FORO COLOMBIA 2020

¿Para dónde va Colombia?

Después de diez años el país ha conseguido grandes avances. Ahora, sin embargo, se enfrenta a nuevos desafíos que requieren mucho liderazgo y capacidad para generar consensos que permitan tomar las decisiones de fondo.

Alejandro Santos
28 de enero de 2020
| Foto: Guillermo Torres

La semana pasada arrancó en firme la nueva década. En Davos se reunió la elite mundial para discutir la necesidad de un capitalismo más social, la ONU y la ONG Oxfam publicaron sendos informes donde revelan una desigualdad histórica en el mundo, el juicio a Trump entró en su recta final en el Congreso, y en Colombia se reiniciaron las protestas. La élite pensando, la política convulsionando y la calle protestando.

Este comienzo de 2020, nos invita a mirar en retrospectiva la década que termina para tratar de entender y visualizar la que se viene. Lo primero que hay que decir es que fue una buena década para Colombia. Si miramos los indicadores, el país ha hecho grandes avances.

  1. La clase media pasó de ser el 22 por ciento al 32 por ciento de la población.
  2. La pobreza bajó del 40 al 27 por ciento.
  3. El crecimiento del PIB fue en promedio 3,7 por ciento en toda la década.
  4. La cobertura de educación superior pasó de 31 por ciento en 2007 a 58 por ciento en 2019.
  5. El ingreso per cápita aumento 52 por ciento en dólares corrientes.
  6. Los ingresos por turismo pasaron de 3.400 millones de dólares en 2010 a 6.600 en 2018, casi el doble.
  7. En infraestructura las dobles calzadas pasaron de 700 kilómetros a 2.300. Los aeropuertos pasaron de mover 16 millones de pasajeros a 38 millones.
  8. Cerramos el 2019 con una cobertura en salud de 95 por ciento.
  9. Se logró firmar la paz con las Farc después de más de medio siglo de conflicto armado.             * Los homicidios cayeron de 35 a 22 por 100.000 habitantes. Hace 15 años había 600 municipios afectados por la presencia de grupos armados ilegales, hoy hay 130.
  10. La estructura empresarial colombiana se ha fortalecido. Hace 10 años había 56 empresas que facturaban más de un billón de pesos. A finales de 2018 había 159 compañías, es decir tres veces más. Además, en los últimos siete años el número de empresas -incluidas las pequeñas y medianas- creció un 33 por ciento.
  11. Colombia ha sido líder mundial en la defensa de los derechos sexuales y reproductivos y en la protección constitucional de derechos de las minorías.
    Por otro lado, más allá del pesimismo que cunde en el mundo frente a todo lo que represente el establecimiento, Colombia ha demostrado tener una solidez institucional para enfrentar los embates de la violencia, la corrupción política, la estabilidad económica y los desafíos sociales.

Pero quizá una de las fortalezas más significativas -y que emerge de la modernización del país- es el nuevo poder de sus regiones. Colombia cuenta con seis grandes ciudades con más de un millón de habitantes y decenas de ciudades intermedias distribuidas en todo el territorio que se han beneficiado del crecimiento de la economía y de la repartición de las regalías. Sobre esos nuevos epicentros de desarrollo cabalgará gran parte del dinamismo en la próxima década.

Hoy, por ejemplo, tenemos 32 ciudades con más de 200.000 habitantes y 70 con más de 100.000. Son enclaves en un territorio complejo y accidentado que permiten más movilidad social, más educación, más crecimiento y mejor institucionalidad. Un termómetro de ese nuevo país regional es el creciente protagonismo de alcaldes y gobernadores que han logrado proyectar su liderazgo político a nivel nacional.

Sin duda este proceso de modernización, y también de búsqueda de identidad, no ha estado exento de grandes obstáculos. El primero, la dicotomía entre país rural vs país urbano. Un territorio rural marginado, donde no hay institucionalidad -o está capturada por mafias o clanes- donde asesinan a los líderes sociales ante la impotencia del Estado y que ha protagonizado el conflicto la guerra contra las guerrillas y los grupos ilegales y donde no ha existido el Estado por décadas es, y seguirá siendo, un pesado lastre que nos impide abrazar enteramente el siglo XXI. El 60 por ciento de nuestra desigualdad proviene de la brecha urbano-rural, según Rimisp. Es la tensión entre esas dos Colombias donde radica gran parte de nuestro problema estructural.

