NACIÓN

A sangre fría

Popeye, el peor de los sicarios de Pablo Escobar, murió de un cáncer sin haber manifestado el menor arrepentimiento por sus crímenes. Semblanza de un asesino que marcó a Colombia. Por Antonio Caballero

8 de febrero de 2020
Popeye fue, siguiendo las órdenes del “gran secuestrador” Pablo Escobar, el primer ejecutor de secuestros políticos que hubo en Colombia

Muere en su cama Popeye, el sanguinario jefe de sicarios del sanguinario narcotraficante Pablo Escobar, y entre los primeros que envían públicamente su sentido pésame a la familia del difunto está el comandante del Ejército Nacional, el general Eduardo Zapateiro. Lo explica con solemnidad, en un escenario imponente de banderas de Colombia y del Ejército, diciendo: “Hoy ha muerto un colombiano. Como comandante del Ejército, presento a la familia de Popeye nuestras sentidas condolencias. Lamentamos mucho la partida de Popeye. Somos seres humanos, somos colombianos”.

Se queda uno estupefacto. “El Ejército Nacional en cabeza de su comandante del Ejército…” lamenta oficialmente la defunción de un convicto y confeso asesino al servicio de la criminalidad organizada, llamándolo familiarmente por su apodo, Popeye, como a un viejo compinche, y despidiéndolo como a una figura de Estado. ¿Un “gran colombiano”?

Sí. Pero también eran seres humanos colombianos los 300 asesinados con su propia mano por Jhon Jairo Velásquez,alias Popeye, y los 540 policías, de los cuales “unos 25” matados por él en persona, y los 107 pasajeros del avión de Avianca que explotó en vuelo por una bomba puesta por sus hombres, y los otros 63 muertos y 600 heridos del camión bomba contra el edificio del DAS, y los centenares de víctimas de los demás 200 carros bomba ordenados por su jefe, el narcotraficante Pablo Escobar, y los 3.000 en total cuyo asesinato “coordinó”, según confesión propia, para él, el Patrón, a quien describía (en una entrevista dada para esta revista hace cuatro años, cuando después de pagar 23 de cárcel salió en libertad por pena cumplida) como “un genio, un líder, un organizador de bandidos y un gran secuestrador”. Aunque no como un asesino. Porque, reveló Popeye, Escobar personalmente “no mató a más de 20 personas en toda su vida”.

Poca cosa, es verdad, frente a los centenares de asesinatos de Popeye, que incluyeron –aunque no por propia iniciativa, sino por orden del Patrón– el de la mujer a quien amaba y los de varios de sus íntimos amigos.

Y los secuestros. Popeye fue, siguiendo las órdenes del “gran secuestrador” Pablo Escobar, el primer ejecutor de secuestros políticos que hubo en Colombia, con los de Pacho Santos, hijo del entonces dueño y director de El Tiempo Hernando Santos, y Andrés Pastrana, hijo del expresidente Misael Pastrana y futuro presidente él mismo (en buena parte gracias a la Alcaldía de Bogotá que en ese momento le dio la popularidad de su secuestro).

Las condolencias del general Zapateiro pueden haberles parecido a muchos una confesión vergonzosa de la muy sospechada y varias veces comprobada complicidad entre ciertos sectores militares y los carteles criminales del narcotráfico, y a muchos más simplemente una imprudente metida de pata; y es posible que el general al que se le fue la lengua las matice con alguna excusa patriótica en estos días que vienen, pasado el primer impacto de la luctuosa noticia. Pero no cabe duda de que son sinceras. Ni tampoco de que el general no es el único que lamenta la defunción del tenebroso hampón. Porque Colombia –y, como el general Zapateiro dice, “somos colombianos”– está llena de colombianos que sí, que también admiran a los organizadores de bandidos y a los asesinos moderados –de los que solo matan gente de 20 en 20-; y no digamos ya a los narcotraficantes poderosos que siguen siendo hoy las personas más ricas de Colombia, cuyo negocio puede representar, según dicen los cálculos de los economistas, entre un 2 y un 5 por ciento del producto interno bruto del país: el doble que el de los cafeteros. Un negocio que les permite comprar, por simple admiración espontánea o por dinero contante, las conciencias de jueces, de periodistas, de militares, de políticos, tal como llevamos 40 años viéndolo. Y, por supuesto, de pilotos de avión, de policías, de aduaneros, de campesinos cocaleros y de raspachines de la mata de coca. Por eso la tumba de Pablo Escobar en Itagüí está siempre rebosante de flores y de cartas de amor y es visitada por más peregrinos que la de la santa madre Laura en Jericó o la del millonario Leo S. Kopp en Bogotá, que según es fama reparte plata. Al propio Popeye, convertido en youtuber desde su liberación, lo seguían en internet un millón de personas. Lo del general Zapateiro no es una metida de pata: es un síntoma.

"También eran seres humanos colombianos los 300 asesinados con su propia mano".

Popeye fue un horror. La enciclopedia electrónica Wikipedia lo describe escuetamente como “sicario, asesino, narcotraficante y violador”, bajo el acápite de la que era su “ocupación”. Pero también narra las etapas de su educación juvenil, que no parecían llevarlo a ser todo eso: En la Academia Toscana cursó estudios de manicurista y pedicuro, oficio que al parecer no le gustó y dejó por el de barbero en peluquerías de Medellín, donde que se sepa no llegó a degollar a ningún cliente. Luego pasó a la Escuela de Cadetes de la Policía Nacional, y finalmente terminó en el Sena (Servicio Nacional de Aprendizaje), ya desde la cárcel, donde obtuvo el diploma de “recuperador ambiental”. Pero antes había desarrollado su exitosa carrera delincuencial acumulando los cadáveres, como se enumeró más arriba. Entre sus víctimas personales se contaron, según su confesión –o más bien, su jactancia– 25 policías de un total de 540 pagados por Escobar, su novia preferida (aunque compartida con el Patrón) y su mejor amigo, el narcotraficante Quico Moncada. Secuestros, carros-bomba. Y su colombianísima inclinación a admirar a los ricos y poderosos. No solo a su jefe, el Patrón, sino incluso a los secuestrados famosos que estuvieron en su poder. A Pastrana, a quien en la mencionada entrevista con SEMANA definió diciendo, asombrosamente, “yo soy muy bruto y él es muy inteligente”.

Su retorno al crimen tras su liberación: solo por el placer, sin que le faltara el dinero. Porque, como sabemos, el aparato de la justicia colombiana es incapaz de recuperar las fortunas mal habidas de los delincuentes, sean asesinos profesionales o simples politiqueros peculadores. Y su final conversión a la política respetable a través del respetable y respetado Centro Democrático uribista, con su publicitada y aplaudida participación en las marchas convocadas por este por el NO al plebiscito por la paz y su militancia activa en la campaña electoral de Iván Duque, el elegido destinado a “hacer trizas” los pactos que dieron término al conflicto armado que devastó al país durante el último medio siglo.

Después, ya salido de la cárcel, volvió a caer preso por los delitos de extorsión, concierto para delinquir, amenazas e incitación al odio.

Incitación al odio: al leer esas imputaciones se queda uno pensando que con la muerte de Popeye la política colombiana acaba de perder a una gran figura.

O si no, que se lo pregunten al acongojado comandante del Ejército.