“Estamos atravesando una tormenta”, afirmó el presidente Juan Manuel Santos en su alocución matutina del pasado jueves, día para el que estaban convocadas marchas de apoyo al paro agrario en varias ciudades del país. A la tensión política se empezaban a sumar problemas de abastecimiento de alimentos por los bloqueos en varias regiones del país.
Pero ni siquiera el primer mandatario podía anticipar cómo el creciente respaldo ciudadano a los legítimos reclamos de los campesinos desembocaría en episodios dantescos de vandalismo, saqueos y la militarización de Bogotá con un saldo de cuatro muertos, más de 200 heridos y 512 detenidos.
Al comienzo de la semana, al ver que miles de habitantes urbanos y estudiantes universitarios se solidarizaban con los reclamos campesinos, algunos analistas se preguntaron si estas manifestaciones marcarían el inicio de un movimiento cívico al estilo primavera árabe, Indignados o las protestas de los brasileños. No obstante, con el transcurrir de los días, la ola de violencia y destrucción de unos pocos sustituyó el inconformismo y la rabia contenida de la mayoría. La piedra reemplazó a la ruana como símbolo de la jornada.
Las imágenes dolorosas de los choques entre manifestantes y la Policía, de los destrozos en locales comerciales, de los saqueos a los supermercados y de la impotencia de usuarios del transporte público se tomaron los medios de comunicación. La Plaza de Bolívar de la capital de la República fue el escenario de una batalla campal que terminó con jóvenes que protegieron con sus cuerpos a los miembros del Esmad del ataque de encapuchados.
En el centro de Medellín se registraron disturbios y vándalos atacaron el edificio de la Ruta N, programa de innovación tecnológica de la capital antioqueña, en medio de arengas contra el ‘neoliberalismo’. Manifestantes quemaron dos CAI de la Policía en Ibagué y, al caer la noche, la Alcaldía de Bogotá decretó toque de queda en cuatro localidades de la ciudad.
La noche del jueves y las primeras horas del viernes simbolizaron las dos caras de la ‘tormenta’ presidencial. Mientras en Tunja una delegación de alto nivel del gobierno nacional en cabeza del ministro del Interior, Fernando Carrillo, negociaba en la mesa con campesinos de Boyacá, Nariño y Cundinamarca, en la Casa de Nariño el presidente Santos y su consejo de ministros evaluaban la crisis de orden público. Con pocas horas de diferencia el gobierno envió mensajes positivos sobre una “política agraria concertada” desde la capital boyacense y, en otra alocución mañanera el viernes, el propio mandatario endureció su postura.
Santos respondió a la jornada violenta de protestas con la militarización de la capital del país, el ingreso de 50.000 soldados del Ejército para controlar los bloqueos y la invitación a la ciudadanía a denunciar a los responsables de los actos de destrucción a quienes llamó “cartel de los vándalos”.
En materia política el presidente de la República criticó las influencias externas que estarían recibiendo los delegados campesinos en la mesa de negociación de Tunja y señaló al movimiento Marcha Patriótica de buscar “llevarnos a una situación sin salida”. Por orden presidencial la delegación del gobierno en Tunja dejó sus propuestas de negociación, que incluyen bajas arancelarias y control de precios de insumos, y se levantó de la mesa.
Al cierre de esta edición, la delegación campesina aceptó levantar los bloqueos y retomar la negociación, pero mantuvo la orden de paro. El equipo negociador regresó a Bogotá para acompañar al presidente al lanzamiento de un pacto agrario con alcaldes y gobernadores.
Naturaleza de la protesta
Es inevitable tratar de enmarcar esta oleada de protestas –que incluye el Catatumbo y los mineros– en los movimientos que en todo el mundo se han desatado en años recientes. ¿Son los paros la chispa de una ‘primavera’ a la colombiana que, como en el caso árabe y de la Plaza Taksim en Turquía, buscan profundas transformaciones democráticas?
¿Constituyen las marchas de apoyo a los campesinos el equivalente nacional de los Indignados europeos y de Wall Street que se levantan contra el sistema económico? ¿O la combinación de paro agrario y marchas urbanas puede explicarse con las mismas claves de rechazo a los políticos que caracterizaron las protestas recientes en Brasil? ¿O, más bien, son protestas sectoriales que defienden intereses específicos y son manipulados por otros intereses a la hora de salir a la calle?
