seis meses desarrolla la Policía en esta zona.

Hablaron en particular de Guacho, a quien unos señalan de disidente de las Farc y otros de paramilitar; de David, o el Ecuatoriano, que también tuvo que ver con las milicias de esa guerrilla; del Contador, hombre clave del Clan del Golfo en la frontera; y de Cachi, un narco puro. Al parecer, todos estos grupos se han alimentado de excombatientes de las Farc que nunca llegaron a concentrarse ni a dejar las armas. Según la denuncia, exigían a cada comunidad poner 30 personas en las protestas, so pena de convertirse en objetivo militar.

Por eso, cuando los erradicadores de la Policía junto al Esmad y al Ejército llegaron hace dos semanas a la vereda Tandil, Brisas de Mataje y el Divorcio, encontraron un cordón humano alrededor de los cultivos. Los campesinos, obligados o no, querían evitar que la Policía arrancara las matas de coca. Según un líder de Asominuma, cada día intentaban entablar un diálogo con los agentes para convencerlos de abandonar la tarea. “Son órdenes del presidente”, cuentan que estos respondían. Así, la tensión entre ambas partes, que crecía por momentos, explotó el jueves.

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Sobre lo que ocurrió esa mañana hay dos versiones. El Ejército y la Policía sostienen que la gente de alias Guacho lanzó explosivos y disparó contra la fuerza pública, mientras usaba a los campesinos como escudos humanos. Esta versión podría quedar corroborada cuando Medicina Legal entregue su informe forense sobre las armas y circunstancias de las heridas.

Los manifestantes tienen otra versión de los hechos. Aseguran que la Policía disparó. Al parecer, primero habría lanzado granadas lacrimógenas, y algunos manifestantes tomaron los cascos de estas y se los tiraron de vuelta a los agentes, quienes al creer que les estaban disparando respondieron.

La muerte de estos campesinos ha preocupado a muchos en el país. Organizaciones sociales pidieron una verificación independiente para esclarecer los hechos, e incluso que la Misión Política de la ONU haga presencia allí. Sin embargo, será la Justicia la que deberá investigar.

Si se comprueba que la Policía les disparó a unos campesinos desarmados, esta sería una grave violación a los derechos humanos y tendría consecuencias más allá de lo legal. Además, ahondaría el abismo de desconfianza entre los habitantes de estas zonas olvidadas y un Estado que no logra hacer presencia más allá de la bota militar. En esta versión, es difícil creer que unos policías hayan abierto fuego indiscriminado contra unos campesinos desarmados. Ahora, si el posconflicto sirve para restablecer la relación entre comunidades e instituciones, el asunto no va muy bien por aquellos lados.

Si por el contrario se comprueba que en realidad fueron los grupos criminales en cabeza de alias Guacho quienes dispararon contra los pobladores con fusilería, el país tendría que admitir que estas bandas se salieron de madre, incluso antes de haber logrado implementar los aspectos centrales del acuerdo de paz. Y tendría que preguntarse cómo proteger a una población civil aterrorizada por ellos.

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¿Qué está en juego?

Tumaco, Nariño, es el municipio con más coca sembrada en el país, con más de 20.000 hectáreas. La erradicación forzada se ha concentrado en esta zona de frontera donde el gobierno considera que hay cultivos industriales que llegan a las 5.000 hectáreas. Allí hay lotes de más de 100 hectáreas protegidos por campos minados y por pequeños ejércitos armados, que usan de carne de cañón a los campesinos pobres que llegan de Caquetá, Putumayo o de otros municipios de Nariño. Les entregan una o dos hectáreas para que siembren coca, y luego los obligan a defenderlas con movilizaciones masivas, bloqueos y marchas en las que en ocasiones usan armamento rudimentario como tatucos. Por esta causa el Estado no ha incluido esta zona entre las de sustitución, sino en las de erradicación.

El gobierno considera que la violenta actitud de estos grupos tiene que ver con la llegada del Estado por primera vez en la historia, pues la mafia siente amenazados sus intereses. No obstante, para algunos analistas de la región, a la mafia le interesa tener a la Policía y el Ejército concentrados en las reyertas con los campesinos, mientras sigue procesando sin tregua la cocaína y sacándola por el río Mataje y la frontera con Ecuador. Por estos lugares también transitan compradores con miles de dólares en efectivo, y las personas que traen los insumos. En realidad les interesa proteger más la ruta que los cultivos.

No obstante, esa es apenas parte de la realidad, y la otra esconde un complejo problema social. En el Alto Mira y Frontera hay alrededor de 5.000 familias de colonos, muchas de las cuales llegaron hace más de 15 años huyendo de los efectos del Plan Colombia en otros departamentos.

Las Farc estimularon esa colonización que invadía territorios colectivos del Consejo Comunitario de los afros de la zona. En el acuerdo de La Habana, las Farc se comprometieron a devolverles a los pueblos étnicos estas tierras. Los propios afros firmaron con el gobierno un acuerdo de sustitución voluntaria, y están de acuerdo con que los cultivos de los colonos sean erradicados. Estos a su vez le han pedido a la Farc explicar cuáles territorios piensan devolver. ¿Se refieren acaso a los predios que ellos habitan?

Este lío con la tierra ha excluido a los colonos de la posibilidad de acogerse a la sustitución de cultivos. Para ellos el Estado no tiene solución ni respuesta.

En Tumaco más de 12.000 familias han firmado acuerdos colectivos de sustitución, pero hasta ahora solo 1.816 han hecho compromisos individuales y explícitos y han comenzado a arrancar las matas. Si se pone en una balanza el esfuerzo del Estado en erradicación y sustitución, la estrategia del garrote resulta ser más eficaz que la de la zanahoria por una razón obvia: tiene más recursos económicos e institucionales.

Mientras la fuerza pública dispone para erradicar de más de 2.000 hombres, helicópteros, plata y un centro de coordinación regional, en la sustitución trabajan un delegado del Programa Nacional Integral de Sustitución (PNIS) más tres contratistas permanentes. Apenas la próxima semana se instalará el Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), mientras todo lo relativo al punto de desarrollo rural, especialmente titulación de predios y aclaración de la propiedad, está en ceros.

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Sin duda, la estrategia forzada le dará una victoria pasajera al gobierno al cumplir las metas propuestas, pues ya va en 36.000 hectáreas erradicadas de las 50.000 trazadas como objetivo. Sin embargo, la propia Policía admite que el éxito de esta tarea alcanza apenas el 15 por ciento, pues la gente resiembra inmediatamente si no llegan detrás la fuerza pública y las soluciones sociales, tal cual como está ocurriendo en el Alto Mira y Frontera. En cuanto a la sustitución voluntaria, si bien la región tiene en ella cifradas sus esperanzas, hay preocupación por la lentitud y, sobre todo, porque el desarrollo rural integral no se ve por ningún lado.

En La Habana se acordó que Tumaco sería un territorio de manejo especial en materia de seguridad, y que requería todo un esfuerzo del Estado allí. Hasta ahora el vicepresidente Óscar Naranjo ha sido consecuente con ese propósito, ha mantenido un diálogo permanente con las fuerzas vivas de la región, e incluso esta semana despachará desde ese municipio. Sin embargo, eso es insuficiente. El posconflicto tiene diferencias en cada territorio y en Tumaco es necesario acelerar el ritmo de la implementación del acuerdo en todos los niveles antes de que sea demasiado tarde. La pelea en Tumaco no es solo por destruir los cultivos de coca, sino por construir una economía legal viable para la gente. Y en ese camino aún no está puesta la primera piedra.