Pablo Escobar y su hijo Juan Pablo frente a la Casa Blanca en Washington. | Foto: Archivo SEMANA

NACIÓN

Escalofriante relato de Pablo Escobar sobre el asesinato de Rodrigo Lara

Sebastián Marroquín, el hijo del extinto capo, revela el macabro testimonio en su nuevo libro de la Editorial Planeta.

19 de noviembre de 2016

Pablo Escobar no tenía escrúpulo alguno y su largo prontuario criminal así lo demuestra. El hijo del capo, Juan Pablo, acaba de descubrir una historia que comprueba que el jefe del cartel de Medellín era peor de lo que imaginábamos. Tiene que ver con el asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, la noche del 30 de abril de 1984.

La historia está publicada en el libro “Pablo Escobar, In fraganti. Lo que mi padre nunca me contó” de la Editorial Planeta. El relato es escalofriante porque revela qué hacía el capo mientras sus sicarios baleaban al funcionario en Bogotá. Este es un extracto del relato:

“La guerra contra el narcotráfico en Colombia inició la noche del 30 de abril de 1984, cuando sicarios contratados por mi padre asesinaron en Bogotá al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. En respuesta a semejante desafío, el entonces presidente Belisario Betancur ordenó perseguir sin tregua a los capos de los carteles de la droga de Cali y Medellín, al tiempo que anunció la aplicación inmediata de la extradición a Estados Unidos.

Familiares y amigos lloran la muerte de Rodrigo Lara Bonilla. Foto: Lope Medina.

Como se sabe, mi padre y otros jefes mafiosos huyeron esa misma noche hacia Panamá y al día siguiente varios de sus hombres nos recogieron a mi madre embarazada, y a mí, nos llevaron en helicóptero hasta la frontera con ese país y de ahí por tierra hasta el lugar donde se escondía mi padre.

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Lo que sucedió después es ampliamente conocido: la propuesta de los capos de negociar su entrega y acabar con el negocio; la intempestiva salida de mi padre y su familia hacia Nicaragua por la traición del general Manuel Antonio Noriega; las fotografías en una pista de aterrizaje nicaragüense en las que mi padre y Gonzalo Rodríguez Gacha, ‘el Mexicano’, aparecen cargando cocaína; el forzoso regreso a Colombia de todos nosotros, y el comienzo de la intensa persecución que habría de terminar nueve años más tarde con la muerte de mi padre.

Lugar donde fue dado de baja Pablo Escobar.

Pero como acontece en los grandes episodios de la historia, siempre hay una parte importante que no se conoce. O se conoce mucho después. De la muerte del ministro Lara se sabe lo que sucedió después. ¿Pero qué pasó el día del crimen? ¿Dónde estaba y qué hacía mi padre?

La respuesta la obtuve de un hombre al que no veía hacía más de 25 años y al que le envié numerosos mensajes para que aceptara reunirse conmigo a propósito de la investigación que realizaba para este libro. Ya una vez, para mi anterior libro, había intentado acercarme pero incumplió varias citas.

Todavía le dicen el ‘Malévolo’ y lo encontré en un pequeño restaurante en el centro de Medellín. Hablamos cerca de cinco horas, pero sólo al final, de manera fortuita, soltó una historia que según él sólo conocen muy pocas personas porque la mayoría de quienes la vivieron están muertos.

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Él estaba con mi padre el día que mataron a Rodrigo Lara y lo acompañó hasta momentos antes de huir hacia Panamá. Según su relato, la noche del caluroso lunes 30 de abril de 1984, mi padre llegó a la hacienda Nápoles acompañado por una hermosa joven que pocos años atrás había sido reina de Medellín. Luego de dejarla instalada en una de las habitaciones de La Mayoría —con ese nombre se conocía la casa principal de la hacienda—, mi padre fue a buscarlo porque necesitaba un favor.

La siguiente es la narración completa de lo que sucedió aquel día:

—Malévolo, ¿conocés a un señor Obando en San Miguel? ¿Será que todavía vende oro?
—Sí, Pablo.
—Es que quiero regalarle un orito a la muchacha que está aquí conmigo. Llamalo.

Fotografía: El Colombiano.

