ANÁLISIS
Los ‘pacifistas’ controvertidos
Los premios Nobel de Paz a veces no han convencido. Estos son algunos de los casos más interesantes.
Todos los premios Nobel están expuestos a algún tipo de controversia, pues al fin y al cabo los organismos correspondientes los otorgan tras una escogencia que tiene algo de subjetiva. Particularmente el de Literatura suele ser objeto de interminables polémicas, tanto por quienes los han recibido como por quienes no. Y ni siquiera se han librado de ese fenómeno los galardones correspondientes a las ciencias exactas, como la Física y la Medicina.
En el caso del premio de Paz, por supuesto, el debate está siempre a la orden del día, como quedó en claro ante el otorgado al presidente colombiano Juan Manuel Santos después del triunfo del No en el plebiscito popular celebrado para refrendar el acuerdo con las FARC.
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La primera controversia llegó muy pronto, en 1906, cuando el Comité escogió a Theodore Roosevelt, presidente de Estados Unidos. Los responsables valoraron al efecto “su labor de arbitraje en el Tribunal Internacional de La Haya, donde sirvió de mediador en varios y muy importantes conflictos”, como la guerra entre Rusia y Japón. Pero dejaron de lado su activa presencia en la guerra de independencia de Cuba, aprovechada por los norteamericanos para acabar con el Imperio Español, y en la campaña contra la consiguiente insurrección independentista filipina, en la que las tropas norteamericanas cometieron el primer genocidio del siglo XX. Roosevelt, quien acuñó la expresión “gran garrote” para describir la política exterior norteamericana, se refería al conflicto con España como la “espléndida guerrita”.
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Los norteamericanos tal vez se llevan el dudoso honor de tener el mayor número de personajes controversiales en el premio Nobel de Paz. Otro fue Cordel Hull, un prominente personaje del establecimiento político de su país, quien tras ser nominado varias veces en los años treinta, finalmente lo recibió en 1945 por sus esfuerzos en el nacimiento de la Organización de las Naciones Unidas. Pero el Comité olvidó que Hull, seis años antes, cuando era secretario de Estado de Franklin D. Roosevelt, influyó para que su gobierno negara el asilo a 950 refugiados judíos que llegaron en barco desde Hamburgo. El buque fue devuelto con sus pasajeros a Alemania, y la mayoría murieron a manos de los nazis.
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En 1973 el turno de la controversia correspondió a Henry Kissinger, secretario de Estado durante los gobiernos de Richard Nixon y Gerald Ford, a quien los noruegos otorgaron el premio junto con el negociador vietnamita Le Duc Tho por los acuerdos de paz de París. El galardón resultó apresurado, pues las tropas norteamericanas abandonaron Vietnam solo en 1975, y no precisamente por efecto de la diplomacia. Para mayor descrédito Le Duc Tho no aceptó el premio (el único en la historia en hacerlo), no solo porque la guerra seguía en ese momento, sino para no compartirlo con Kissinger. Dos miembros del Comité renunciaron en protesta.
La historia les daría la razón, pues hoy a Kissinger lo acusan de instigar el letal bombardeo a Camboya, y de participar en situaciones tan poco presentables como la operación Cóndor, incluido el golpe contra Salvador Allende en Chile, y la invasión indonesia a Timor Oriental, que resultó en un genocidio.
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En 1994 la discusión se trasladaría a Oriente Medio, cuando el premio fue otorgado a Yasser Arafat, junto con el primer ministro israelí Yitzhak Rabin y su ministro de relaciones exteriores, el recientemente fallecido Shimon Peres. El Comité basó su decisión en el papel de los tres en el trabajo por conseguir los acuerdos de Oslo, dirigidos a crear “oportunidades hacia el desarrollo de la fraternidad en el Oriente Medio”. De nuevo el Comité actuó apresuradamente: hoy esos acuerdos no pasan de ser unos más de los intentos fallidos por detener el conflicto más largo e intratable del mundo.
Y aunque muchos lo reverencian alrededor del mundo como un luchador por la libertad de su pueblo, los críticos señalan que Arafat era un terrorista que no podía merecer un premio de paz.
En otros casos menos dramáticos, la controversia no se ha referido a que personajes carezcan de méritos personales importantes, sino a que, tal vez, no daban para tanto.
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Uno es el de Rigoberta Menchú, la activista guatemalteca que ganó el Nobel de Paz en 1992. Todo indica que el Comité actuó bajo el influjo del libro Yo, Rigoberta Menchú, en el que ella hace un recuento autobiográfico de su vida y específicamente del genocidio del pueblo maya a manos del gobierno en los años setenta y ochenta.
Publicado en 1982, el texto fue traducido a 12 idiomas y lanzó al estrellato internacional a la autora. Pero un antropólogo norteamericano investigó las afirmaciones de Menchú, y descubrió que el libro tenía licencias narrativas que lo ponían al borde de la ficción, sobre todo en cuanto a la presencia personal de la autora en algunos de los episodios que narra. Aunque el asunto fue objeto de duras críticas, pocos creen que sea tan grave como para demeritar por completo el otorgamiento del premio.
La primera mujer africana premiada, Wangari Maathai, recibió el Nobel en 2004 por sus esfuerzos por empoderar a las mujeres de Kenya en su lucha contra la deforestación, además de otros logros sociales. Pero no la han faltado las críticas, en particular porque en una entrevista periodística sostuvo que el sida surgió en los países desarrollados como un intento por disminuir la población africana.
¿Exageraciones, mentiras? El ex vicepresidente norteamericano Al Gore, premiado en 2007 por su activismo contra del calentamiento global, tiene problemas similares. En este caso los detractores señalan los errores, limítrofes con la falsedad y la propaganda, que aparecen en su famoso documental Una verdad incómoda. Gore muestra escenas de un océano Ártico sin hielo y de una Antártida que se descongela, cuando el Grupo Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) de la ONU ha documentado que si bien las masas de hielo del norte vienen disminuyendo en el último siglo, no puede decirse lo mismo de la Antártida. Gore además afirma que el deshielo de los casquetes polares elevará el nivel de los océanos en “siete metros”, y que “la gripe aviar, la tuberculosis, la SARS e incluso la guerra de Darfur están causadas por el calentamiento global”.
Como si fuera poco, sus críticos señalan que Gore viaja en avión privado, y una investigación mostró que su casa de 20 habitaciones y piscina gasta más de 20 veces el consumo promedio de energía eléctrica domiciliaria de Estados Unidos.
Sin quererlo, Barack Obama se convirtió en otro galardonado no exento de críticas cuando recibió el premio, para su sorpresa, ocho meses después de asumir el poder en Washington. El comité noruego justificó la decisión de 2009 por sus “extraordinarios esfuerzos por enderezar la diplomacia internacional hacia la cooperación entre los pueblos”, y por sus llamados a reducir el armamento nuclear en el mundo y reiniciar el estancado proceso de paz de Oriente Medio. Es cierto que Obama llegó con un tono pacifista y unas intenciones que ilusionaban al mundo, pero el premio parecía y efectivamente resultó prematuro. Los críticos pronto señalaron que, a pesar de la buena voluntad del presidente, no consiguió hacer del mundo un lugar más pacífico.
*Jefe de redacción de SEMANA