CONFLICTOS SOCIALES

Norte del Cauca: la tormenta perfecta

En el norte del Cauca confluyen todas las problemáticas sociales, de disputa por la tierra, de auge del narcotráfico, y de grupos disidentes y emergentes, que convierten a esta región en una bomba de tiempo. Pero es posible frenarla antes de que sea tarde.

28 de octubre de 2017

En las afueras de Caloto, en el norte del Cauca, una imagen contrasta con estos tiempos de paz. Casi 300 hombres de la fuerza pública, entre policías del Escuadrón Antidisturbios, carabineros y Ejército, custodian una finca casi en ruinas, cercada de concertina y trincheras. En las tardes, se protegen del sol bajo la sombra de frondosos samanes y rodeados de flores veraniegas. La casa de techos altos, un templete solitario y los prados resecos hacen pensar que la hacienda tuvo sus tiempos de gloria.

Se trata de La Emperatriz, la finca que se ha convertido en el símbolo de la lucha por la tierra para los indígenas del norte del Cauca. En varias ocasiones, ellos han entrado en masa a los cultivos de caña y los han destruido. Los enfrentamientos han sido sangrientos para todas las partes. El año pasado, en esta hacienda, un policía murió y siete quedaron heridos. Los indígenas con frecuencia llevan la peor parte, sobre todo en Caloto, Corinto y Caldono. Según cálculos, por lo menos 20 fincas han sido blanco de las mingas para “liberar la madre tierra”, una de las cuales anunciaron para el 30 de octubre.

Asocaña no esconde la preocupación. En 2014 se vieron afectadas por este conflicto 200 hectáreas de cultivos. Pero el conflicto ha ido escalando y para este año ya hay 3.000 hectáreas dañadas por las tomas, lo que ha significado pérdidas por 19.000 millones para el sector. Muchos temen que un conflicto eminentemente social termine por escalar en términos de violencia, alentado por los miles de factores que generan inestabilidad en la región, como el narcotráfico, las disidencias de las Farc, y la expansión de grupos armados y criminales.

Detrás no solo hay una disputa larga y amarga por la tierra, sino una diversidad de miradas e intereses sobre un territorio pródigo, que produce el agua y la comida que suplen a gran parte del occidente del país. ¿Podría llegar este polvorín a convertirse en un laboratorio de paz?

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Todos quieren tierra

Para subir a Tacueyó, uno de los tres cabildos de Toribío, hay que tomar una carretera escarpada en las entrañas de la cordillera Occidental. A lado y lado hay parcelas sembradas de café, frutos exóticos como la gulupa, piña y mora, y ganado lechero repartido en pequeñas parcelas. Estos prueban el potencial que tiene este territorio. Pero al lado crecen también frondosas matas de marihuana en pequeños invernaderos iluminados con bombillos. Estos atraen a toda clase de grupos armados y ponen en riesgo la calma recién estrenada con el desarme de las Farc.

Rubén Velásquez es la máxima autoridad de este cabildo. Con su bastón de guardia indígena, propio de los paeces o nasas, señala las tierras que rodean al caserío. “Recuperamos todas estas fincas a los colonos en los ochenta”, dice. Explica que el problema de la tierra viene de muy atrás, de cuando el rey Felipe V de España les dio a los indígenas nasa títulos coloniales que van hasta las tierras planas. Luego vino la independencia, y esos títulos se perdieron. Con los años, diferentes gobiernos adjudicaron los terrenos a los colonos mestizos. Los indios terminaron marginados en las montañas.

El cambio llegó en 1971 con el nacimiento del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric). Esta organización, que nació al calor de la Anuc y de la reforma agraria de Carlos Lleras, se trazó la consigna no solo de recuperar las tierras que alguna vez pertenecieron a los indígenas, sino desterrar prácticas tan abusivas como el terraje, un sistema de trabajo servil con los colonos.

En aquella época empezaron las tomas. Desde entonces los indígenas han utilizado las vías de hecho para expandir sus resguardos. “Ha sido la única manera de hacernos oír”, según Velásquez. Desde que surgió el Cric han invadido decenas de fincas, de pequeños y medianos propietarios, que el gobierno termina por comprar para entregárselas, aunque muchas de ellas permanecen sin títulos.

