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El mensaje político que podría traer el papa Francisco
El Sumo Pontifíce, que aterriza este miércoles en Colombia, tiene una visión nueva de la geopolítica. Sigue ejerciendo la influencia que sus antecesores desplegaron a lo largo del siglo XX, solo que claramente con un signo nuevo.
En 1935, el gobierno de Josef Stalin firmó con Francia un pacto de no agresión. El ministro de Relaciones Exteriores francés, Pierre Laval, le propuso al dictador, en tono conciliador, disminuir la presión sobre los católicos rusos para mejorar las relaciones de su gobierno con la Santa Sede de Pío XI. Stalin preguntó a Laval: “¡Oh, el papa! ¿Y puede saberse cuántas divisiones tiene el papa?”.
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Nada impedía al máximo líder de la Unión Soviética hacer un sarcasmo como ese, porque el papado había dejado de tener un ejército muchos años antes. Pero el georgiano se equivocaba acerca del verdadero poder del sumo pontífice para fluir en la geopolítica. Hoy, el gigante comunista y ateo es un recuerdo de la historia, en parte precisamente por los actos de un sucesor de Pío XI, Juan Pablo II, quien no tuvo que disparar un solo cañón para sacarlo de la escena. Y el papa actual, Francisco, sigue ejerciendo la influencia que sus antecesores desplegaron a lo largo del siglo XX, solo que claramente con un signo nuevo.
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No podía ser de otra manera, pues el papa Francisco es muy distinto de sus antecesores. Antes de Jorge Mario Bergoglio ningún papa había nacido en América Latina, y ninguno había sido jesuita. Lo primero significa que las tribulaciones de la pobreza y la desigualdad no le son ajenas en absoluto. Al fin y al cabo solía cada sábado tomar solo el subte en Buenos Aires para visitar las más tristes villas miseria de los suburbios capitalinos. Y lo segundo no es un detalle menor, precisamente porque el pontífice tiene muy claro el legado de las misiones jesuíticas que ejercieron una enorme influencia en la América Española.
Analistas como Thomas R. Rourke, en su libro Las raíces del pensamiento social y político del papa Francisco: de Argentina al Vaticano, señalan que Bergoglio creció y se hizo sacerdote bajo la influencia de una Iglesia latinoamericana que trataba de enfrentar duras condiciones sociales y políticas en el contexto del entonces reciente Concilio Vaticano II. Pero, más allá de la “teología de la liberación”, en boga desde la famosa conferencia episcopal de Medellín de 1968, la “teología del pueblo” favorecida explícitamente en varias ocasiones por el cardenal Bergoglio deja de lado el análisis basado en la lucha de clases a favor de analizar las raíces culturales de los problemas y la continuidad histórica. Para él, las personas más desfavorecidas serían los agentes de su propio cambio, más que sujetos pasivos de cuadros revolucionarios.
Rourke ve además en la mirada social de Francisco la marca indeleble de su filiación jesuítica. Señala que las misiones de la Compañía de Jesús en América del Sur establecieron para este papa un paradigma crucial. Desde su llegada a las colonias del Nuevo Mundo los jesuitas fundaron establecimientos que buscaban incorporar el Evangelio en la cultura de los aborígenes en función de crear una “civilización cristiana integral” que combinara la fe, el trabajo, el arte y la solidaridad de todos. Los misioneros jesuitas meditaban sobre la “sacra humanidad de Cristo”, y trabajaban por encarnarla en esos “nuevos” indios, una “nueva creación”. Y esas misiones, particularmente en territorios como el actual Paraguay, llegaron a ser tan influyentes, que entraron en conflicto con los poderes imperiales. Estos, en varias oportunidades, encontraron las enseñanzas jesuíticas demasiado revolucionarias como para tolerarlas, lo que condujo a su expulsión.
