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Las conmovedoras historias que se cruzaron en el Palacio de Justicia

Medicina Legal confirmó que en la tumba donde reposaba el cuerpo del exmagistrado Julio César Andrade realmente estaba Héctor Jaime Beltrán, uno de los meseros desaparecidos en la cafetería. Así han vivido sus familias ese drama.

2 de junio de 2017
Pilar Navarrete, esposa de Héctor Beltrán y Gabriel Andrade, hijo de Julio César Andrade. | Foto: Juan Carlos Sierra

La tragedia de los familiares de la toma del Palacio de Justicia no cesa, aun 32 años después de los hechos. En la tarde del jueves la Fiscalía y Medicina legal le dieron a la familia Andrade una noticia desgarradora: el cuerpo que descansaba en la tumba de su papá, Julio César Andrade, quien era magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia, no estaba allí. La noticia irrumpió en la vida de sus hijos y su esposa de manera abrupta, pero llegó a la casa de Pilar Navarrete como un bálsamo. Su esposo Héctor Jaime Beltrán dejó de ser uno de los desaparecidos de la toma. Él era realmente quien reposaba en ese lugar.

Este nuevo hallazgo ha resultado profundamente doloroso para los seres queridos del magistrado auxiliar Andrade. Gabriel, su hijo, dice en medio de las lágrimas que la familia lleva 32 años en silencio, pero que no van a continuar callados. “La atrocidad no es perdonable. Lo que le hicieron a mi papá no es perdonable. El dolor de los hijos y las viudas no se perdona”.

En medio del desconsuelo, Gabriel también habla de lo que ha significado llevar a cuestas esta tragedia en la intimidad familiar: “Yo era el mayor, el capitán de mis hermanos. Y el capitán no pudo reconocer a su papá. Lo que siento es un dolor inmenso. El infierno sí existe. Ayer mi mamá casi se muere en mis brazos”.

La familia Andrade no renunciará a buscar la verdad sobre qué ocurrió con Julio César ese 6 de noviembre de 1985. “Llevamos 32 años llorando la tumba equivocada. Pero vamos a entregar ese cuerpo con el mismo amor que lo cuidamos”, refiriéndose a los restos ya identificados de Héctor Jaime Beltrán, uno de los meseros desaparecidos en la cafetería.         

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A propósito de los 30 años de los hechos, Semana recopiló los testimonios de quienes por más de tres décadas han vivido ese drama. Los hechos, que hasta ahora comienzan a ser investigados a fondo por la justicia, dejan en evidencia la cadena de errores y de malos manejos que no han permitido conocer la verdad.

Semana.com publica de nuevo la historia de ambas familias.

Gabriel Andrade, hijo del magistrado, escribió este texto para este portal cuando las autoridades comenzaron a cruzar los ADN de las víctimas del Palacio. Así anticipaba él este momento.

"Yo tenía 17 años, cursaba mi último año de bachillerato. En el momento de la toma estaba haciendo mi examen final de Trigonometría. La rectora del colegio me sacó atropelladamente del salón. Hoy interpreto la mirada de tragedia que llevaba, aunque no quiso participármela. Simplemente me envió en su carro personal a mi casa.

Cuando llegué, ya estaban allí mis tres hermanos menores. Mi mamá dijo ‘Algo sucedió en la oficina de tu papá’. Yo estaba lejos de imaginarme lo que iba a enfrentar. A las dos de la tarde del primer día de la toma alcancé a hablar con mi papá. Y luego, disparos, disparos, disparos, disparos. Incomunicaciones.

Desinformación. Desde entonces, la soledad más pavorosa, porque es la espera eterna y, en el inconsciente, saber que no va a suceder lo que uno ansiosamente a diario desea.

Vivíamos en la calle 66 con carrera segunda, en unos edificios hermosísimos. Hasta allá llegó, viajando por todos los cerros, el sonido del rocket que golpeó contra el palacio, y entonces mi mamá dijo ‘Su papá se fue’.

Mi mamá conservó su viudez. Por fortuna todos de alguna manera pudimos sortear la parte terrenal de la tragedia, pero en ocasiones hay episodios, referencias, nociones, eventos, recuerdos que desencadenan una sola serie de desolación. Los hermanos terminamos distanciándonos porque coyunturalmente nos hacemos daño, porque no nos ayudamos mucho emocionalmente. Hemos decidido tratar de superar por lo menos verbalmente el tema, aunque intuitivamente nos miramos y no hablamos, tratando de interpretarnos. Federico, Julio y yo habíamos hecho un pacto velado de no alusión y de no recuerdo, pero unos meses para acá algo está sucediendo que nos ha hecho despertar ese fantasma que considerábamos de alguna manera manejable, irracional pero admisible.

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La verdad es, desde el punto de vista moral, inalcanzable. Desde el punto de vista espiritual, ¿cuánto más? Todo lo que se haya escrito y dicho en torno a la muerte de mi papá y de tanta gente valiosa difícilmente puede suplir la necesidad, el vacío, el roto moral que nos dejaron. 1.000 años de prisión para los causantes poco ayudarían. Mi papá era un tipo de 34 años, era doctor en Derecho y Ciencia Política; brillante como él solo, le tenían pavor como juez. Difícilmente eso puede tener algún tipo de compensación, y si la hubiese distinta a la presencia de él, no la aceptaría.