Agotados de estas tomas, los indígenas y el gobierno han intentado en varias ocasiones negociar. Con cierta desolación el alcalde de Toribío, Alcibiades Escué, recuerda que en 1985 el Cric le entregó al Estado toda una propuesta de reforma agraria para sanear los resguardos. “El gobierno de ese momento fue negligente”, dice, y los indígenas volvieron a las vías de hecho. Se tomaron una finca de 500 hectáreas, llamada El Nilo, en Caloto. Esta toma tuvo un desenlace fatal, pues el narcotráfico ya se había apropiado de muchos de los predios y no estaba dispuesto a perderlas. Paramilitares aliados con la policía asesinaron a 21 indígenas.

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La masacre se convirtió con los años en el segundo gran motivo para pelear por la tierra. El Estado reconoció su responsabilidad ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), y en la conciliación se comprometió a entregar 15.000 hectáreas a los indígenas. Pero le tomó más de 20 años cumplirles. Ahora los indígenas han puesto como un punto de honor que se les entregue la finca en la que, según el informe judicial, se planeó la masacre: La Emperatriz.

En los noventa, luego de la matanza, hubo una relativa calma. Primero, porque el narcotráfico y los paramilitares expandieron su poder en la zona. Segundo, porque la Constitución del 91 recogió buena parte del programa del Cric y lo convirtió en derechos. Y tercero, porque bajo ese nuevo marco la comunidad nasa se puso a construir sus planes de vida o proyectos de desarrollo comunitario, acordes con su cosmovisión.

Entre tomas y negociaciones hoy en día los indígenas del norte del Cauca tienen 100.000 hectáreas, de las cuales 85.000 son productivas, y el resto están en zonas de reserva forestal o de parque nacional. Pero los indígenas aspiran a que se les entreguen 70.000 más. “Tenemos hasta ocho personas trabajando una hectárea”, asegura Velásquez. Para el caso de Toribío, que tiene 47.000 hectáreas, el 70 por ciento es forestal, y del resto viven 4.500 familias. Este es el municipio con más tierra y más poblado de todo el norte del Cauca, subregión de 13 municipios.

Las aspiraciones de los indígenas nasa de aumentar sus resguardos se estrellan con varias realidades. La primera es que las comunidades afro, agrupadas en 35 consejos comunitarios que coexisten con ellos en varios de los 13 municipios del norte del Cauca, también quieren que el gobierno les titule 64.000 hectáreas. A eso se suma que en el marco de los acuerdos de La Habana los campesinos también se vienen organizando y reclamando tres zonas de reserva que suman 24.000 hectáreas. Todo esto significa el 70 por ciento de la tierra productiva en la región. A eso se suman cultivos ilícitos de todo tipo y minería ilegal desbordada.

Según Miguel Samper, director de la Agencia Nacional de Tierras, para cumplir las expectativas de todos habría que “echarle segundo piso a la región”. Porque la mayor parte de la tierra allí está en manos de privados. El 28 por ciento pertenece a los ingenios azucareros y el 60 por ciento, a pequeños y medianos propietarios. En el norte del Cauca no hay ni un centímetro de tierra baldía.

A ese problema estructural, se suma otro igualmente grave. Desde hace por lo menos 15 años, los indígenas vienen haciendo mingas y protestas para obtener bienes públicos que permitan cumplir sus planes de vida. Casi siempre lo hacen bloqueando la carretera Panamericana, tal como ha ocurrido en estos días. “La carretera es el mejor congresista”, dicen los nasa, pues si no acuden a ella, consideran que nadie los toma en cuenta.

