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El olvido y la pobreza del caserío donde liberaron a Odín

A tres horas por el río San Juan, hacia el sur de Istmina, en Chocó, está Noanamá. Un pueblo de pocas casas que se llenó de cámaras el día en que el ELN entregó al excongresista, pero al que el Estado nunca ha volteado a mirar.

Ramón Campos Iriarte
7 de marzo de 2017
| Foto: Ramón Campos Iriarte

Hace algunos días, con la publicitada liberación del político chocoano Odín Sánchez por parte del ELN en una remota zona del Pacífico colombiano, el país oyó por primera vez, y quizá sin prestarle mucha atención, el término “cuarto mundo”. Sanchéz, quien fue destituido e inhabilitado por la Procuraduría por auspiciar grupos paramilitares, condenado a nueve años de cárcel y a pagar una multa de 5.885 millones de pesos, habló —en pruebas de supervivencia y entrevistas— con un tono crítico sobre la crisis humanitaria que vive Chocó, reclamando por el abandono estatal y la corrupción.

Él califica el sitio donde lo mantenía retenido el Frente de Guerra Occidental del ELN como el “cuarto mundo”, pues “no hay condiciones de vida” para las comunidades que lo habitan. Aun siendo muy dicientes, los videos resultan cínicos al saber que quien los protagoniza tuvo por varios años una responsabilidad directa en la continuación del despojo en esa región olvidada— aunque este es otro tema. Junto con mi colega Mauricio Morales decidimos visitar la zona tras el “curioso” cubrimiento que le dieron los medios nacionales a la liberación de Sánchez.

Muchos periodistas viajaron —muy seguramente por primera vez— hasta el medio San Juan a entrevistar al secuestrado, a sacar la ‘chiva’ y después se fueron por donde vinieron, sin que a ninguno le extrañara la precariedad extrema —digna del África Subsahariana—, en la que ven pasar la vida miles de personas de esa otra Colombia. Noanamá, el lugar donde fue liberado el excongresista, es un caserío abatido por la humedad y el calor inclemente de la selva chocoana, situado a unas tres horas en lancha por el rio San Juan hacia el sur de Istmina, la segunda ciudad más grande del departamento.

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Este pueblo, como muchos otros de las cuencas de los ríos San Juan y Atrato, ha sido históricamente abandonado por el Estado: no hay electricidad, no hay acueducto, no hay servicios de salud y las escuelas funcionan dependiendo del ánimo de la administración municipal de turno. En Noanamá conviven unas 450 personas, un número que fluctúa con los altibajos de la guerra y de la economía. Al caminar por las calles del caserío, se ven vestigios de las breves bonanzas económicas que han llegado esporádicamente a la zona a través del tiempo: neveras abandonadas, casas en ruinas, construcciones sin terminar.

Muchos viven en casas de tablas de madera con techo de aluminio, aunque algunos afortunados tienen paredes de material; unas extrañas antenitas de celular —única vía de comunicación del pueblo con el resto del mundo— se levantan varios metros por encima de los techos. Llegamos en medio del verano, y pocos días después de que una creciente del río arrasara con los cultivos de arroz, maíz o papachina de decenas de comunidades, que siembran en las orillas del San Juan. Los efectos del clima se sienten de inmediato: el 2017 empezó con la dureza redoblada.

La gente, que antes por lo menos contaba con los cultivos de pancoger, perdió su inversión y el panorama alimenticio es incierto. Aún si se oye como una afirmación extrema, hay que advertir que lo es: no hay comida. La precaria economía de las comunidades afro e indígenas del litoral del San Juan es producto de una combinación de factores que, desde tiempos inmemoriales, giran en torno de una matriz: la naturaleza extractiva que ha marcado la manera como las administraciones departamentales y nacionales conciben ese territorio. En él nunca ha existido empleo estable y la infraestructura no se ha desarrollado, por ende la gente siempre ha dependido de la bonanza de turno: la madera, la caza, el oro, la coca —todas ellas glorias pasadas.

El propósito de mi visita fuel hablar con la gente para tratar de entender las raíces de la pobreza, que algunos autores, desde sus escritorios en Bogotá y Medellín, han calificado de endémica. De charla en charla llegamos a la casa de Jesusita Moreno Mosquera, una reconocida líder de la región, que nos recibió con un cigarrillo en la boca. Tuta, como la apoda todo el mundo, se convirtió en figura de autoridad por su valentía: sin importar la situación, ha defendido a las comunidades del San Juan de los embates de la guerra, la politiquería y hasta las enfermedades tropicales. La gente —indígenas, afros y colonos por igual— acude a ella a diario con peticiones de toda índole. “Había puestos de Policía en Palestina y en Noanamá cuando yo era niña —relata Doña Tuta— y mi abuelo fue inspector aquí durante cincuenta y pico de años. La gente se macheteaba mucho en ese entonces y la policía amarraba los presos y los dominaba con las hormigas del Yarumo para subirlos por el río. Luego les curaban las cortadas con barro. En un momento levantaron todos los puestos rurales de la región y nunca volvió a haber un policía aquí”.

