REPORTAJE
El tercer amanecer de Bojayá
Las víctimas del pueblo chocoano se aferran al presidente Juan Manuel Santos para superar la tragedia del plebiscito, que las golpeó tan fuertemente como la masacre de la que supieron reponerse.
Tendría que morirse hasta el último de los bojayacenses, hasta el más pequeño, para que ese pueblo que el mundo descubrió por la más cruel masacre de la que se tenga noticia, no pudiera rebelarse contra su trágico destino y no se empecinara en seguir escribiendo su historia.
A Bojayá la dieron por muerta un 2 de mayo, el del 2002. Hombres y mujeres, niños y niñas, abuelas y abuelos, todos quedaron en la mitad de la sevicia de guerrilleros y paramilitares. Buscaron refugio en la iglesia pues no había otro lugar seguro, la escuela ya había sido tomada por trinchera. Se encomendaron a su Cristo; a paramilitares y guerrilleros no les importó que estuviera crucificado. Fue el primero en quedar mutilado tan pronto se cerró la puerta. El cilindro bomba que cayó en el pequeño templo dejó a Léiner Palacio sin sus 35 familiares y 90 de sus vecinos.Fue el más atroz de los pecados de las FARC, pero Bojayá fue el primero en perdonar.
A Bojayá la dieron por muerta un 2 de octubre, el del 2016. Había amanecido más temprano que de costumbre, no porque lo hubiera querido el sol, sino porque así lo quiso la gente. A las 8 de la mañana ya parecía medio día, y a las 11 de la mañana ya no había un alma en las urnas. Las 2.065 personas inscritas ya habían depositado su voto. Tal vez querían que la mañana del 3 de octubre llegara al atardecer.
Pero lo que les cayó fue la más horrible noche, más que la del himno nacional, tan dolorosa como la de aquel 2 de mayo. Apenas duró un suspiro una de las mayores alegrías de Bojayá. Se habían contado 1.978 votos por el Sí y solo 87 por el No (en el pueblo creen que los pusieron los jurados). Ni uno anulado, ni una tarjeta no marcada. Los niños corrían por las calles y se fueron a la cama con la idea de que habían ganado el plebiscito.
En la ‘Barra 3 Esquinas’, donde se reunieron a ver los resultados, dice Daryl Palacio (lasillavacía.com), el único periodista que cubrió la que prometía ser la continuación del carnaval de San Pacho en Bojayá, cada boletín de la Registraduría caía como una daga que se clavaba en los corazones. El octavo informe fue un puñal. Después de un rotundo silencio, las lágrimas y las caras de dolor que invadieron a los más viejos del pueblo se justificaban más para el entierro de todos sus hijos que las que merecieran unas elecciones lideradas por los polìticos. Pero es que ese No que dio el resto del país cayó en el pueblo como otro cilindro bomba. Como si la noche del 2 de mayo volviera a caer en octubre.
El mundo conoció a las Alabadoras de Bojayá hace unas semanas, cuando el Gobierno las llevó a Cartagena, a la firma de la paz. Pero desde hace “muchísimos” años, dice una de ellas, tienen la costumbre de cantar, en lugar de contar, el día a día de su pueblo, incluso desde mucho, mucho antes del 2 de mayo, insiste la mujer. Ellas, que siempre cargan papel y lápiz para que la inspiración se convierta en alabanza, fueron las primeras en levantar los muertos. “(…) Perdimos el plebiscito, hay que seguir trabajando”, alababan desde el 3 de octubre. “Bojayá no se cae y no se cae, no se cae porque está sobre la roca”, como le cantaron en la iglesia a Juan Manuel Santos, el domingo cuando se volvieron a ver.
