CORONAVIRUS
Aferrarse a la fe, la esperanza de los que no dijeron adiós
Desde el inicio del confinamiento, la convicción cristiana ha sido constante y los sacerdotes se las ingenian para traspasar los muros de las iglesias y llegar hasta los feligreses con una palabra de aliento. A veces, es el único consuelo que tienen en medio del dolor.
De norte a sur, Colombia padece el coronavirus en sus treinta y dos departamentos. Algunos de los contagiados se recuperan desde casa, otros luchan en las unidades de cuidados intensivos, mientras miles de familias tratan de superar la pérdida ya de 10.105 vidas. Muchos no pudieron despedirse de su ser querido, o siquiera estar a su lado al momento de la muerte, como Luis Germán Maya, oriundo de Sandoná, Nariño, que fue despertado a la una de la mañana del 18 de julio para enterarse de que su hermano Franklin Andrés había muerto.
“¿Cómo así que murió?... él estaba bien, tenía una simple gripa, ¿no?”. Esta fue su reacción al escuchar la noticia. Con escepticismo, al igual que casi toda su comunidad en el municipio, llegó a pensar que ese tal virus era puro cuento para asustar a la gente. Y cómo no pensarlo si ninguna persona cercana, familiar o amigo, estaba contagiada… o al menos eso creía él.
Franklin Andrés tenía 41 años. Era celador del Colegio Pedagógico de Pasto y, como dice su hermano, “era un tipo joven, elegante y deportista”. No tenía comorbilidades para pensar que la covid-19 le arrebataría la oportunidad de estar con su esposa y sus hijos. “Estuvo un día en el hospital y en la madrugada sufrió un paro cardiaco que lo llevó a la tumba —dice Luis Germán—. Y agrega que "una de las peores tragedias en esta existencia debe ser morir ahogado, debe ser desesperante ese paso de la vida a la muerte”.
La familia Maya no fue la única que celebró una misa en honor al padre, hijo o hermano, con una caja de cenizas enfrente, sin pasar por el proceso de las exequias. La tecnología ha permitido que hasta en el rincón más alejado del país se haga un pequeño homenaje a ese ser que falleció a causa de la pandemia.
Cortesía: Parroquia San Pedro Claver - Tierralta (Córdoba).
El padre Jaime David Barrios es sacerdote católico desde hace nueve años y siete meses. Cinco años de su casi una década de vida pastoral los ha dedicado a la Parroquia San Pedro Claver, del municipio de Tierralta, Córdoba. En su iglesia, ubicada en el barrio Alfonso López, un sector de estrato bajo, solía albergar a cientos de fieles todas las mañanas y tardes. Pero con la llegada del coronavirus tuvo que echar mano de la creatividad para despedir a sus fieles y, lo peor, desde lejos.
Los encuentros eran ciento por ciento presenciales antes de esta cuarentena. Facebook era solo usado para enviar algunos mensajes del Evangelio, pero jamás para dar la unción de los enfermos o echar agua bendita a los ataúdes en forma simbólica.
Lo más leído
Cuando se trata de una eucaristía, el padre Barrios la anuncia con tiempo y todos se conectan puntualmente. Antes de empezar la transmisión en vivo, la mesa principal de la parroquia luce impecable: el mantel blanco, los velones alrededor y la Biblia en el centro esperan por el sacerdote. Los visitantes se suman a cada minuto, mientras que el religioso ruega por el personal médico y por todos aquellos que tratan de salvar vidas en su región. No escatima en tiempo y lee los nombres exactos de los enfermos en Tierralta. La lista es larga, pero no le importa, busca enunciar todas las intenciones que los feligreses envían.
“Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. La vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma”.
Tras más de una hora de conexión, llega el momento de despedirse y entonces pide a los conectados que se levanten en sus casas e inclinen la cabeza para recibir la bendición. Los invita a rogar por los enfermos y expresa: “Permite, Señor, que sean muchos más los que ganen esta batalla”. Finalmente da la bendición.
Según dice el padre Barrios, el coronavirus no ha transformado el fin del catolicismo. Asegura que la Iglesia sigue en su misión. “Lo de fondo no cambia, cambian algunas cosas externas, pero la misión de la Iglesia es evangelizar y eso hacemos”.
