Operación Esperanza
Operación Esperanza | Fuerzas Militares cuentan en un libro la historia del espectacular rescate de los niños en la selva. Lea el primer capítulo
El texto, editado por Planeta, fue construido con las voces de todos los comandos de las Fuerzas Especiales que durante 40 días se internaron en las selvas del Caquetá y Guaviare para rescatar, sanos y salvos, a los hermanos Mucutuy.
El lunes primero de mayo, en una región donde los vuelos en avioneta aún son el medio de transporte más utilizado, Magdalena Mucutuy y sus 4 hijos, junto con el líder social Herman Mendoza Hernández y el piloto de la aerolínea Avianline Charter’s, Hernando Murcia, abordaron la Cessna U206G. La avioneta tenía más de 40 años de servicio y acumulaba 10.000 horas de vuelo. Apenas dos años atrás, en 2021, la habían reparado después de un accidente que la mantuvo fuera de servicio por un tiempo. La noche anterior al viaje, Hernando había llamado a su esposa para compartirle el itinerario completo; era su rutina cada vez que emprendía un vuelo. Esa noche dormiría en Araracuara y al día siguiente se reunirían nuevamente.
Magdalena y sus hijos, miembros de la comunidad indígena huitoto, venían de Araracuara, que en su lengua indígena significa “el nido de la guacamaya”. Estas tierras son el hogar de los pueblos huitotos, muinanes y nonuyas, comunidades que han habitado allí durante generaciones, estableciendo una conexión profunda con la selva, los ríos y la abundante vida animal que habita este territorio. Así como los abuelos de Magdalena transmitieron sus conocimientos a sus hijos, y sus padres a ella, a los cuatro pequeños que ahora viajaban en la aeronave también se les habían transmitido esas tradiciones y saberes ancestrales, con lo cual habían formado un vínculo cultural único, arraigado a la tierra. Crecer en este entorno lleno de historias y enseñanzas permitió a los niños adquirir un profundo conocimiento de la selva y desarrollar una conexión especial con sus raíces. En caso de cualquier adversidad en ese entorno natural, su vínculo con la naturaleza y su capacidad de adaptación se convertirían en su mayor fortaleza.
Alrededor de las 6 de la mañana de ese primero de mayo de 2023, con los pasajeros a bordo, el pequeño avión ganó velocidad, y con sus motores rugiendo, desde el borde de un acantilado, se elevó en el aire hasta ubicarse encima del majestuoso río Caquetá que serpenteaba entre la selva. En esas tierras, donde a las distancias se suma una geografía inexpugnable, el transporte aéreo adquiere otro significado: se convierte en un puente que conecta su realidad con lugares más desarrollados del resto del país. Es la opción más rápida para romper los límites que la selva impone.
Magdalena y sus hijos partían de Araracuara con rumbo a San José del Guaviare, con la intención de reunirse con Manuel, padre del niño y la bebé. Manuel había denunciado amenazas en su contra, lo que lo llevó a abandonar el resguardo donde vivían. No resulta difícil imaginar las horas previas al viaje, en las que se esforzaron por empacar una vida entera en unas maletas. Magdalena corría de un lado a otro, cuidando de los niños mientras guardaba su ropa y sus juguetes. Probablemente, en su mente se mezclaban pensamientos sobre cómo sería empezar de nuevo en otro lugar y se preparaba para lo que sería el comienzo de una vida. ¿Cuántas cosas pasaban por su mente en ese momento? Los sueños y los anhelos competían en su cabeza con los recuerdos, las alegrías y las tristezas que conlleva dejar atrás a sus amigos.
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Apenas 35 minutos después del despegue, Murcia, el piloto con más de tres décadas de experiencia, emitió una señal de socorro a través de la radio: “¡Mayday, Mayday! Tengo el motor en mínimas”. Desde la torre de control se esforzaron por localizar una pista cercana para un aterrizaje de emergencia, pero las pistas de Morichal, a 33 millas náuticas de distancia (aproximadamente 61 kilómetros), y Miraflores, a 120 kilómetros a la derecha de su trayectoria, seguían estando muy lejos.
