JUSTICIA
Los tres tenores que se disputan la Fiscalía
Las historias de los candidatos de la terna son la encarnación de un país que no se dejó doblegar ante el terror y la corrupción. Vidas paralelas de quienes aspiran al segundo cargo más importante del país.
Pocas elecciones en la historia reciente han causado tanta lucha de poder y expectativa como la del próximo fiscal general. La sola escogencia de la terna causó un terremoto político cuyas réplicas aún se sienten, y del ganador dependerá gran parte de la credibilidad de la justicia y la sostenibilidad de la paz. Desde que el presidente Juan Manuel Santos anunció que la terna estaría compuesta por Mónica Cifuentes, Yesid Reyes y Néstor Humberto Martínez, el debate nacional ha girado en torno a lo que significan estos tres nombres. El país ha escudriñado sus hojas de vida, sus conflictos de interés, sus apoyos y sus enemigos. Pero pocos saben las historias que hay detrás de los tres personajes que compiten por el segundo cargo más importante del país.
Aunque de orígenes y trayectorias distintas, sus vidas entremezclan una gran dosis de lucha y sacrificio. Todos tienen en común dos cosas: un chance real de llegar al cargo y una gran carrera que respalda esa aspiración. Ahora que se dice que el próximo será el fiscal de la paz, resulta muy simbólico que las vidas de estos tres juristas hayan estado marcadas tan directamente por la guerra y por el poder destructor y corruptor de la mafia.
La de Yesid Reyes, por las razones que el país conoce. Su padre fue el presidente de la Corte Suprema Alfonso Reyes Echandía, muerto en la toma del Palacio de Justicia. El joven abogado se estrelló en ese episodio, de la forma más dolorosa, con la realidad del conflicto. Uno de los clientes a los que entonces defendía le advirtió en una visita a La Picota que su papá tenía que salir del país porque algo iba a pasar en la corte. Como esos rumores macabros de las cárceles se convertían siempre en realidad, Reyes fue a buscar el entonces director de la Policía, pero este le respondió que todo estaba controlado y que no iba a pasar nada.
Y pasó todo. El 6 de noviembre de 1985 la guerrilla del M-19, en medio de la toma, puso en manos del penalista la responsabilidad de que cesara el fuego. Yesid comenzó a llamar a la corte y después de decenas de intentos le contestó Luis Otero. El comandante guerrillero le dio 15 minutos para que contactara a Belisario Betancur, pero este nunca quiso pasar al teléfono. Desesperado, Yesid buscó a los periodistas Juan Guillermo Ríos y Yamid Amat y convenció a su papá y a Otero de hablar en directo por radio. Toda Colombia recuerda esa llamada en la que el presidente de la corte suplicaba en medio de los disparos que parara el fuego. El desenlace del holocausto del Palacio es una de las tragedias más impactantes en la historia del país. Y ahí entre las cenizas yacía el cadáver de Alfonso Reyes Echandía. Su hijo, Yesid Reyes, se convirtió en ese momento en una de las víctimas más simbólicas de Colombia.
Mónica Cifuentes también enfrentó esa guerra con fuerza. A finales de los años ochenta, acababa de graduarse en la Universidad Santo Tomás y desempeñaba su primer trabajo como técnica judicial del CTI. No llevaba ni un mes cuando Pablo Escobar puso una bomba en el Centro 93 en Bogotá. Era el momento más duro del terrorismo, el capo se escabullía de las autoridades y su terror sacudía a las ciudades. Mónica llegó a una escena dantesca con más de diez personas muertas y un centenar de heridos. El humo era tan penetrante y el olor tan nauseabundo que apenas hizo su tarea salió corriendo a su casa. Duró varios días enferma.
Por sus manos pasó lo peor de esa Colombia: asesinatos, extorsiones, lavados de activos. En el CTI trabajó en los procesos de capos como los Rodríguez Orejuela y Pastor Perafán. Y por eso vivía amenazada. Cuando estaba embarazada su esposo la esperaba horas en el carro mientras ella hacía el levantamiento de un cadáver o cualquier diligencia judicial. Ella hoy recuerda conmovida que cuando sus niños eran pequeños a veces se quedaban vestidos hasta altas horas de la noche, listos por si tenían que salir a buscarla. A punta de trabajo pasó de ser una simple técnica a la directora del CTI en Bogotá.