Escuchar una palabra de aliento es el motivo por el que más lo buscan por estos días, cuando el confinamiento pasó de semanas a meses y algunos comienzan a perder la paciencia y la fe respecto del porqué les tocó pasar por la muerte de un ser querido en estas circunstancias.
“Para las personas es muy importante, en el caso de las exequias, que le echen el agua bendita al ataúd, que le echen agua al cuerpo, porque eso tiene un simbolismo muy grande. Eso recuerda el bautismo y el bautismo para el cristiano es muerte y resurrección, es morir al pecado y revivir a la vida nueva”, reitera. Hay personas que, incluso, le han suplicado: ‘Padre, al menos en la puerta del cementerio haga una oración y échele el agua bendita’.
Pero, según explica Barrios, la necesidad de la presencialidad no es solo del feligrés. “A uno como sacerdote también le hace falta verlos a la cara, a los ojos y decirles que siempre hay por quien vivir”. O recordarles, como dice el prefacio de las exequias, que “aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. La vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma”.
Cortesía Arquidiócesis de Bogotá.
Ese pensamiento lo comparte Rafael De Brigard, vocero de la Arquidiócesis de Bogotá, que reúne a más de 300 parroquias en la capital del país. Para él, la Iglesia se construyó bajo la base de la congregación y el coronavirus ha causado una gran ruptura en la forma de interacción de la institución y sus fieles. No obstante, reconoce que “la nueva onda de lo virtual”, como la llama, ha sido una experiencia interesante y enriquecedora.
“En mi parroquia Cristo Rey, en la carrera 15 con calle 100, normalmente el grupo de confirmaciones de cada semestre es de unas quince personas. Y esta vez, que hicimos la preparación de confirmación a través de Zoom, resultaron 55. Había gente de Barranquilla, de Madrid (Cundinamarca) e incluso de San Francisco, en los Estados Unidos”, cuenta.
“No nos debería atemorizar (la muerte), sino debería hacernos vivir mejor y prepararnos para ese momento".
De Brigard dice que la Iglesia no se había dado cuenta de lo importante que era la petición de su comunidad acerca de implementar la tecnología en sus celebraciones. La densidad en Bogotá, las distancias y la vida ajetreada se volvieron obstáculos para aquellos a los que les sobraban ganas de ir al templo, aunque no tenían mucho tiempo de asistir. Y es en esa parte que el sacerdote expresa una de las fortunas de la virtualidad: “La gente para las reuniones de Zoom es cumplidísima. Llegan a la hora que es y no se van antes”.
Además, resalta que por estas fechas el acompañamiento espiritual es su granito de arena para sanar las penas. “Uno va percibiendo que la gente tiene gran cansancio, angustia, incertidumbre y lo que uno puede hacer es ofrecerles un momento de oración para fortalecerlo”, agrega. Es tan crítica la situación, que la Arquidiócesis de Bogotá estableció una ‘línea de la esperanza’ en la que atienden a sacerdotes, psicólogos, psiquiatras y voluntarios que, a diario, se sientan horas a escuchar las consultas e inquietudes que acongojan a los que llaman.
Para De Brigard, si algo ha dejado el coronavirus es un mensaje contundente: somos descarnadamente frágiles. “Habíamos entrado en un estilo de vida de bienestar y confort, y por la medicina y la ciencia tal vez se nos había olvidado que somos como una margarita en el universo. De pronto pasa un ventarrón y la desbarata”.
Recordando las palabras del papa Francisco en su bendición ‘Urbi et orbi’, el padre dice que “estamos en la misma barca. A este virus le da lo mismo si eres rico, pobre, culto, del norte o del sur; es una aplanadora”, concluye. Él tan solo espera que la tragedia de esta pandemia se convierta en un momento de introspección para pensar en la muerte como parte de la condición humana. “No nos debería atemorizar, sino hacernos vivir mejor y prepararnos para ese momento, creo yo”.
Tanto Jaime David Barrios como Rafael De Brigard coinciden en decir que una eucaristía tiene el mismo valor si se celebra con un millón de personas o con una sola. Ellos las hacen con la misma intensidad, con el mismo cariño y, sobre todo, con la misma fe de que sus palabras darán esperanza.
Sobre la apertura de las iglesias, ninguno de los dos está dispuesto a sacrificar la salud de sus fieles por verlos en persona. Prefieren contar con ellos a distancia, en vez de no verlos nunca más cuando la pesadilla termine.