Luego del reporte de emergencia, vino el silencio. La aeronave HK2803 había perdido comunicación con la torre. El piloto no pudo recibir las instrucciones. Sin certeza de la ubicación de la avioneta, los controladores aéreos intentaron establecer contacto durante 15 interminables minutos. Finalmente, lograron restablecer la comunicación, momento en el que el piloto informó que el motor estaba recuperando potencia y que volvían a ganar altitud. Sin embargo, esta noticia trajo solo un alivio momentáneo a los operadores.
A las 7:35 de la mañana, el piloto transmitió un nuevo: “Mayday, Mayday, Mayday, 2803, 2803, el motor volvió a fallar… Voy a buscar un río… Aquí tengo un río a la derecha”… A partir de ese momento en la radio solo se escuchó la estática.
La avioneta desapareció por completo de los radares. Se dio aviso de la desaparición de la aeronave desde Araracuara y San José y, de inmediato se activó el protocolo de búsqueda por parte de los organismos de socorro. La Fuerza Aeroespacial Colombiana (FAC) fue notificada casi que en tiempo real sobre la pérdida de contacto con la aeronave HK2803. A través del Centro Nacional de Recuperación de Personal, especializado en búsqueda y salvamento, asumió la tarea de encontrarla.
Conscientes de que hallar sobrevivientes en un siniestro aéreo es una carrera contra el tiempo, la FAC desplegó el AC-47, más conocido como el “Avión Fantasma”. Desde Tres Esquinas, en el corazón del Caquetá, inició la búsqueda con sobrevuelos sobre la selva. Equipado con sensores, cámaras, diversos radares tridimensionales y sistemas de visión nocturna, el “Fantasma” recopiló información topográfica, condiciones climáticas, imágenes y videos de alta resolución en tiempo real en diferentes frecuencias y rangos. A pesar de estos esfuerzos, la avioneta no pudo ser encontrada.
Lo mismo ocurrió con las dos aeronaves de la empresa Avianline Charter’s, así como con un avión Caravan y un helicóptero Huey de la Fuerza Aeroespacial que sobrevolaron la zona en busca de la avioneta desaparecida, aprovechando las ventanas de tiempo en las que las condiciones climáticas lo permitieron.
El mismo día, se instaló un Puesto de Mando Unificado (PMU) en el aeropuerto Vanguardia de Villavicencio (Meta). En ese punto central, se recopiló información clave, como detalles de las comunicaciones, último contacto radial y las características de la aeronave, incluyendo su historial de mantenimiento y el número de radiobalizas a bordo.
Toda la información reunida permitió determinar el último punto radial conocido y el área probable de impacto. Utilizando estas coordenadas, se delimitó la zona de búsqueda en un radio aproximado de 5 kilómetros. Esta decisión fue fundamental, ya que, de haberse elegido otra estrategia, se habría ampliado el radio de búsqueda entre 12 y 15 kilómetros, lo que habría significado explorar más de 430 kilómetros cuadrados de densa selva.
La rápida reacción de la Fuerza Aeroespacial Colombiana al desplegar sus aeronaves hacia el punto y cerrar el área de búsqueda marcó el inicio de los esfuerzos concentrados en la posible zona del siniestro aéreo. Unas horas después, cuando la Aeronáutica Civil informó que no se había encontrado ningún rastro de la aeronave y que los equipos de rescate no habían logrado ubicar su paradero, los titulares de prensa y las redes sociales empezaron a dar cuenta del hecho. El accidente de la Cessna y la incertidumbre sobre la suerte de sus ocupantes se convirtió en noticia nacional.
Para el 2 de mayo, eran cinco las instituciones que se dedicaban a la búsqueda: la Aeronáutica Civil; la Fuerza Aeroespacial Colombiana, a través del Centro Nacional de Recuperación de Personal; los Bomberos de Miraflores y Guaviare y la aerolínea Avianline Charter’s. Esta última se puso en contacto con el primer grupo de indígenas, quienes el mismo día comenzaron a buscar rastros en la selva.