A Néstor Humberto Martínez, quizás por ser mayor, le tocó vivir ese momento desde la cúpula, pero no con menos intensidad. Vivía en Estados Unidos pues era el subgerente legal del Banco Interamericano y desde allí dirigía proyectos de reforma a la justicia en toda América. Por ese trabajo el presidente Samper lo invitó a ser su ministro de Justicia y así a Martínez le cayó esa papa caliente en pleno proceso 8.000. Su trabajo no le simpatizó a los carteles de la droga que hasta ese entonces eran fuertemente perseguidos por la Policía pero gozaban de cierta impunidad judicial.
Como ministro dio dos grandes batallas: impedir el famoso ‘narcomico’, que buscaba que el enriquecimiento ilícito, la mejor herramienta para procesar a los capos, fuera un delito subsidiario como proponían algunos congresistas. Y por otro lado, no dejar caer la justicia sin rostro, que había permitido llevar esos procesos sin arriesgar la vida de los jueces. El día en que ganó esa pelea, los narcos pusieron una bomba en el Congreso que dejó en ruinas el emblemático salón Boyacá. Por eso, una vez terminó su periodo, Martínez tuvo que salir del país a una embajada. Era quizás el único diplomático con esquema de seguridad en París pues los narcos encontraron la forma de hacerle llegar una lápida mortuoria con su nombre.
A ninguno de los tres les ha tocado fácil. En cierto modo han construido sus carreras a pulso y han empezado sin ventaja. Mónica Cifuentes es de Pereira pero llegó a Bogotá a los 6 años por cuenta de la separación de sus padres. Vivió con su papá los primeros años, pero luego él tuvo que irse a trabajar a España y ella se quedó con sus hermanas y con una tía que adora. Cursó toda la carrera de derecho becada en la Santo Tomás por su rendimiento académico. Hoy todo ese claustro, que paradójicamente tiene más magistrados que las universidades tradicionales, tiene la camiseta puesta por ella.
Néstor Humberto Martínez también es un ejemplo de persistencia. Hoy se le reconoce como uno de los abogados más poderosos del país, pero en los años setenta era un estudiante aplicado del colegio San Bartolomé Nacional, ubicado en una esquina de la plaza de Bolívar. Le gustaba tanto ver cómo funcionaba el Estado que cuando salía del colegio sostenía largas charlas con los congresistas que se encontraban en las escaleras y a veces hasta asistía a las sesiones del Capitolio. En la universidad, mientras muchos de sus amigos estaban en ferias y fiestas, él trabajaba religiosamente de 7 a 12 de la noche como locutor de la emisora HJCK, en donde también laboraban su mamá y su papá, el querido periodista y actor Humberto Martínez Salcedo, conocido por su tradicional personaje del Maestro Salustiano Tapias y por el de Taverita en Don Chinche. Néstor Humberto anunciaba los conciertos de música clásica y se ponía a leer y a estudiar. A los 20 años era ya un adulto, casado con Claudia Beltrán, el amor de su vida desde que él tenía 15 años y ella 13.
Yesid Reyes creció de pequeño entre Bogotá y Chaparral. En ese municipio del Tolima pasó un buen tiempo de su infancia pues su papá se fue a especializar a Italia. Cuando era un adolescente su familia compró una finca de cinco fanegadas en Anolaima, el pueblo de su mamá. Por muchos años cumplieron el ritual de ir todos los sábados a ordeñar las vacas, cortar el pasto y recoger café. Y por la tarde se iban a jugar tejo. Su papá llegó a ser presidente de la corte en la época en que ese cargo representaba un gran prestigio pero pocos lujos. Después de la tragedia del Palacio, vivió momentos muy difíciles pues a muchos sectores les cayó mal que buscara saber la verdad de lo que había pasado allí. Por cuenta de eso se fue a estudiar a Europa becado. Allá formó una familia pero decidió devolverse en 1994 para litigar en Colombia porque se veía a gatas en España para mantener a su familia.