La creciente desigualdad

Las satisfactorias cifras macroeconómicas de la última década y la acelerada generación de riqueza no se han reflejado en una mejor redistribución. Seguimos siendo el tercer país con mayor desigualdad en América Latina y estamos en el 10 por ciento de los más desiguales del mundo. Logramos convertirnos en un país de ingreso medio y ser el segundo país que más ha crecido en el continente durante la última década, pero no hemos logrado que esa prosperidad se reparta más equitativamente.

Aquí el debate sobre impuestos como la principal fuente de redistribución se vuelve crucial. Tenemos que superar las reformas tributarias cada 18 meses para tapar huecos para poder dar el salto hacia una reforma estructural que amplíe la base gravable. En 2019, solo 2.459 grandes contribuyentes representaron el 61 por ciento del recaudo tributario del país, es decir el 0,08 del total. Resolver este problema pasa, inevitablemente, por superar la dificultad política para generar consensos y tomar las decisiones de fondo.

El karma de la productividad

Esta aguja, esencial para la eficiencia del trabajo y la economía, no se ha movido en una década a pesar de todos los esfuerzos, debates, alianzas y políticas públicas, o pese a ellas. Esto explica en gran parte nuestra dificultad para ser más competitivos, innovar o exportar. Y aquí yace la pertinencia y la calidad de la educación frente a un entorno tan cambiante. Mejorar la productividad es uno de nuestros grandes desafíos en momentos en que la sociedad está envejeciendo.

El fantasma del narcotráfico

Este flagelo, que nos ha perseguido por más de medio siglo, está más vivo que nunca. Las casi 200.000 hectáreas de coca sembradas son un problema de seguridad nacional. Aceitan el brazo armado de las disidencias y los grupos ilegales y es la principal causa de muchos de los asesinatos de líderes sociales que tienen consternado al país. Ante el peligro de esta nueva amenaza, la relación con Estados Unidos se volvió a narcotizar y el debate sobre seguridad volvió a girar este año en torno a la aspersión aérea que el gobierno quiere revivir. Una herramienta eficaz, no exenta de riesgos, y que sin duda tendrá un coletazo social y económico que podría llevar a protestas cocaleras como las que vivimos a mediados de los años noventa.

La preocupación por la seguridad

En todas las encuestas la principal preocupación de los ciudadanos, muy por encima de las demás, es la inseguridad. Si bien los homicidios han bajado, la gente se siente más insegura. Los nuevos alcaldes tendrán que reducir la inseguridad ciudadana y el gobierno tendrá que controlar los grupos ilegales y las disidencias de una nueva violencia que se está reciclando en los territorios y que ya tiene en alerta roja regiones como el Catatumbo, el Bajo Atrato, el Bajo Cauca y la costa nariñense. Los ataques del ELN, el rearme de disidencias de las Farc, la mutación de las bandas criminales, la retaguardia de Venezuela, los territorios en disputa, y el creciente número de desplazados en estas zonas rojas son un cuadro dramático de un país que creíamos haber dejado atrás. No podemos retroceder en este frente y será una gran prioridad en este 2020.

El desempleo

El año 2019 terminó con un desempleo de 10,4 donde los más castigados son los jóvenes y el campo. Este será sin duda uno de los desafíos más urgentes del gobierno este año, sobre todo teniendo en cuenta que uno de los nuevos factores que según el Dane están incidiendo es la tecnología y reconversión industrial.

A esto hay que sumarle que las nuevas tecnologías y plataformas colaborativas que presionan una flexibilización laboral pero en la otra esquina se alza una voz en la calle que reclama más beneficios y unos sindicatos que no están dispuestos a ceder en este terreno. ¿Es posible conciliar estas dos posiciones? ¿Cómo modernizarse y ser competitivos sin afectar el empleo? ¿Cómo adaptarse a la disrupción tecnológica sin afectar los derechos laborales? Este es un gran dilema en Colombia y el mundo que el gobierno piensa resolver con un proyecto de ley que se presentará en la próxima legislatura.

Más allá de estas problemáticas, muchas heredadas y mal envejecidas, han surgido nuevos desafíos que en poco tiempo se tomaron la agenda nacional y serán prioritarios este año.

