TESTIMONIO

Del terror a la esperanza

El general Óscar Naranjo*, el oficial que lideró la lucha contra el narcotráfico en el país, hace una reflexión sobre lo que significó la muerte de Escobar y sobre los últimos 20 años de guerra contra los narcos.

23 de noviembre de 2013
General óscar Naranjo: “El narcotráfico sigue siendo una de las principales enfermedades de la sociedad contemporánea”.

Recuerdo que una noche de noviembre de 1987 estaba recorriendo las calles de Medellín y noté que cientos de lugareños celebraban algo extraordinario, como cuando uno de los dos equipos de fútbol de la capital antioqueña gana un clásico o un título.

Ríos de licor, felicidad desbordada y una histeria casi colectiva daban cuenta de un nuevo éxito del entonces poderoso capo del cartel de Medellín, Pablo Emilio Escobar Gaviria: el temido narcotraficante había coronado otro megacargamento de cocaína en territorio estadounidense y, públicamente, ciudadanos sin distingo   compartían el triunfo mafioso.  

Escobar, el otrora ladrón de tapias y de bancos, era el nuevo héroe de un vasto sector de la sociedad que veía en él el ejemplo por seguir para salir de pobres, así tocara venderle el alma al diablo. 

Eran los tiempos en los que el delincuente se creía más importante que el papa, en los que regalaba urbanizaciones completas y fajos de dólares para comprar complicidad, en los que soñaba con ser presidente de la República, en los que él decidía quién vivía y quién moría.

El Estado, prácticamente maniatado, presenciaba atónito el secuestro o asesinato sistemático de los pocos colombianos que se atrevían a advertir el poder mafioso de Escobar y de sus secuaces.

El ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla; el director de El Espectador, Guillermo Cano; el candidato presidencial Luis Carlos Galán; el procurador general de la Nación, Carlos Mauro Hoyos; los coroneles Jaime Ramírez Gómez y Valdemar Franklin Quintero y al menos otros 500 policías, y con ellos unos 5.000 colombianos más, cayeron en medio de la barbarie del narcoterrorismo.

Pero en medio del caos y de la desesperanza, un puñado de autoridades y policías con el apoyo de Estados Unidos y de la extraordinaria arma de la extradición se dieron a la tarea de alcanzar un imposible: cazar a Pablo Escobar y desvertebrar su devastadora máquina de guerra.

Punto de quiebre
Por eso, hace 20 años, más exactamente el 2 de diciembre de 1993, no solo cayó el narcotraficante más buscado del mundo, esa tarde de jueves la Policía Nacional y la sociedad colombiana lograron romper ese espiral mafioso que estaba convirtiendo al país en una narcodemocracia.

El júbilo era latente y no era para menos. Ese día cayó el hombre que apadrinó la peor pesadilla de la Colombia moderna, el padre de los carros bomba, que dejaron en ruinas las instalaciones del DAS, un avión comercial, las principales calles bogotanas y hasta la misma esperanza de toda una sociedad.

Fue un nuevo amanecer que permitió comenzar a reconstruir entre las ruinas la estabilidad y legitimidad del Estado, de sus instituciones y de una sociedad que llegó a rendirle culto extremo al dinero fácil, de la mano de unos delincuentes que invirtieron hasta los valores más sagrados: balas rezadas, cargamentos encomendados al Niño Jesús, misas de agradecimiento por el magnicidio cometido…

Pero la tarea apenas comenzaba. Otro monstruo parecido al cartel de Medellín crecía en un falso y engañoso silencio: el cartel de Cali. Sus capos posaban de empresarios exitosos que, supuestamente, no ejercían violencia, pero cuyos tentáculos corruptores validaban una vez más la premisa de un país convertido en una narcodemocracia.

Para dar con el paradero de los Rodríguez Orejuela y compañía, a la Policía primero le tocó efectuar una depuración histórica y luego crear grupos especializados para no solo neutralizar a los capos sino diezmar su emporio económico.