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Ambas circunstancias, su procedencia latinoamericana y su condición de jesuita, son compatibles con el rasgo que los vaticanistas han señalado como crucial en la visión de Francisco: su convicción de que los grandes cambios en la historia fueron realizados cuando se observó la realidad no desde el centro sino desde la periferia. Lo que marca diferencias con sus predecesores: mientras el papa polaco Juan Pablo II se aliaba con Estados Unidos para tumbar el comunismo, y Benedicto XVI se preocupaba por el futuro de la fe en el Viejo Continente, Francisco, el papa latinoamericano y “global” muestra una visión diferente en la política mundial y en la forma de alcanzar la paz. Al hacer eso, Francisco plantea una nueva narrativa fuera de los viejos conceptos ideológicos, y desafía la perspectiva tradicional de las relaciones internacionales.
Lo que indica que, al contrario de sus predecesores, Francisco concibe la política internacional como un fenómeno global, en el que la soberanía estatal queda en segundo plano. O sea que reconceptualiza el orden mundial desde la mirada privilegiada de sus numerosas y diversas periferias, no confinado a una región geográfica, ni a una categoría social determinada. Al colocar en primer plano a los pobres del mundo, con su mensaje de sacrificio, antimaterialista y anticonsumista, pone en tela de juicio el pensamiento y el estilo de vida de Occidente. Pero lo hace por fuera de los estereotipos tradicionales como la tensión este-oeste. Su misión y la de su Iglesia va más allá, hacia la defensa de los marginados de la política y la sociedad.
Esa visión periférica, por la que Francisco parece querer superar la noción convencional que privilegia el intercambio con los poderosos, quedó clara desde que escogió hacer su primer viaje papal a Lampedusa, la isla italiana que en 2013 se había convertido en un enorme centro de recepción de refugiados del norte de África. Algo que confirmó en 2016, cuando hizo lo mismo en la isla griega de Lesbos, donde tomó la decisión, sin precedentes, de llevarse 12 refugiados con él a Roma. Y sus acciones hablan por sí solas. Hizo su primer contacto diplomático con el presidente ruso, Vladimir Putin, cuando le urgió buscar una solución pacífica a la guerra de Siria, en defensa de su población de todos los credos. Al visitar Jerusalén, lo hizo entrando por Cisjordania, en un acto simbólico de encuentro de las dos culturas. Al viajar a Estados Unidos, llegó vía Cuba, y eventualmente su actuación sería crucial para consolidar el restablecimiento de las relaciones entre esos dos países. Y al difundir su mensaje en defensa del medioambiente ofreció una orientación claramente humanista.
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En otro ejemplo de su capacidad para recurrir directamente a los fieles, en diciembre de 2014 Francisco escribió una carta a los cristianos del Oriente Medio para tratar de reconfortarlos en tiempos de dura persecución religiosa. Y no dejó de marcar su impronta política, al plantearles: “La mayoría de ustedes viven en ambientes predominantemente musulmanes. Ustedes pueden ayudar a sus vecinos a presentar con discernimiento una imagen más auténtica del islam, como muchos de ellos desean, reiterando que el islam es una región de paz, compatible con el respeto por los derechos humanos”. Y en cuanto a los judíos, más allá de sus relaciones con el Estado de Israel, su trabajo con las comunidades de esa fe alrededor del mundo le han ganado el título del papa más judío de la historia. Tanto, que incluso el rabino David Rosen, líder del Concilio Judío de Estados Unidos, declaró que “nunca ha habido un papa con un entendimiento tan profundo de los judíos”.
Ese es el estilo de un papa que al romper los paradigmas existentes, inquieta a muchos que ven en el cambio una amenaza a la misión universal de la Iglesia. Pero no hay que equivocarse: Francisco el pontífice de los pobres, tiene un mensaje para la humanidad entera, sin distingos de origen, raza, nacionalidad y ni siquiera de religión. Y apenas ha comenzado a difundirlo.
*Jefe de redacción de SEMANA.