Según cuentan, cuando las FARC llegaron a la zona hace unos 12 años, no se había visto una figura de autoridad por varias décadas; pensaron, entonces, que el grupo de guerrilleros eran ‘la chusma’ de los años 60 y más de un anciano buscó escondite. Las guerrillas rápidamente llenaron el vacío dejado por la Policía en cuanto a seguridad, convivencia y mediación de conflictos entre los pobladores. Sin embargo, los males que aquejan a los chocoanos de esta región van mucho más allá. El puesto de salud de Noanamá —el único en varios kilómetros a la redonda— fue construido hace 21 años y solo funcionó unos pocos meses. Alguna vez hubo enfermera, pero un día se fue y nunca volvió. La puerta del puesto de salud se cerró entonces y, con el pasar de los años, la erosión producida por el calor y la humedad abrió el techo y dejó entrar la lluvia y el sol. Hoy la estructura está en ruinas. Según dicen, se encuentra en disputa de comodato entre el Departamento Administrativo de Salud del Chocó, Dasalud, que era el operador original, y la Secretaría de Salud y la Alcaldía del municipio, razón por la cual ambas entidades se niegan a restaurarlo y reabrirlo.

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Algo similar pasó con la energía del pueblo: hace algunos años, el excongresista chocoano Édgar Ulises Torres —condenado, entre otras, por parapolítica en el mismo caso de Odín Sánchez—, gestionó una planta de ACPM para surtir de electricidad a las cerca de 300 casas que hay en Noanamá. Sin embargo, al poco tiempo, el Instituto Colombiano de Energía Eléctrica, ICEL, dejó de enviar el combustible subsidiado y la planta quedó en desuso. Las ratas se comieron unos cables dentro del enorme aparato, que, al ser probado de nuevo, hizo corto y nunca más prestó sus servicios. Seis años han pasado y la planta sigue parqueada en la mitad del parque central de Noanamá, como un monumento a la desidia institucional.

Del otro lado del río San Juan, en La Unión, Enor Quiro, el Cabildo Gobernador del Resguardo Puadó, en el que viven unos 4.000 indígenas de la etnia Wounaan, nos describe un panorama muy similar. Su población vive en una constante crisis económica y de salud: “El paludismo genera gastos porque como no hay medicina, hay que sacar la gente enferma y ahí nos toca endeudarnos cada vez —dice Quiro—. La gasolina es cara; ahorita hay 12 personas enfermas pero no los hemos podido sacar.” Este líder indígena, de talla diminuta y facciones severas, cuenta que una misión médica visita su comunidad una vez al año, lo cual no es suficiente. La crisis de ese otro lado del San Juan, asegura Quiro, también cobija el campo alimenticio puesto que, aún si las fumigaciones de glifosato que dañaban los cultivos de arroz y maíz de los indígenas pararon hace un año, el químico que caía del cielo dejó la tierra dañada; esto lo remató la creciente del rio que, además, dañó las semillas almacenadas.

Después de la salida de las FARC el mes pasado, el único ente de autoridad en la región es el ELN. Este grupo tiene una política abierta frente a la intervención del Estado en temas sociales y de servicios públicos. Uriel, el comandante eleno que entregó a Odín Sánchez, nos confirmó que la guerrilla no se ha opuesto ni se va a oponer a iniciativas que posibiliten mejoras en el nivel de vida de la gente en las áreas de influencia del ELN. Es así como nadie se explica por qué los cables de electricidad operados por la Empresa Prestadora del Pacífico, DISPAC S.A. E.S.P., que bajan desde Istmina paralelos al río San Juan, se interrumpen abruptamente en San Miguel, a tan solo 20 kilómetros de Noanamá y otros pueblos aledaños, o por qué en 20 años no ha sido posible que se construyan y mantengan puestos de salud para los miles de habitantes de esta región.

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En todo caso, tras años de gestiones infructuosas por parte de los Consejos Comunales y los Cabildos de la región —cartas sin respuesta a alcaldes, ministros y gobernadores, derechos de petición, y denuncias públicas— la gente se ha comenzado a ir de estos pueblos campesinos. Se ven muchas casas cerradas que alguna vez alojaron gente. Esto —cuentan los pobladores— es inevitable porque no hay alternativas de trabajo, los jóvenes no se amañan y prefieren irse de buscavidas a la ciudad en vez de pasar trabajos en el campo. “El que corte madera, lo persiguen. El que lava oro, lo persiguen. El que trabaja con coca, lo persiguen. ¿Entonces qué puede hacer la gente?” argumenta Tuta.

La coca prácticamente se acabó en la región con las fumigaciones del Gobierno y además la inviabilidad de la agricultura y los bajos precios del oro, ha hecho de la tala de madera la fuente de ingreso más común entre la gente. Los tecnócratas del gobierno no calcularon que una política antidrogas, sumada al abandono de la pequeña agricultura, podía empujar a miles de familias pobres a arrasar con la selva más biodiversa del planeta. En esta región olvidada todo es cuestión de supervivencia. Al volver a Bogotá prendo la televisión y veo una emisión en horario prime dedicada al drama del secuestro de los Sánchez. Odín narra su dura travesía por el “cuarto mundo” y su hermano lo abraza entre lágrimas. Luego, desde su finca en las afueras de Quibdó, prometen que seguirán trabajando por su tierra: Chocó