Y es que si fuese una ausencia de las habituales ausencias humanas, como cuando el ciclo de vida termina… Pero es que es una ausencia tan dolorosa… Yo tenía 17 años y estaba dejando de ser hijo y comenzando a ser el extraño que el papá empieza a explorar y a formar. Y de un momento a otro me vi como si me hubiesen apagado una linterna.

Belisario Betancur nos mandó un telegrama diciendo que, si queríamos, había unos créditos del Icetex, pero tocaba pagarlos. De momento uno no razona sobre el contenido y el alcance de una ofensa como esa, pero hoy tengo absolutamente claro que fue lo más humillante, luego del desprecio del Estado y del dolor.

Desde que la Fiscalía dijo que no descartaba la posibilidad de exhumar los 100 cadáveres –hecho que a pesar de todo aplaudo– no he podido dormir. Mi hermana es la más obsesiva: está empeñada en que mi papá tiene que ser exhumado para ver realmente qué sucedió. Yo le he dicho ‘Diana, francamente te digo que, con mis 50 años, prefiero honrar a un muerto ajeno que empezar a buscar a un desaparecido’. No quiero estar en los zapatos de las dos señoras a quienes se les desapareció el muerto. La aparición de los desaparecidos y la desaparición de los muertos me han mortificado. Y siempre me ha mortificado también la idea de que una persona de 1,70 metros me haya sido entregada de 70 centímetros, absolutamente calcinada. La dentadura de mi papá era muy distintiva, y tengo el recuerdo de que, de alguna manera, ese fue el parámetro de orientación en su momento para yo reconocerle –porque fui yo el que lo reconocí–. Pero el hecho de que ahora estén sucediendo cosas al margen de esa realidad documental que nos dio Medicina Legal, la Policía y todo el mundo, causa la distorsión de la poquita tranquilidad, si es que eso puede llamarse tranquilidad, en torno a la certeza del ‘remanente biológico’, como le digo yo. Ahora me encuentro con que es probable que yo esté honrando restos ajenos.

A mi papá lo mataron, porque de otro modo él estaría aquí; y no sé si lo mataron las balas, el humo, el incendio o la angustia de tener cuatro hijos y no saber qué iba a ser de ellos. Sin embargo, el escenario me ha puesto a formularme una cantidad de hipótesis descabelladas e insostenibles, que indefectiblemente hacen parte de la pesadilla en la que alguien nos metió. Al rato trato de razonar y despertar. Debo confiar en lo que vi. No voy a confiar en los papeles. Yo francamente no quiero saber si eso que me dieron es o no mi papá. Mi papá no está acá, y con eso me quedo”.

***

Pilar Navarrete, esposa de Héctor Jaime Beltrán, mesero de la cafetería del Palacio de Justicia, contó su historia a este portal cuando se cumplían 30 años del holocausto del Palacio de Justicia.

“Mi esposo soñaba con ver crecer a sus cuatro pequeñas hijas y comprar una casita. Pero esos sueños quedaron truncados el 6 de noviembre de 1985”, recuerda con amargura Pilar Navarrete, esposa de Héctor Jaime Beltrán, quien trabajaba como mesero en la cafetería. Unos días antes, con motivo del Halloween, ella le mandó tomar una foto a sus cuatro niñas que tenían entre 7 meses y 5 años. Esa mañana fatídica, Héctor Jaime se llevó la foto para mostrársela a una congresista con la esperanza de que le ayudara a comprar su casa.

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"Él me juró que si perdía la foto no volvería a la casa. Y no regresó. Mi esposo no pensaba ir a trabajar el día de la toma del Palacio de Justicia porque tenía un problema en una mano. Pero como en esa semana debíamos matricular a una de nuestras hijas en el colegio decidió asistir porque con las propinas que recibía en el restaurante podía pagar”, dice Pilar, quien gracias a colectas de amigos y familiares, al apoyo de los vecinos y al trabajo arduo y constante de estos años, logró sacar adelante a sus hijas, todas profesionales. Fueron años muy duros para una mujer que en ese momento tenía apenas 20 años y toda una vida por delante.

Durante mucho tiempo guardó la esperanza de que estuviera vivo. Pero sus ilusiones se fueron desvaneciendo cuando oyó comentarios sobre lo que había pasado en las caballerizas a las que llevaron a los sobrevivientes del palacio. Ahora solo espera que los responsables de los hechos digan la verdad sobre lo que pasó con Héctor Jaime. Su esposo en 1985 tenía 30 años, era muy dedicado y un gran trabajador.

Pilar dice que en todos estos años muy pocos ayudaron a los familiares de los desaparecidos. Entre ellos estaban el magistrado Carlos Mauro Hoyos y el abogado Eduardo Umaña, ambos asesinados.