Sin embargo, esta también parece ser una estrategia agotada. Los funcionarios de turno apagan el incendio de cada protesta firmando acuerdos que pocas veces se cumplen. Hay más de 1.200 de ellos sobre tierras y desarrollo cuyo cumplimiento está en veremos. No todos han sido incumplidos y se ha llegado a arreglos razonables para las partes. Por ejemplo, dado que en Cauca no hay tierra, los indígenas aceptaron como reparación por la masacre del Nilo una finca grande en el Caquetá, que hoy está dedicada a la ganadería. Este negocio les ha servido para financiar un fondo de tierras propio. En realidad es difícil saber qué tanto se ha incumplido porque no hay una medición objetiva para hacerles seguimiento a las negociaciones que se hacen en caliente.

¿Tierra o territorio?

Jaime Díaz es indígena paez, economista y cultivador de café. Sobre sus hombros recae el Proyecto Nasa, que reúne a los tres resguardos de Toribío. Cuenta que a la ruta que trazó el Cric para recuperar la tierra, se le sumó el espíritu y el método sembrado por el padre Álvaro Ulcué en los años ochenta para que los indígenas tuvieran un plan de vida comunitario.

Este sacerdote indígena fue una especie de guía espiritual y político de los nasas hasta que lo asesinaron en 1984. Según Díaz, el espíritu consistía en combinar la lucha por la tierra con la educación bilingüe y el cultivo de la identidad. Ulcué mismo decía la misa en lengua nasa. “Nos enseñó que no podíamos agachar la cabeza como lo hacían los indios ante el mestizo, ni taparnos la boca para hablar. Decía que teníamos que tomar la palabra. Vivir como nasas y defendernos como nasas”, recalca Díaz.

El método, llamado planes de vida, es una especie de plan de desarrollo adaptado a la cosmovisión indígena. En el caso de Toribío, por ejemplo, ellos tienen un plan diseñado hasta 2050. Y han venido cumpliendo lo que las propias comunidades les ordenan. Esto se facilita porque este es el único municipio del territorio nasa gobernado por alcaldes elegidos popularmente, que hacen parte de su organización de cabildos, desde hace más de 20 años. Así, los planes de desarrollo del municipio y los planes de vida de los cabildos se articulan.

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En 2005, cuenta Velásquez, la comunidad pidió que el 50 por ciento de las transferencias que reciben los cabildos se invirtieran en proyectos productivos y así se ha hecho. Hay por lo menos cuatro empresas en funcionamiento: una de lácteos, otra de jugos, una truchera y una tostadora de café. En total existen 75 grupos productivos. Hacia el futuro tienen proyectos de turismo, de transporte, servicios financieros y comerciales.

También hay alianzas productivas y una economía familiar significativa. En todo el norte del Cauca se producen 150.000 toneladas de alimentos que surten al mercado local y regional. Incluso, algunos productos como la gulupa y el café se exportan. El potencial de producción es muy alto. Hoy, por ejemplo, en Tacueyó se sacan 10 toneladas de truchas al mes, pero las instalaciones de la truchera Juan Tama podrían producir hasta 30.

Los indígenas tienen un sentido de producción colectiva, de beneficio comunitario, en armonía con la naturaleza, y no una visión capitalista de producción y consumo individual. Eso es importante porque, desde afuera, a veces se piensa que ellos quieren la tierra pero no trabajan, lo cual es falso. La experiencia de Toribío demuestra que no es cierto.

Ahora, los cultivos de marihuana van en contravía de estos planes. ¿Tiene sentido liberar la madre tierra, a veces poniendo la sangre, para luego llenarla de marihuana? Velásquez dice que esa es una gran preocupación de las comunidades. Tras estos cultivos vienen los grupos armados como abejas tras la miel. Se calcula que por lo menos 80 disidentes de las Farc rondan el territorio. En los últimos tres meses han aparecido en las montañas de Tacueyó grupos que se han identificado como del ELN y del EPL. Todos han sido expulsados por la Guardia Indígena, al igual que lo hicieron en el pasado con las Farc y la fuerza pública. De hecho, hace un mes un grupo no identificado voló una estación eléctrica y dejó sin luz a varios municipios.

Los indígenas temen que las mafias terminen por corromper su propia organización, y peor aún, por condenarlos a una violencia perpetua. Por eso, un sector importante de ellos ha empezado a preguntarse si usar las vías de hecho es adecuado en la actual coyuntura. Entre otras cosas, porque no ha servido de mucho. En julio pasado, la Agencia Nacional de Tierras expidió una directiva en la que dijo que mientras no dejen de hacerlo, no comprará ni una hectárea más para ellos.

