RELIGIÓN
El doloroso viacrucis de los enfermos que esperaban un milagro de Francisco
Ligia Buitrago peregrinó en su silla de ruedas y soportó la estampida, el diluvio y el dolor del cuerpo de una artritis heredada en busca de un milagro que de alguna manera sucedió en la misa campal del Simón Bolívar.
Por: Jaime Flórez
Parecía que desde la medianoche hubiera hecho el voto del silencio. Ligia Isabel Buitrago avanzó en calma entre la muchedumbre alborotada. Una mujer alta sacaba la cabeza entre el tumulto y cada tanto gritaba "¡Hagan fila. Déjennos entrar!". Las cientos de personas apostadas frente a la baranda metálica empezaban a impacientarse, a alzar la voz. Alguno supo pedir paciencia con el argumento de que ese día todos iban a estar llenos del Espíritu Santo. Pero ningún miembro de Trinidad parecía estar presente para transmitir sosiego.
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Pero a ella, en esta madrugada, nada la sacaba de su piedad concentrada. No lo habían hecho los intensos dolores del cuerpo que soportó durante el viaje desde Duitama, de donde había salido a las 12 de la medianoche, tampoco lo haría ese alboroto que cinco horas después se veía tan mundano comparado con su entereza casi santa.
Se abrió paso entre la multitud y llegó hasta la barrera, donde ni policías ni voluntarios ni alborotados se atrevieron a cortar el paso de su silla de ruedas eléctrica, la que controlaba desde una palanca con su mano derecha, deformada ya tras 35 años de padecimiento de una artritis reumatoide degenerativa que carga en los genes, heredada de sus antepasados.
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A las 6 de la mañana, la decisión de Ligia Buitrago más parecía una insensatez. La mujer de 55 años años, que apenas podía mover su adolorido cuerpo, había salido de su pueblo a la media noche con la determinación de colarse entre un millón de personas, y soportar una espera de casi un día, sin espacio para el descanso y expuesta al clima impredescible. Todo para ver al papa Francisco.
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Ligia, ni casada ni madre, fue profesora en Duitama durante 18 años hasta que la enfermedad lo permitió. Entonces lo dolores se volvieron insoportables. Se encongió con los años. Sus extremidades se doblaron, sus articulaciones cedieron. Su cuerpo quedó postrado y deforme. Pero ella jamás resignaría su destino por un padecimiento. Desde entonces se dedicó a ser catequista y a preparar a los niños para recibir los sacramentos.
En su hablar trasluce el conocimiento de las creencias católicas. Y en ese conocimiento también trasluce la explicación de su fuerza para exigir su cuerpo solo para llegar hasta Francisco. Las escrituras dan testimonio de que los milagros existen, explica. Y ella no renuncia a ser la protagonista de uno.
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Antes de que saliera el sol, parecía que doña Ligia ya estaba adentro. Pero de repente el parque Simón Bolívar se le convirtió en un laberinto gigantesco por el que corrían miles que querían ocupar los mejores puestos para, doce horas después, ver al papa. Y Ligia, vigilada siempre por Azucena Bernal, su amiga, se veía como una pequeña figura abriéndose espacio en la masa.
Así llegó hasta la zona 6 del parque, el sitio que le indicaba su boleta. Preguntó cuál era el lugar de las personas con discapacidad y uno de los voluntarios le mostró un espacio de unos 15 metros cuadrados cercado por barandas altas, más altas que su misma figura sentada en la silla. Una especie de corral desde donde era imposible ver a la tarima en la que el papa celebraría la misa, pues un árbol cortaba el alcance de la vista. Doña Ligia se negó a entrar allí y puso en marcha una vez más el motor de su silla.
Pero su impetú la puso en riesgo. De repente, la mujer estaba atrapada entre un grupo de personas que se apiñaron contra una reja. Estaban tan juntos que ya nadie podía moverse ni desandar los pasos. Un voluntario pidió calma y mencionó incluso el peligro de una estampida, la peor situación posible para ella, que apenas puede moverse parcialmente.
Pero Dios siempre pone ángeles en el camino, cree. Tal vez por eso avanzaba tan tranquila en su osadía. Un joven voluntario la vio entre el tumulto, abrió espacio, hizo un par de llamadas y 15 minutos después Ligia tenía una ruta expedita para avanzar tranquila hasta la zona preferencial, una que ni siquiera estaba contemplada en su boleta, y desde donde podría ver con claridad a Francisco.
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El esfuerzo, sin embargo, había sido extremo. Una hora después, Ligia estaba en la zona médica con un parte de agotamiento físico. Apenas eran las 9 de la mañana y sus fuerzas tendrían que resistir el azote del tiempo durante siete horas más para ver al sumo pontífice.
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Doña Ligia Buitrago dice que Francisco es un papa especial. Como millones en todo el mundo, ella es devota de su humildad y su cercanía con los últimos de la fila, como el mismo papa ha nombrado a los más pobres, a los discriminados o a quienes padecen la enfermedad. Así lo había dicho en la mañana en la Plaza de Bolívar: "Escuchen a los que sufren. Mírenlos a los ojos y déjense interrogar por los rostros surcados de dolor y sus manos suplicantes. En ellos aprenderán verdaderas lecciones de vida, humanidad y de dignidad... ellos sí comprenden las palabras del que murió en la cruz".
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Al mediodía, doña Ligia ya no estaba sola en la zona preferencial. El parque tenía más de un millón de personas adentro y detrás suyo se habían ubicado más de cien personas en sillas de ruedas, y otros centenares con trastornos mentales y distintos tipos de padecimientos físicos.
Cuando parecía que ya había vivido la última estación del viacrucis, las nubes negras sombrearon el parque y cayó el diluvio. Ligia no tenía paraguas ni carpa. Se cubrió con su buzo, encogió su cuerpo, intentó proteger el dispositivo electrónico de su silla y aguantó impasible los 30 minutos que duró el aguacero. Pese al dolor que el frío le causaba en sus huesos atrofiados, ni ella ni ninguna de las personas con discapacidad de su zona se movieron. Todos aguardaban, todos esperaban su milagro.
A las 4 de la tarde, cuando en el parque ya se escuchaba el rumor de la llegada del papa, doña Ligia hizo lo que nadie esperaba. Pidió que desmontaran las muletas de la parte trasera de su silla de ruedas. Se aferró a ellas con destreza y desenvolvió su cuerpo despacio. Se puso de pie. El dolor traslucía en su rostro, pero lo aguantó durante 20 minutos.
Entonces Francisco pasó al frente suyo. Lo vio y ocurrió el milagro: la sonrisa hermosa y plena de doña Ligia. Lo que vino después fue una prédica arrolladora del papa que no se borrará nunca de la memoria de ella ni del millón de personas que la presenciaron.