Dentro de las Fuerzas Militares, el único grupo en el país con capacidad técnica, táctica y humana para llevar a cabo una operación continua en entornos desafiantes, como la requerida para la búsqueda y rescate de este siniestro aéreo, eran las Fuerzas Especiales del Ejército Nacional. Estos equipos élite estaban entrenados para misiones de asalto y contaban con tecnología avanzada para la comunicación y la localización. Tenían el entrenamiento necesario para maniobrar en terrenos sin zonas de aterrizaje y la habilidad para desplazarse con mayor facilidad por caños, trochas y ríos. Además, tenían los recursos para permanecer en el área el tiempo que fuera necesario y estaban entrenados para neutralizar los objetivos mi- litares más peligrosos y sensibles que tiene el país.
A pesar de sus esfuerzos, no fue posible determinar la ubicación exacta de la aeronave. La única información disponible indicaba que se encontraba en algún lugar a más de 100 millas náuticas o 175 kilómetros en línea recta al sur de San José del Guaviare, sobre el río Apaporis.
Desde el aire, los helicópteros, aviones y avionetas, sobrevolaron la zona, enfrentando una lluvia constante que golpeaba el fuselaje y dificultaba la visibilidad. Mientras tanto, en tierra, los primeros grupos indígenas se aventuraron a iniciar el recorrido en búsqueda de cualquier indicio de la avioneta. Observaban las copas de los árboles y el suelo, con la esperanza de que la presencia de ramas y árboles rotos similares a señales en una pista de aterrizaje, los guiaría al lugar donde se encontraba la aeronave y los cuerpos de sus ocupantes. En las bases, los diversos equipos y organismos de rescate se unieron a los grupos que participaban en la búsqueda, pero la información disponible seguía siendo limitada.
La Aerocivil y el Centro Nacional de Recuperación de Personal de la Fuerza Aeroespacial evidenciaron que la búsqueda no iba a ser posible desde el aire. La densidad de la selva, donde los árboles alcanzaban hasta 40 metros de altura, y la lluvia persistente, dificultaban la labor, por lo que se hacía necesario enviar equipos por tierra.
El 4 de mayo al amanecer, el Comando General de las Fuerzas Militares de Colombia, al tanto de la información sobre el accidente aéreo, decidió iniciar una operación humanitaria con el objetivo de ubicar la aeronave e intentar salvar la vida de sus ocupantes. Esta acción se convirtió en una de las misiones de búsqueda y rescate más desafiantes que se hayan registrado en la historia reciente de Colombia, demostrando la capacidad y compromiso de las Fuerzas Militares en su labor al servicio a la comunidad.
Los militares estaban convencidos de que era viable encontrar y recuperar la aeronave y los cuerpos de sus siete ocupantes, mediante operaciones terrestres en la zona. Contaban con la tecnología, recursos y logística adecuados, y, sobre todo, con hombres preparados para adaptarse a situaciones cambiantes y que llevaban a cabo misiones de alto riesgo con coraje y dedicación.
Desde diversos lugares de Colombia, se llamaron y reunieron a los militares bajo la dirección del Comando Conjunto de Operaciones Especiales (CCOES). De esta manera se puso en marcha un plan detallado que integraba los sistemas de batalla de la División de Fuerzas Especiales (DIVFE) del Ejército Nacional con el apoyo conjunto de la Fuerza Aeroespacial Colombiana (FAC). Oficiales experimentados en la doctrina militar diseñaron un esquema definido del área de operaciones donde se llevaría a cabo la búsqueda en tierra. Dividieron el terreno en cuadrantes de un kilómetro por un kilómetro para tener límites y realizar una búsqueda organizada, examinando palmo a palmo cada rincón. Así nació la operación especial Mateo, que significa milagro de Dios, que luego se llamaría Operación Esperanza”.