El padre Antún Cuesta, el mismo que el 2 de mayo abrió las puertas del templo para proteger al pueblo, guarda "como si estuviera en un museo" una sotana multicolor que podría escandalizar a los más puritanos. “Parrandera”, la describe emocionado. Se la regaló su hermano, también sacerdote, desde Gabón (África), donde lleva años ejerciendo sus sagrados oficios. Sólo la usa en “actos de relevancia”, para dar la última bendición a los muertos de su familia o para dar la primera en los bautizos de los suyos. El domingo ofició la misa de medio día con esa sotana. "Hoy es un día memorable", decía. Bojayá volvía a nacer.
En la ribera del Atrato, en la cancha de fútbol de Bellavista, cabecera donde se instaló Bojayá después de sobrevivir a aquella noche de mayo, los niños que una semana atrás se habían dormido sin ver la noticia de la derrota brincaban de la emoción cuando los helicópteros empezaron a aterrizar. Cada vez que uno descendía del cielo, gritaban y bailaban, “¡Santos, Santos!”. “Ahí viene MI presidente”, decía uno golpeando el dedo índice contra su pequeño pecho, “MI presidente”. Lo dijo cuatro veces, el quinto helicóptero sí traía al protagonista de aquella improvisada fiesta.
Santos descendió y los niños se volvieron locos. Como pudieron, rompieron el cerco de los edecanes y las cintas de seguridad, hasta que llegaron a rodear la humanidad del presidente. Lo agarraron de la mano y se lo llevaron andando hasta la pequeña iglesia de San Pablo Apóstol, para que diera comienzo a la misa. Aclamado, como si ya hubiera traído la victoria. Allí les ofreció el premio Nobel de Paz, un premio que a los bojayacences les supo más que si hubieran ganado la Copa Mundial de fútbol.
Cuentan que el viernes la sonrisa comenzó a florecer de nuevo. Si hay un pueblo en Colombia que conozca el secreto para levantarse después de caer, una y otra vez, es Bojayá. Puede ser porque a diario ven cómo el cielo azul, sin avisar, se pone cárdeno y deja caer una tormenta como la que despidió a Santos en su primer acto como Nobel de paz. Pero saben que, también sin avisar, tras la última gota, el sol vuelve a alumbrar.
Las víctimas de la masacre no dejaron ir al Nobel sin que se llevara la réplica del Cristo Mutilado de Bojayá. Santos la recibió como si fuera el Nobel, como un mandato para alcanzar la paz. El padre Antún le pidió pasearlo por Colombia si es del caso, para que el resto del país ayude a ponerle los brazos y las piernas que le faltan.
Para llegar a esta, la roca más sólida del país, hay que dejar atrás a las ciudades que hace sólo una semana antepusieron sus intereses a los de las víctimas, cuando el compromiso era otro. Desde la capital del país, una hora y media en avión hasta Quibdó, 40 minutos en helicóptero a Vigía del fuerte, y 12 minutos en lancha por el Atrato hasta el puerto de Bellavista. Desde que se pisa tierra medio firme, se siente la algarabía de niñas y niños que salen hasta por debajo de las piedras, en contraste, una extraña mezcla de sufrimiento y tranquilidad de los viejos. “Sólo queremos vivir y morir tranquilos. El lunes (3 de octubre) sentimos mucho miedo, nadie salió a la calle”, dice Léiner, el que enterró a 35 de los suyos.
“Tendrían que haberlo roto en mil pedazos para que Bojayá nunca pudiera levantarse”, dice el padre Antún refiriéndose al Cristo Mutilado. Podrá ser el Cristo, pero Daryl, el único periodista que estuvo en el lugar de la tragedia del plebiscito, conocedor de sus paisanos, lo atribuye a que la gente tiene la extraña idea de pasar la página en vez de vivir de recuerdos, como las alabadoras, que sólo le van cantando al presente. Quizás por eso, el mundo se sorprende por su capacidad de perdonar. Porque ya saben que después de las noches del 2 de mayo y del 2 de octubre, siempre ha llegado el día 3. Bojayá sueña con un tercer amanecer.
*Texto y fotos