A eso se suman los cambios del contexto. El final de la guerra con las Farc, que tanto azotó a los pueblos del norte del Cauca, les plantea la oportunidad y necesidad de un pacto de convivencia entre todos. “Los indígenas no queremos el norte del Cauca solo para nosotros. Sabemos que aquí tenemos que caber todos, los afros, los mestizos, los industriales y nosotros”, dice Díaz. Y se imagina una gran mesa, para un gran diálogo “que tenga un mediador”.

¿Un pacto?

A principios de mayo pasado el vicepresidente Óscar Naranjo viajó a Popayán a reunirse con las autoridades indígenas del Cauca. Su intención era frenar la minga que habían anunciado los integrantes de los cabildos para esa semana, que, según se sabía, desataría la violencia tanto de algunos sectores radicales de los indígenas como del Esmad.

Durante más de ocho horas, Naranjo intentó persuadir a los gobernadores y líderes. Pero no lo logró. La decisión colectiva estaba tomada, y un puñado de líderes no podía echarla para atrás. La minga resultó ser un nuevo episodio de violencia. A pesar del impase, Naranjo propuso crear un espacio de confianza para resolver el problema estructural de la tierra. Los indígenas estuvieron de acuerdo e insistieron en que en ese diálogo deberían participar también los empresarios, especialmente los cañeros.

Alcibiades Escué, quien además de alcalde es experto en resolución de conflictos, no duda de que el primer paso para crear confianza ha sido el trabajo mancomunado del gremio cañero y las comunidades del norte del Cauca por el agua, que ya lleva varios años. “El agua es un interés común. Sin agua no hay agroindustria”, dice, y Toribío es la reserva natural de ese recurso. Fortalecer ese pacto implicará reubicar las familias que viven en lugares que deben ser reforestados y conservados, lo cual también requiere que todas las partes cooperen.

Pero hay más. Juan Carlos Mira, presidente de Asocaña, asegura que ellos están dispuestos a trabajar por una solución de largo plazo de la mano del gobierno, bajo el liderazgo de Naranjo, siempre y cuando los indígenas abandonen las vías de hecho de manera definitiva. Los propietarios del norte del Cauca temen que si ellos ceden en casos como el de la finca La Emperatriz, esto se convierta en un incentivo para seguir invadiendo las 28 fincas sobre las que los indígenas tienen aspiraciones. De hecho, los ingenios han mantenenido los pagos de la caña a los propietarios afectados por las tomas, para evitar que las pérdidas los lleven a tomar medidas desesperadas como vender la tierra a cualquier precio.

Para muchos observadores, este conflicto saldría del estancamiento al poner el foco más en el desarrollo rural integral que en la expansión de los resguardos. Fortalecer la noción de territorio, tan importante para los nasas, con infraestructura física y económica que haga más productivas las tierras que ya tienen y mejoren las condiciones de vida. Esa es otra manera de liberar la madre tierra.

Un primer paso es convertir a buena parte del norte del Cauca en una zona del Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Habría que buscar más recursos con el sector privado, bajo la figura de obras por impuestos que ha diseñado el gobierno para el posconflicto. ¿está la agroindustria del Valle dispuesta a una apuesta de esta envergadura? ¿Están los indígenas dispuestos a renunciar a las vías de hecho, que han usado por más de medio siglo? ¿Está dispuesto el gobierno a cumplir lo ya pactado? Y lo más delicado aún: ¿Es posible que desaparezca la mano siniestra de las mafias que azuzan la violencia armando grupos criminales en toda la región?

En eso consiste el reto de los principales protagonistas de esta historia, y su desenlace dependerá en buena medida del tacto que tenga el vicepresidente Óscar Naranjo. Pero esta semana, con la nueva minga, vuelve a abrirse un margen de incertidumbre. Está en juego si el norte del Cauca se convierte en un laboratorio de paz para el país, o en el nuevo Tumaco.