A las primeras unidades les avisaron el 4 de mayo, con pocas horas de diferencia les dieron lo que se conoce como “anteórdenes”, pues aunque los militares están entrenados para actuar con rapidez y eficacia, cada uno debía estar equipado con su armamento y material de campaña: toldillos y mosquiteros para resguardarse de los zancudos y palomillas en las noches, hamacas, imprescindibles en la jungla, que en este caso fueron una protección vital contra los animales; cintelas y ponchos para protegerse de los aguaceros tropicales; carpas para poder establecer campamento en cualquier lugar, y estufas pequeñas, diseñadas para camping, que les brindaron la posibilidad de calentar las raciones de campaña que llevaban, calculadas para 10 días inicialmente. Para esta misión en particular, debían incluir machetes para abrirse paso entre la vegetación, motosierras y gasolina para cortar árboles en caso de extrema necesidad, y avanzados dispositivos de ubicación y comunicación, así como aparatos de visión nocturna.
Mientras las unidades empezaban a prepararse, el mando se centraba en la planeación. En simultáneo, en las instalaciones del Comando Conjunto de Operaciones Especiales CCOES en Bogotá, se estableció el comando y control que, a partir de ese momento, tendría comunicación directa en el escalón estratégico con el Puesto de Mando Unificado (PMU) de Villavicencio liderado por la Aerocivil.
Para esta misión fueron convocados los hombres más capacitados y experimentados de las bases de Tolemaida en Nilo (Cundinamarca), Apiay cerca de Villavicencio e incluso de Tres Esquinas, en el Caquetá. Desde allí, despegaron aviones C-130 Hércules, Casa 295 y helicópteros en un despliegue monumental. Fue un esfuerzo coordinado para transportarlos desde diferentes bases, batallones y brigadas.
El primer punto de salida de personal fue el Comando Aéreo de Transporte Militar (CATAM) y ese momento dio inicio a la fase de movimiento aerotransportado hacia la zona.
Desde Bogotá, operaba el Tanque de Planeamiento de Operaciones Especiales (TPOE), un equipo multidisciplinario encargado de coordinar labores de inteligencia y emitir guías de planeamiento y concepto operacional para direccionar a las unidades. Bajo la orientación estratégica del Comando Conjunto de Operaciones Especiales, se recopilaban los datos necesarios y el mando estratégico recibía información de inteligencia. Comparaban los pronósticos del meteorólogo con las observaciones de la tropa en terreno. En promedio, la coincidencia era superior al 80%. Además, evaluaban la ubicación de las tropas en caso de necesitar apoyo y analizaban las amenazas provenientes de grupos armados ilegales.
El 5 de mayo se estableció en San José del Guaviare la Base de Operaciones Adelantada (BOA). Esta acción resultó fundamental, ya que facilitó el mando y control táctico, así como la coordinación de los recursos necesarios para llevar a cabo la misión de búsqueda. Temporalmente, desde este punto se dirigía el aspecto operativo, ya que en este lugar se unía toda la logística que se consideró necesaria para llevar a cabo el rescate: la aviación del Ejército, la Fuerza Aeroespacial, el planeamiento, la logística, la operación, el análisis del terreno. Se utilizaron comunicaciones satelitales y sistemas de VHF, seguimiento de geoposicionamiento global, servicios meteorológicos, radios de red de microondas, teléfonos y equipos de transmisión de datos satelitales. La palabra clave elegida cuando encontraran la aeronave y los ocupantes era “Milagro”.
Al día siguiente, se estableció en Calamar, Guaviare, la Base de Operaciones Intermedias (BOI), donde parte de las unidades se reunieron y se prepararon antes de adentrarse en la selva. Ese punto avanzado en el terreno les permitió contar con logística y tropas disponibles a solo 35 minutos de vuelo del teatro de operaciones, que comprendía una zona estimada con relación al punto donde se habían emitido las últimas señales electrónicas de la aeronave, localizada a 185 kilómetros al sur de San José del Guaviare. Los datos, los llevaban a una zona poco explorada entre los departamentos del Caquetá y el Guaviare, sobre el caudaloso Apaporis. Este río oscuro que surca las sabanas del Yarí, una de las regiones más biodiversas y mejor conservadas de la Amazonía colombiana alcanza en algunas partes los 900 metros de orilla a orilla, mientras que, en otras, tiene varias decenas de metros de profundidad.