El más evidente es la protesta social. La calle es el nuevo actor político en Colombia y el mundo. Sin caras demasiado nítidas, con reivindicaciones legítimas y demandas utópicas, con marchantes pacíficos e infiltrados violentos, la voz de la calle hay que oírla y saberla tramitar. Es un fenómeno global pero tiene una identidad local. Las redes facilitan la movilización y exacerban la rabia, y la indignación embiste a las élites, pero sus motivaciones varían según el país: algo va de las marchas de Francia, a las de Chile, a las de Irán.

En Colombia, más allá de la naturaleza de las marchas, donde se conjugan muchos protagonistas, no podemos dejar de advertir que la protesta social se expresó institucionalmente en las pasadas elecciones regionales, con 22 millones de colombianos, la votación más alta en la historia.

La democracia expresó en las urnas el descontento social sin violencia y con legitimidad. Esas elecciones regionales fueron el retrato más palpable de los cambios que vive el país. Una clase media empoderada y más informada, que rechazó los extremos políticos, derrotó en muchas regiones la politiquería, pidió una nueva agenda, reclamó la paz y giró al centro izquierda. En enero de 2020, muchos de los que enarbolaban pancartas en las calles hace un par de años contra el gobierno, hoy están gobernando: la alcaldesa de Bogotá, el alcalde de Medellín, el de Buenaventura, Manizales, o Cartagena, entre muchos otros.

¿Para dónde van las marchas? ¿Es una expresión ciudadana genuina y generalizada de un descontento social acumulado? ¿Es un vehículo que instrumentaliza a la ciudadanía para construir una plataforma política? ¿Es el mejor mecanismo de presión para defender unos intereses? Hay algo de todas las anteriores: malestar, anhelos, intereses, ideología, violencia y esperanza de cambio. Sería equivocado etiquetar las marchas bajo un solo rótulo. En ese sentido, es necesario profundizar la conversación nacional que lidera el gobierno como un espacio de deliberación e interlocución que ha dejado vacío la crisis de los partidos. Hoy, más que nunca, hay que oír para gobernar. ¿Habrá un agotamiento de las marchas por la vía del impacto en movilidad y tranquilidad de los ciudadanos y la violencia de los encapuchados? Las que arrancaron este año fueron más bien lánguidas y, sin el ánimo de estigmatizarlas, la infiltración de los violentos les está haciendo daño.

El otro desafío es la migracion venezolana. A diciembre de 2019 habían llegado a Colombia, 1,9 millones de venezolanos y cerca de 500.000 colombianos retornados, es decir 2,4 millones de personas. Las estimaciones del proyecto Migración Venezuela es que en 2022 los migrantes pueden llegar a 2,8 millones en el país. Hasta ahora los colombianos han recibido esta migración con compasión y solidaridad pero ya se ven brotes de descontento y un aumento en la mala imagen de los venezolanos en Colombia. En una encuesta de Invamer de julio de 2019, el 62 por ciento de los colombianos dijo tener una opinión desfavorable de los venezolanos que llegaron para quedarse. Esa cifra hoy seguramente es más alta.

La experiencia de los países europeos nos muestra que los sentimientos de xenofobia se van incubando con el tiempo y son terreno fértil para el populismo y el nacionalismo. Aquí, como sociedad, tenemos que evitar una estigmatización que discrimine y genere tensiones sociales, y lograr que esa población –que llegó para quedarse- pueda ser atendida en el sistema de salud, se eduque y consiga trabajo.

El último es el envejecimiento de la sociedad. Este fenómeno, de la mano del fortalecimiento de la clase media, es uno de los ejes de la transformación de la sociedad colombiana. La expectativa de vida de los colombianos pasó de 69 a 77 años en menos de 15 años. Hoy la población mayor de 35 años representa el 43 por ciento del total. Y en 10 años los mayores de 40 serán más de la mitad de la población. Esta nueva pirámide demográfica tiene un profundo efecto en casi todas las variables de política pública. Y en particular en el funcionamiento de la democracia y la lucha política, porque si descontamos a los menores de 18 años (sin derecho a voto), en las próximas elecciones presidenciales del país el 60 por ciento de las personas en edad de votar serán mayores de 35 años y en el 2030 los mayores de 45 años podrían ser la mayoría de la población en edad de votar. Recordemos cómo en el brexit la decisión sobre el futuro del Reino Unido se la arrebataron triste y sorpresivamente las personas mayores a las nuevas generaciones.