Martínez y Cifuentes comparten a su modo haber combinado largas trayectorias en lo público con el ejercicio profesional como abogados litigantes. Si el exministro Martínez ha trabajado para casi todos los presidentes (Barco, Samper, Pastrana y Santos), Cifuentes ha hecho lo mismo con casi todos los fiscales (De Greiff, Valdivieso y Gómez Méndez) y con los últimos gobiernos (en el programa de Lucha Anticorrupción de Pastrana, en el Ministerio de Defensa con Uribe y en la dirección jurídica del proceso de paz en el de Santos). En la primera etapa de su vida profesional, Martínez trabajó 22 años ininterrumpidos con el Estado y ha tenido todos los cargos a los que pueda aspirar un abogado (superintendente bancario, miembro de la junta del Banco de la República, embajador, ministro de Justicia y del Interior y ministro de la Presidencia). Por eso, todas las referencias a él destacan su olfato, preparación académica y habilidad política y el hecho de que ‘le cabe el país en la cabeza’. Esa capacidad le ha hecho ganar admiradores, pero también enemigos.
Reyes por su parte llegó al Estado solo hace dos años como ministro de Justicia. Su nombramiento le dio un nuevo aire a ese cargo pues mezcla el hecho de ser el profesor de derecho penal que todos recuerdan, con la imagen del abogado que muchos añoran. Lideró su oficina en la más absoluta discreción durante casi 20 años. Defendió a Germán Vargas Lleras, a Horacio Serpa, a Armando Benedetti y hasta a Diomedes Díaz. Sin embargo, comenzó a aparecer en medios solo cuando representó a la exreina Valerie Domínguez en el escándalo de Agro Ingreso Seguro. Apenas lo nombraron ministro no tuvo problema en cerrar su bufete para no tener ningún conflicto de interés. Su discreción, efectividad y ecuanimidad han ayudado a consolidar su credibilidad.
Los tres terminaron encontrándose por cuenta del momento que vive Colombia, y han jugado un papel clave en el proceso de paz. Mónica llegó al tema en el gobierno de Álvaro Uribe. Ha sido una de las principales asesoras legislativas en ese aspecto y por eso muchos la reconocen como una de las arquitectas del modelo de justicia transicional construido en el país. Trabajó en el proceso de desmovilización de los paramilitares, en las investigaciones de los falsos positivos y hoy en el proceso en La Habana. Por ella han pasado desde las discusiones sobre la justicia especial que necesita la paz, hasta los temas cotidianos del proceso como las suspensiones de las órdenes de captura de la guerrilla, las medidas de desminado, etcétera.
Néstor Humberto Martínez conoce a las Farc de vieja data pues coordinó las mesas temáticas en el proceso del Caguán. En ese entonces iba cada ocho días a la zona de distensión e interactuaba con muchos de los comandantes de ese grupo. El exsuperministro cuenta que decidió regresar al gobierno, después de más de una década al frente de su oficina de abogados, por el momento histórico que vive el país. Una de sus tareas como ministro de la Presidencia fue liderar los proyectos sobre justicia transicional que hacían todos los ministerios.
Yesid Reyes jugó un doble papel. Como ministro de Justicia acompañó todo el proceso de paz en La Habana. Aunque no participó en la negociación, su rol era entregar insumos sobre discusiones claves como la responsabilidad de agentes del Estado, la entrega de armas y la desmovilización. Pero con su llegada al gabinete se convirtió en un símbolo nacional de la reconciliación, escasa en un ambiente político tan polarizado. A finales del año pasado hizo con su familia en Ibagué un acto público de perdón en el que se reunió con el expresidente Belisario Betancur, después de 30 años de no haberle hablado nunca.
Más allá de sus trayectorias ejemplares, la sensibilidad que los tres tienen con el tema de la paz seguramente fue determinante para que el presidente Juan Manuel Santos los incluyera en la terna. En los ochenta y noventa, estos tres colombianos encarnaron como pocos la lucha de una Colombia que no se quiso dejar doblegar por el terror y la corrupción, y enfrentaron con valor y sacrificio las distintas caras de la violencia. Y ahora, en 2016, alguno de los tres tendrá la oportunidad de ayudar, desde la Fiscalía General de la Nación, a cicatrizar las heridas que ha dejado la guerra en la sociedad.