Desde Calamar se realizó el abastecimiento para disminuir los tiempos de respuesta, brindar el apoyo logístico a las unidades en caso de un enfrentamiento armado específicamente con la estructura de las disidencias de las Farc. Además, se contó con un equipo experto en detección y destrucción de artefactos explosivos.
La operación se enfrentaba a numerosos desafíos. Dada la distancia de cualquier centro poblado y la baja densidad de población en la zona, los equipos se prepararon llevando todo lo necesario para sobrevivir en el terreno durante varios días. Esto incluía alimentos, agua, equipo de campamento y suministros médicos.
En esta zona donde las precipitaciones son de 16 horas al día en promedio, las lluvias torrenciales y los cambios abruptos de temperatura también representaban un desafío constante. Además, se debía tener en cuenta la presencia de una variada y peligrosa fauna salvaje. Los encuentros con jaguares, serpientes, avispas, escorpiones y arañas venenosas no eran simplemente un riesgo teórico, sino algo que se esperaba en el entorno.
Por si fuera poco, siempre se sospechó de la presencia de grupos armados ilegales en la zona. Esto constituyó un peligro para todos los miembros de los equipos de rescate, tanto militares, como civiles y, en caso de existir, también para los supervivientes del accidente aéreo, que podrían estar heridos y por su cuenta, sin suministros adecuados, ni conocimientos especializados para sobrevivir en un entorno tan adverso.
La falta de información precisa sobre la ubicación de la avioneta y el estado de sus ocupantes requería habilidades de supervivencia en la selva, conocimientos técnicos avanzados, logística perfecta, y, sobre todo, una estrecha coordinación entre los equipos de las Fuerzas Especiales y otras agencias involucradas. Todos esos factores y el estado de sus ocupantes eran un verdadero enigma operativo para las Fuerzas Militares, porque además de una preparación meticulosa, las unidades debían tomar precauciones de seguridad constantes.
El reloj avanzó implacable y los hombres estuvieron siempre en una carrera contra el tiempo en la que cada segundo era crucial. Los pilotos sabían que luego de un siniestro aéreo las primeras 72 horas son críticas para encontrar sobrevivientes, transcurrido ese tiempo, las probabilidades de hallar vida práctica- mente caen a cero. Habían ya transcurrido cinco días, así que las probabilidades de encontrar sobrevivientes ya habían caído al 15%.
Esta fue una misión de fe, talento y destreza militar sin precedentes que también marcó un hito al desafiar los límites convencionales y buscar soluciones innovadoras y audaces que se salieron de la norma.
El comandante táctico de la operación sabía que cada uno de esos hombres cumplía una misión o una especialidad que encajaba en el conjunto. Aunque es claro que una sola persona no marcaba la diferencia por sí sola, si esa persona no realizaba su trabajo, podría convertirse en un obstáculo o impedir que el conjunto desempeñara la labor que tenía asignada. Las unidades debían hacer el reconocimiento del área y luego encontrar la avioneta, todos eran vitales para poder alcanzar objetivos de alto valor.
Esas habilidades y destrezas de los rastreadores como su aguda observación y conocimiento del terreno, fueron claves para seguir pistas sutiles y determinar la dirección y velocidad del avance. Tienen ojos de lince, capaces de distinguir si algo ha rasguñado el musgo de los árboles, e incluso si una hoja que ha caído de un árbol está volteada o se conserva intacta, tal como llegó al suelo.
Los enfermeros fueron equipados con todo lo necesario para brindar primeros auxilios, como mantas térmicas para mantener la temperatura corporal; sueros orales para atender la deshidratación; venoclisis para administrar líquidos intravenosos; vendas, apósitos y analgésicos para el alivio del dolor, sin embargo, era su profundo conocimiento y habilidad para evaluar y estabilizar a las personas en situaciones críticas lo que les permitiría marcar la diferencia.