Hablar de envejecimiento es tocar un tema tan estructural como espinoso y que muy posiblemente sea parte importante de la agenda de 2020: la reforma pensional. Una bomba de tiempo que lleva años en cuenta regresiva, pateada hacia adelante por los últimos cuatro gobiernos y que el presidente Duque prometió enfrentar. Hoy la edad de pensión de los colombianos es de las más jóvenes del mundo. El presidente ha dicho que no va a aumentar la edad ni las semanas de cotización. ¿Es eso posible? ¿Qué alternativas hay? ¿Cómo hacer una reforma pensional en medio de la rabia digital y el inconformismo social?

Colombia inicia 2020 como un país en transición, resolviendo todavía flagelos del siglo XX y buscando meterse de lleno en la agenda del siglo XXI. Los grandes avances que se han logrado siguen siendo frágiles y no podemos ponerlos en riesgo.

La primera tarea del Gobierno este año será recuperar la gobernabilidad. Precisamente por estos días el Palacio de Nariño está moviendo sus fichas para recomponer el ajedrez político y tener más margen de maniobra para sacar adelante sus reformas. El Gobierno tendrá que hacer gala de un malabarismo político que combine representación sin mermelada, y gobernabilidad sin sacrificar su bandera de la nueva política. Es un segundo tiempo donde el presidente deberá encontrar una nueva narrativa que interprete a un nuevo país y ayude a cohesionarlo.

En otro acto de contorsión política el Gobierno tendrá que conciliar este año el desarrollo con la sostenibilidad en un tema tan sensible como el fracking, vital para la estabilidad económica pero el coco de los ambientalistas y gran causa de la protesta callejera. La agenda medioambiental es cada día más relevante y en esa dirección el presidente le dio un gran impulso con su apuesta por las energías renovables. Si el Gobierno nacional y los regionales, de la mano del sector privado, logran entender el territorio y respetar sus comunidades, Colombia podría convertirse en una potencia energética e incluir a las regiones más apartadas.

La única forma de cerrar las brechas sociales es incluir a los territorios históricamente abandonados y victimizados al desarrollo económico social y político. Y la punta de lanza de ese crecimiento sostenible con altas dosis de legitimidad son el ecoturismo y el agro. Sobre estos dos pilares se debe construir un modelo de desarrollo, con políticas de largo plazo y sostenibles, que permita reducir nuestra dependencia económica del petróleo y la minería.

La década que se avecina no va a ser fácil. Se acabaron los años del `boom´ de los commodities, de los pitos y serpentinas, de los aplausos en las bolsas y la codicia en los gobernantes Ya varios países en América Latina han sufrido el guayabo de la fiesta a un alto costo social y cuyo coletazo ha hecho naufragar a varios gobiernos. Atrás quedó supuesta década dorada de América Latina, que varios anunciaron millones nunca vieron.

Ahora tendremos que encontrar un camino como país en medio de las guerras comerciales, los desajustes del orden mundial, las pasiones de las redes y el desencanto en la democracia. Tenemos que recuperar la confianza institucional en momentos en que pocos creen en las instituciones, reivindicar la ética cuando nos sentimos abrumados por la corrupción, valorar el sentido de sacrificio en un país de atajos, rescatar la humildad donde solo se exalta el ego en las redes, y encontrar la verdad en medio de la pos verdad.

Se vienen años donde tendremos que lograr ponernos de acuerdo en los temas fundamentales, una virtud esquiva en medio de tanto odio y polarización. Para un país que quiere proyectarse con optimismo al futuro se necesita liderazgo y capacidad para generar consensos.

No solo del presidente y su Gobierno, porque un país va mucho más allá que sus gobernantes. De sus empresarios, de sus intelectuales, de sus líderes sociales, de sus estudiantes, de todos los liderazgos que emergen en un país de líderes y de mártires. Es el mejor homenaje que les podemos hacer a todos los colombianos que han dado su vida en medio de la violencia por defender los valores democráticos de respeto, inclusión, pluralismo y convivencia para que nosotros sigamos aquí, comprometidos con el futuro del país y esperanzados en que siempre será mejor para nuestros hijos.