En la ‘rabia’ colombiana hay de todo un poco. No es una primavera árabe pero contiene reclamos históricos de abandono como los de los productores agrarios y los campesinos de frontera del Catatumbo. Tampoco clasifica en una manifestación de indignados, pero existen quejas económicas contra los tratados de libre comercio y las medidas de liberalización de los mercados. Y tampoco fue la reacción de 4 millones de brasileños a manifestar su descontento contra la clase política, pero había muchos críticos de las políticas del gobierno de Santos en las marchas.
Una constelación de grupos, quejas e intereses explica el porqué de la movilización ocurrida la semana pasada en Colombia. Hay marchas de campesinos protestando porque su situación es crítica, hay bloqueos de vías de campesinos o de vándalos; hay estudiantes que salen a la calle para impulsar una reforma educativa; hay camioneros que se quejan de los precios de los combustibles; hay trabajadores y sindicalistas que reclaman sus derechos y se suman a los paros, entre muchos otros.
Y claro, hay oportunistas que pescan en río revuelto y vándalos que buscan generar caos. Todo lo anterior sumado a las denuncias de las autoridades de infiltración de guerrilleros así como opositores al gobierno que capitalizan el descontento popular de cara a las elecciones del año entrante.
Esta combinación variopinta de intereses confirma que tanto el germen de estas protestas como sus consecuencias no sean tan simples de explicar. Limitar la rabia a la firma de tratados de libre comercio o aducir que una eventual reelección de Juan Manuel Santos ha quedado derrotada por los paros reduce a un eslogan político un fenómeno social y económico mucho más complejo y no menos preocupante.
¿Cómo se llegó a este punto?
La protesta social ha marcado el tercer año de la administración Santos. En el primer semestre de 2013 el paro de los cafeteros, gracias a la millonaria concesión económica del gobierno, abrió el camino para la expresión de otros sectores agrarios. A los cultivadores del grano se sumaron los campesinos de la región del Catatumbo, luego los mineros informales y para terminar la oleada de reclamos, se convocó al paro agrario el pasado 19 de agosto junto a camioneros y trabajadores de la salud.
Cada uno de estos grupos sufre problemas de vieja data y de corte estructural que justifican sus malestares. Los campesinos de Boyacá, Cundinamarca y Nariño, por ejemplo, han sido golpeados por una combinación de factores económicos y comerciales (ver siguiente artículo). Los estudiantes universitarios, que se sumaron a partir del jueves pasado, llevan más de un año en la construcción de su propuesta de reforma educativa. Los habitantes del Catatumbo, por su parte, llevan peleando contra la erradicación de cultivos ilícitos por varios años a falta de una presencia del Estado que les dé otra opción de vida.
El hecho que sí generó sorpresa dentro de la constelación de protestas han sido los cacerolazos. En especial, el celebrado en la Plaza de Bolívar de Tunja en la noche del domingo 25 de agosto. Por una semana, el paro agrario se había desarrollado en los bloqueos de las vías en varias regiones del país con gran impacto en los departamentos de Boyacá y Cundinamarca.
Ese día el presidente Juan Manuel Santos lanzó la tristemente célebre frase según la cual: “El tal paro nacional agrario no existe”. Cansados del desabastecimiento de alimentos y del cierre de vías y molestos con las declaraciones presidenciales, varios sectores urbanos le respondieron al mandatario con la inclusión de un nuevo factor de protesta: la solidaridad urbana con los campesinos.
Una herramienta fundamental en el crecimiento de la ‘rabia’ urbana ha sido las redes sociales. Las plataformas de Twitter y Facebook sirvieron para que los ciudadanos, y también instigadores virtuales, monten videos filmados en teléfonos celulares, cámaras y tabletas con las acciones represivas del escuadrón antimotines de la Policía (Esmad). Fotos e imágenes de los bloqueos, las marchas y los actos vandálicos han circulado sin parar en los últimos días.
Si bien varios videos eran falsos, en la mayoría de las ocasiones ayudaron a los espectadores a contrastar las versiones oficiales. Al final, el propio presidente pediría a los ciudadanos enviar sus videos a las autoridades para la identificación del “cartel de los vándalos”.
No es la primera vez que minorías encapuchadas contaminan una marcha de protesta en Bogotá; de hecho, es algo frecuente. Tampoco es inédito el impacto de las redes sociales en el debate político o en las denuncias contra el Estado. Y cacerolazos ciudadanos ha habido muchos así como otras expresiones de protestas cívicas. La novedad está en la combinación de las tres en la promoción de una agenda agropecuaria, por muchos años olvidada en el país.