Los encargados de la comunicación y sus equipos especializados tuvieron su propia misión: pasara lo que pasara, mantener una línea de comunicación constante entre los equipos de búsqueda y rescate y el Comando General, asegurando una coordinación efectiva y el intercambio de información vital en tiempo real. Esta capacidad para establecer conexiones sólidas y mantener el flujo de información, que en la ciudad es tan sencillo como hacer una llamada, en medio de la selva resultaba muy complejo, pero esencial. El equipo lo completaron los Comandos especializados en armas cuya misión fue garantizar la seguridad y protección de los equipos de búsqueda y rescate ante posibles amenazas. De su presencia y preparación dependía la integridad de todos.
Finalmente, los comandantes fueron quienes asumieron la responsabilidad de coordinar la operación. De su experiencia, liderazgo y capacidad para tomar decisiones bajo presión, dependía la vida o la muerte, en caso de que hubiera sobrevivientes.
Una de las primeras estrategias implementadas desde el alto mando fue la colaboración con los indígenas. Por un lado, estuvieron las comunidades indígenas, con su conocimiento ancestral de la selva y su sabiduría para sobrevivir en estas condiciones. Por otro lado, las tropas especializadas, altamente capacitadas, expertos en diversas tecnologías y con entrenamiento para operaciones en entornos adversos.
A la unión de estos dos grupos, cada uno con sus fortalezas únicas, la llamaron “células combinadas de búsqueda”. Esta colaboración permitió aprovechar lo mejor de cada una de las partes y se perfiló como la clave para lograr el éxito en la búsqueda de la aeronave.
A medida que la búsqueda continuaba, a pesar de la cantidad de personas y aeronaves involucradas, las horas pasaban sin resultados tangibles. Solo se contó con un reporte de una columna de humo, que se convirtió en uno de los principales puntos para verificar en el terreno.
Inicialmente y debido a la dispersión de las marcaciones satelitales donde podría estar la aeronave, el área de búsqueda abarcó un vasto territorio de 320 kilómetros cuadrados que se dividieron en 121 cuadrantes de densa selva, más o menos el terreno que se extiende desde la Plaza de Bolívar de Bogotá hasta cercanías del municipio de Chía, el 80% de la extensión del área urbana de la capital de Colombia.
El plan era que los hombres recorrieran cada cuadrante reportando en tiempo real cualquier indicio o hallazgo relevante para maximizar la efectividad de la búsqueda de la aeronave. En la sala de comando y control, cada cuadrícula en los tableros representó un kilómetro cuadrado de selva que se asignó a las unidades para su recorrido. Se establecieron patrones de búsqueda en acimut (dirección) distancia para cubrir el área de manera sistemática y eficiente con patrones especiales para búsqueda o rastreo como el espiral o la cuadrícula, que se utilizaron en las áreas más grandes y abiertas; el zigzag, que se usó para las áreas más densas de la selva o en línea recta para áreas más largas y estrechas.
La estrategia inicial consistió en establecer un punto seguro en el centro de cada cuadrante. A partir de ahí, los equipos se desplazaron hacia las esquinas y luego procedieron a explorar a lo largo del perímetro antes de regresar al punto central. Cada cuadrante se dividió en cuatro secciones, cada una de ellas se identificó con un color diferente: amarillo, blanco, azul y verde. Esta codificación facilitó los informes al comando y la asignación de tareas en el terreno a los nuevos grupos que se incorporaban a la misión desde diversas ubicaciones en la selva. Desde el comando, con el terreno dividido y los mapas desplegados en las pantallas, fueron orientando a los hombres en tierra.
Además de esta detallada división del área de búsqueda, los hombres debían enviar videos de los recorridos y por los sistemas de georreferenciación se verificaba que los movimientos ordenados se llevaran a cabo según el plan establecido, lo que permitió un monitoreo constante de los progresos de la operación y aseguró una cobertura minuciosa de cada rincón de la selva. Cada paso los acercaba más a la ubicación de la aeronave accidentada, lo que no sólo informaría al alto mando a través del Comando Conjunto de Operaciones Especiales de las Fuerzas Militares, sino que además proporcionaría respuestas a los familiares de los afectados, que, en última instancia, era lo más importante.