Páramo de Sumapaz. | Foto: León Darío Peláez

MEDIO AMBIENTE

Patrimonio de la Humanidad: la apuesta del presidente para Chicamocha y Sumapaz

El primer mandatario aseguró que trabajará con su nuevo ministro de Ambiente en lograr que la Unesco confirme estos dos refugios de la biodiversidad del país como sagrados para todo el planeta.

4 de octubre de 2020

Este domingo, el presidente Iván Duque se sumó a una causa que ha reunido a muchos: lograr que el páramo de Sumapaz, el más grande del planeta sea declarado Patrimonio de la Humanidad. El presidente lo expresó en un trino en el que afirmó que con su nuevo ministro de Ambiente, Carlos Correa van a “trabajar intensamente” para que este refugio natural, al igual que el Cañón de Chicamocha, entren en esa prestigiosa lista mundial.

A propósito de este esfuerzo por el páramo, en el que también han participado otras importantes voces del Estado, como la Alcaldía de Bogotá, SEMANA publicó un especial multimedia, sobre este paraíso y sus amenazas. Este es el texto completo.

Sumapaz, la lucha que no suspendió la pandemia

Al páramo de Sumapaz lo ha salvado el olvido. Es una paradoja que un lugar extenso, un poco más grande que Bogotá, con cuatro veces el tamaño de Medellín y 11 veces el de Barranquilla, pase inadvertido al lado de una urbe de más de 8 millones de habitantes. Pocos bogotanos saben que se trata de uno de los depósitos de agua más extensos y ricos del mundo. Un verdadero privilegio en un planeta sediento, un ecosistema único que se extiende en medio de lagunas, montañas y frailejones.

El Sumapaz es un reservorio natural y, a la vez, ha sido una retaguardia. Durante años se configuró como un muro invisible entre la avanzada de las Farc hacia la ciudad y la fuerza militar para contener esa amenaza. Y hoy, en medio de una de las peores crisis de la capital en su historia, por cuenta del coronavirus, se erige como la más esperanzadora fuerza.

Unas semanas antes de que se decretara la cuarentena por cuenta de la emergencia de la covid-19, la alcaldesa Claudia López firmó, junto con cinco mandatarios departamentales (Cundinamarca, Boyacá, Meta, Huila y Tolima) un pacto de protección ambiental del páramo. López describió el páramo como “el territorio más preciado” para los bogotanos y hace poco lanzó una apuesta: presentar a Sumapaz ante la Unesco para que sea declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Si se logra, el páramo sería destacado en el mundo por su importancia cultural y natural para la herencia de la humanidad. También abriría la puerta para obtener financiación de parte del Fondo del Patrimonio Mundial para su conservación. En el planeta solo hay 1.018 sitios que tienen esa calidad. Entre ellos están el Parque Natural de Banff (Canadá), Parque Nacional de los lagos Plitvice y Parque Nacional de los glaciares de Argentina.

Las amenazas del páramo de Sumapaz

Recibir financiación para la conservación del páramo sería ideal para poder invertir en ello. A veces el Sumapaz arde y arde durante días. No hay mucho que los bomberos, el Ejército o los pobladores puedan hacer en las primeras horas, mientras las llamas lo consumen. El último incendio fuerte que hubo se presentó el pasado 8 de febrero. 2.500 hectáreas fueron arrasadas y solo se pudo apagar el fuego tres días después.

Los primeros en llegar fueron los campesinos. La escena era desoladora. Cientos de frailejones quedaron hechos polvo. Los soldados y los campesinos se lamentaron. “Tardarán mucho en crecer”, decían. Era una tragedia ver arder frailejones, esas plantas mágicas que tienen el poder de absorber la neblina y devolverla a la tierra en forma de gotas de agua que terminan convertidas en lagunas y ríos. Entre ellos, el Tunjuelo, Sumapaz, Blanco, Ariari, Guape, Duda y Cabrera, los cuales proveen el agua a cinco municipios y 15 millones de habitantes. También son reguladores de agua. Cuando hay abundancia, retienen parte del líquido. Cuando hay escasez, estas reservas permiten alimentar el ecosistema.

Ver nacer y crecer un frailejón es un proceso largo. La germinación sin intervención humana es del 3 por ciento y su crecimiento es lento, un centímetro cada año. Es decir, que para alcanzar sus dos metros de altura tienen que pasar 200 años, que a veces son borrados en segundos por el fuego.

Los campesinos llegan primero

El aire en el páramo es liviano. Entra en los pulmones de una forma ligera. El oxígeno se penetra tanto como el frío en el cuerpo en esas temperaturas inferiores a los cero grados. El paisaje es de muchos verdes. Oscuros, claros, plateados, espesos… hermosos. Se ve uno que otro caserío. También, algunos campos de papa y cercas con ganado.