¿Cuál ha sido la estrategia?
Desde el inicio del bloqueo en el Catatumbo y tras dos semanas del paro agrario, el gobierno no ha logrado hacer una interpretación política adecuada de los paros, ni ha conseguido construir un discurso cuyos simbolismos generen tranquilidad ciudadana y control de la situación. En primera instancia, el presidente Santos ordenó impedir los bloqueos de vías, señaló la infiltración guerrillera y minimizó el carácter nacional de la protesta.
Tras los videos en las redes sociales contra la Policía, los cacerolazos y una decena de departamentos afectados por cierres viales, la percepción de la autoridad de la Casa de Nariño empezó a debilitarse y mucha gente pensó que la situación se estaba saliendo de las manos.
El gobierno claramente no estaba de brazos cruzados: tenía tres mesas de diálogo en simultánea con los campesinos del Catatumbo, los mineros informales y la recién creada con los representantes del paro agrario. Pero el gobierno llegó al jueves, día de las marchas de apoyo, proyectando una imagen de no tener el control de la situación. De hecho, una expresión de fuerza de los delegados campesinos fue sentar al gobierno a la mesa sin tener que levantar los bloqueos viales.
Pero la violencia de la jornada del jueves cambió esa dinámica. Las escenas de los criminales destruyendo los bienes públicos y atacando a la Policía indignaron a los colombianos. Los duros anuncios presidenciales del viernes en la mañana, el ingreso de militares al control de bloqueos y el levantamiento del equipo del gobierno de la mesa en Tunja generaron el primer acuerdo tras 100 horas de negociación: el fin de las barricadas en las vías y la continuación de la negociación.
La duda que persiste es si, ante la naturaleza descentralizada de las protestas, los avances que salgan de la mesa de diálogo en la capital boyacense calmen los ánimos en otras regiones caldeadas como Nariño, Antioquia, Cundinamarca y Tolima.
De la manera como el gobierno cierre finalmente esta temporada de descontento social dependerá no solo el costo fiscal de los acuerdos con los sectores en rebeldía, sino también los efectos sobre el ajedrez electoral. La ola de protestas ha servido para hacerles eco a varias banderas tradicionales de la izquierda, en especial del Polo Democrático, como la crítica a los tratados de libre comercio y al abandono del campo. Pero más allá de los coletazos electorales, que son imprevisibles por la dinámica de la política, lo que ha pasado con los paros deja varias lecciones.
La primera, en el alto gobierno. Cuando el sol empieza a caer a las espaldas en el tercer año de mandato y se asoma la reelección es cuando mejor rodeado debe estar el presidente. Más allá de la maniobra de los ministros, la Casa de Nariño es el epicentro del poder y la cabina de mando de la política. Esta crisis dejó en evidencia la vulnerabilidad del palacio presidencial y la falta de una guardia pretoriana que proteja políticamente al presidente.
La segunda, en los gobernantes locales. A pesar de que los paros eran eminentemente regionales, los alcaldes y gobernadores que tienen en sus manos el manejo del orden público en sus departamentos y municipios, no tuvieron velas en esta coyuntura y algunos hasta criticaron al presidente. ¿Interés político de cara a las elecciones, falta de liderazgo, crisis institucional? Quizás el único que se vio fue al alcalde Petro, que en la mañana invitaba a marchar y en la noche tuvo que decretar el toque de queda en Bogotá porque estaban destruyendo la ciudad.
Y la tercera, es la importancia de la eficacia simbólica del poder, es decir de la construcción de un discurso claro y coherente que logre calar y sintonizarse con la opinión para hacerla sentir segura. Los bandazos que ha dado el gobierno solo alimentan una percepción de inseguridad política. A los colombianos les gusta que les hablen duro y con carácter. En política no solo es importante el mundo real, donde se debe ejercer el control, sino el mundo simbólico, donde los ciudadanos se van a dormir tranquilos, así subsistan los problemas.
Sin embargo, más allá de cómo se desenvuelva el gobierno ahora que ha recuperado la iniciativa con el acuerdo conseguido el viernes pasado, la temporada de paros dejó tres desafíos en los que el gobierno tendrá que trabajar si pretende reelegirse: su manera de conectar con la gente, la coherencia y carácter de su discurso y el ejercicio de la autoridad.