Fue una tarea titánica que dio origen al Proceso 8.000, el cual se fue alimentando en sus distintas manifestaciones con la caída de los capos de los carteles de la Costa, los Llanos, Caquetá, Bogotá y Norte del Valle. 

El Caracol, Martelo, Nelson Urrego, Pastor Perafán, Rasguño, el Socio, Don Diego y Jabón, y sus aparatos sicariales de Los Machos y Los Rastrojos, y otros tantos centenares de alias demostraban que, si bien la amenaza de los carteles iba desapareciendo, el fenómeno del narcotráfico seguía intacto, mutaba y se adaptaba a las nuevas circunstancias.

Muchos capos emigraron a las autodefensas y compraron franquicias para posar de comandantes y así lograr beneficios jurídicos. Mellizos y otros tantos capturados pusieron de moda las verdades a medias para lanzar campañas de desprestigio contra quienes los perseguimos.

Entretanto, las guerrillas y las bandas criminales iban copando los espacios dejados por los mafiosos pura sangre. Pero con la caída de el Loco Barrera, Mi Sangre, Sebastián, Fritanga y otros alias, la mafia se fue volviendo prácticamente invisible, pero no por ello dejó de existir o de ser peligrosa.

Hoy, aunque el fenómeno del narcotráfico sigue siendo un problema de talla universal y los líderes del mundo dan pequeños pasos y hasta bandazos en busca de nuevas formas de enfrentar el flagelo, los hechos demuestran que, en el caso colombiano, por lo menos desapareció la amenaza de este mal contra la seguridad, la viabilidad y la legitimidad del Estado y de sus instituciones.

Sin embargo, el narcotráfico sigue siendo una de las principales enfermedades de la sociedad contemporánea. El crecimiento desbordado del microtráfico y de sus ollas, más el ascendente consumo de drogas sintéticas, revelan que Colombia tiende cada vez más a ser un país consumidor.

Extinción y narcocultivos
Por eso, mientras se encuentra una fórmula que combine la batalla contra las drogas, desde el campo de la represión y de la prevención, es un imperativo seguir persiguiendo las fortunas de la mafia y destruyendo los cultivos de marihuana, amapola y coca. 

Esta última batalla, contra los cultivos ilícitos, se ha ido ganando. Colombia llegó a tener un mar de coca de más de 166.000 hectáreas y a ostentar, por mucho tiempo, el deshonroso primer puesto en el mundo. Hoy, según la última medición de la ONU, ya no hay más de 48.000 y el año entrante será de 38.000. Incluso, el país estaría en capacidad de erradicar la última mata de coca en unos tres años. 

Eso sí, el precio que hemos pagado los colombianos es altísimo: policías muertos, erradicadores mutilados y un daño ecológico de enormes proporciones, traducido en la deforestación de la selva y de contaminación de ríos y quebradas.

Y en la lucha contra los bienes mal habidos los resultados son poco alentadores. Es frustrante ver que 20 años después de muerto Escobar, todavía no está en firme la extinción de su narcohacienda Nápoles. Y lo mismo ocurre con miles de bienes de la mafia que, incluso, han servido para fomentar la corrupción en la Dirección Nacional de Estupefacientes.

En concreto, son 20 años de lucha que le han permitido a Colombia doblar una de las páginas más dolorosas de su historia, como fue la amenaza del narcoterrorismo, pero no se puede cantar victoria. El narcotráfico es camaleónico y cuenta con 315 millones de potenciales clientes en el mundo dispuestos a desembolsar anualmente más de 320.000 millones de dólares, que van a fomentar el crimen y la corrupción universal.

* Exdirector de la Policía Nacional. Asesor en temas de seguridad del presidente de México, Enrique Peña Nieto. Director del Instituto Latinoamericano de Ciudadanía, TEC México. Consultor del Banco Interamericano de Desarrollo BID en seguridad ciudadana. Negociador plenipotenciario del gobierno nacional en el proceso de paz con las Farc.