En esas estábamos cuando llegó una hermosa mujer de cerca de 50 años de edad. Era la mamá de la reina. Nos reunimos alrededor de la piscina y Pablo sugirió ir de paseo por la hacienda y llevar vestidos de baño y comida suficiente para almorzar. Salimos en un campero Nissan extralargo que tenía la parte de adelante descapotada y las puertas pintadas con el logotipo de la hacienda Nápoles.

Pablo manejó el vehículo y las dos mujeres se hicieron a su lado y yo me senté en la silla de atrás. La animada jornada transcurrió en medio de risas y cuentos, un largo baño en el río La Miel y un rico almuerzo al que no le podían faltar las tajadas de plátano maduro frito, el alimento preferido del ‘Patrón’.

Ya de regreso, la mamá de la reina se pasó a la parte de atrás del campero, se sentó a mi lado y empezó a cantar boleros. Pablo, que era experto en azuzar a la gente, me dijo:
—¿Conque con ganas de hacerle a la señora, no?
—No, qué va.
—Güevón, no ves que se fue para atrás con vos; ¿no lo ves? Cascale. Andá, arreglémonos y la seguimos enseguida. Andate.

La idea me quedó sonando y acepté ir a cambiarme. Cuando llegaba a la habitación, ‘Palillo’, uno de los escoltas del ‘Patrón’, me dijo que le regalara un poco de loción porque la de él se había acabado. Le dije que me iba a bañar y que de salida sacaba el frasco. Cuando salí de la ducha prendí la televisión y estaban dando la noticia del asesinato del ministro de Justicia Lara Bonilla. Los reporteros decían que las autoridades señalaban a la mafia y concretamente a Pablo Escobar, y que el país estaba conmocionado. Por un momento creí estar soñando y por primera vez pensé ‘en qué estoy montado si yo no soy un hombre violento’.

‘Palillo’ entró raudo a mi habitación al escuchar que algo había pasado y quedó frío al enterarse de los sucesos ocurridos en Bogotá:
—Hijueputa, cómo se nos cae la vuelta— dijo y levantó los brazos como peleando con el televisor, al tiempo que movía nervioso la pistola que tenía en la mano derecha.

Presa del pánico, terminé de arreglarme y metí dos pantalonetas y una camiseta en una tula. Acto seguido salí a encontrarme con Pablo, a ver qué me decía. ‘Palillo’ salió detrás. Cuando llegamos a la planta baja de la casa ya estaban la reina, su madre y Pablo, quien se había cambiado de ropa y ahora tenía puesto un bluyín y botas de cuero; parecía no darse por enterado de la gravedad de lo que había pasado, pero debió ver mi cara de susto y de desconcierto porque se acercó y me dijo:
—¿Vio, ‘Malévolo’? Todo se lo achacan a uno.

No atiné a decir palabra alguna, pero sí lo hizo la mamá de la reina:
—Pablo, yo te sirvo de testigo… vos estabas conmigo.

Entonces Pablo se dirigió hacia el campero y las dos mujeres lo siguieron. Desconcertado, hice lo mismo, subí a la parte de atrás y cuando había cerrado la puerta, dijo:
—‘Malévolo’, quédese aquí y frentee la situación, y si lo encanan yo lo saco. Reúnase con todos los empleados porque se van a venir los allanamientos. Cuando eso ocurra haga que todos estén juntos para que no los vayan a matar--.

No hubo tiempo de decir nada. Fui incapaz de decirle que no. Luego bajé del campero y Pablo se fue manejando y a su lado la reina y su madre. Atrás quedé yo, muerto del susto, esperando que la autoridad llegara de un momento a otro. Lo raro fue que el primer allanamiento habría de producirse varios días después.

(…) Al final de la charla, ‘Malévolo’ me contó los términos de una conversación que sostuvo con mi padre meses después de la muerte del ministro Lara Bonilla, cuando pudo escabullirse de la persecución y regresar a Nápoles aunque por pocas horas. Tal vez porque nunca había hablado del asunto con nadie, ‘Malévolo’ no tenía claro que por más de treinta años fue depositario de un secreto.

—Estábamos escondidos en la parte de atrás de Nápoles, sentados, fumándonos un bareto. Pablo se quedó mirándome y me dijo: ‘Si no mato a Lara, me suicido; ahora ya tengo un motivo para correr, para voltear; ya le encontré sentido a la vida’.