Llegamos tarde a la cita que teníamos con Misael Baquero, uno de los líderes de la comunidad campesina que vive en San Juan, un barrio de Sumapaz, la localidad 20 de Bogotá. Había trocha en el camino, neblina y el trayecto de Usme a Sumapaz era largo. Nos tomó cinco horas llegar. La conexión de ninguna compañía de celular funcionaba. Nos perdimos varias veces. La única dirección que teníamos eran las indicaciones de Misael: “Tiene que llegar a San Juan. Pasa y no entra. Tres o cinco kilómetros después hay un cruce a mano derecha. Entra por ahí y encuentra la Escuela de Santo Domingo. Después de pasarla, como a 200 metros, hay una puerta a mano derecha y un corral en madera. Ahí debe haber motos y carros estacionados. En la parte alta hay una casa. En ella nos encontramos”.


En la casa donde nos recibió Misael no se podía entrar en carro porque estaba en una montaña muy empinada, así que subimos a pie. Allí había varios hombres construyendo las vigas de un techo de madera. La madera estaba mojada y el rocío ya los había empapado, pero ellos seguían trabajando. Una mujer peleaba con una gallina que saltaba de un lado a otro. Unos perros corrían y, de vez en cuando, se sacudían para sacarse el agua que traían en su pelaje. Allí nos contaron cómo se organizan para apagar los incendios, una de las mayores amenazas del páramo de Sumapaz.

Edwin Dimaté, presidente del Sindicato de Trabajadores Agrícolas del Sumapaz, Sintrapaz, explicó que cuando ven un incendio alertan a los vecinos. Esperan un poco a ver si llueve. Si la llama no cesa, entonces empiezan a organizarse. Desde 2015 no tenían un incendio tan grande. Se organizaron en grupos de 30 personas. Los que iban eran voluntarios. Unos aportan comida; otros, sus caballos, y otros, sus herramientas de trabajo. Ese día salieron a las cinco de la mañana y llegaron al incendio a las cuatro de la tarde. Regresaron a sus casas a las dos de la mañana siguiente con la satisfacción del deber cumplido.

“Cuando nos enteramos del incendio sabíamos que la forma más rápida para llegar era con nuestras bestias. Ensillamos nuestros caballos. Llevamos azadones, guadañas, apagafuegos y nos fuimos”, recordó Misael. Agregó que al estar frente a las llamas “la gente se vuelve espontánea”. Lo más efectivo era mojar las ruanas con agua y golpear la hierba con ellas. También cortaron los frailejones que estaban ardiendo para que el fuego no se siguiera propagando. Algunos talaron los árboles en llamas con sus guadañas y otros los tumbaron a patadas, sin más protección que sus botas de plástico.

Dificultades para apagar las llamas

Ante las llamas devoradoras del 8 de febrero, los bomberos recibieron la alerta por la línea de emergencia. Calcularon que les tomaría tres horas llegar al corregimiento de San Juan y otras 16 horas a pie hasta el punto del incendio. Por esto, decidieron pedir apoyo a la Fuerza Aérea para que les prestaran un helicóptero, pues ellos no tienen uno propio. Luego de evaluar las condiciones atmosféricas y la disponibilidad, no fue posible acceder a la aeronave, por lo que decidieron enviar un equipo por tierra. Al día siguiente, cuando un grupo de bomberos ya se encontraba en San Juan, el Ejército les notificó que la Fuerza Aérea iba a enviar un helicóptero al páramo. El cuerpo de bomberos envió un segundo grupo con ellos. Armados con batefuegos, bombas de espalda y de agua, macalister, rastrillos y palas, el grupo de bomberos se dispuso a apagar las llamas.

“Siempre estamos dispuestos a ayudar y queremos ser los primeros en llegar. El problema es que hay unas condiciones que no nos permiten acudir con rapidez”, dijo Diego Moreno Bedoya, director del Cuerpo Oficial de Bomberos de Bogotá. Otro inconveniente es que el Distrito no cuenta con una estación de bomberos en la localidad de Sumapaz. Por esto, las estaciones de las localidades más cercanas, las de Marichuela o Candelaria, son las que se desplazan a atender la emergencia. Además, el desplazamiento por tierra es difícil para los bomberos y las comunicaciones presentan dificultades.

El teniente coronel Edward Hernán Bedoya, del Batallón de Alta Montaña, una compañía dedicada a reforestar con frailejones el páramo desde 2015, explicó que ese incendio del 8 de febrero no ocurrió dentro del Distrito, sino en el departamento de Meta. El páramo es tan grande que toca Bogotá, Cundinamarca, Boyacá, Meta y Huila. Afirmó que por esa razón era mucho más fácil que llegaran primero personas de poblaciones más cercanas. Además, los militares tienen muchos otros impedimentos para apagar los incendios que se presentan en el páramo. El más evidente es que no tienen trajes especiales para evitar las quemaduras, ni herramientas para apagar el fuego. Así que, al igual que los campesinos, enfrentan el fuego con lo que pueden.

Cuando consiguen un helicóptero solo pueden subir unos seis hombres y la capa de humo es tan grande que hace difícil aterrizar. La aeronave, cuyo vuelo por hora puede costar 23 millones de pesos, tampoco puede subir a grandes alturas, así que cuando los soldados llegan a los incendios aún les queda un camino por recorrer. La comunicación también se hace difícil y no saben cómo es el estado de salud de quienes están apagando las llamas.