PAZ
El lío de los protocolos con el ELN
Desconocer las reglas de juego para romper los diálogos podría tener un alto costo para la paz y para las relaciones internacionales del país y deja a Cuba contra las cuerdas.
Apenas unas horas después del ataque del ELN contra la Escuela de Cadetes de la Policía en Bogotá, surgió también una crisis en el campo internacional. El presidente Iván Duque le solicitó al Gobierno de Cuba entregar a los jefes del equipo negociador del ELN, que desde hace meses residen en La Habana. Estaban en Cuba, porque allí habían adelantado las conversaciones con el gobierno de Juan Manuel Santos que estuvo a punto de concretar un cese al fuego en su última semana en la presidencia.
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La cúpula elena se quedó en Cuba. Aunque Iván Duque había dicho en la campaña electoral que no continuaría los diálogos, una vez llegó al poder les dio una oportunidad. Primero fijó un plazo de exploración, y luego planteó condiciones concretas para un diálogo formal: que el ELN liberara todos los secuestrados y cesara todas las operaciones violentas. Versiones conocidas en los últimos días indican que también estuvieron a punto de concretar un encuentro de las delegaciones del Gobierno y del ELN en Noruega. Lo cierto es que hubo comunicaciones entre las dos partes por varios canales.
Cuba ha sido generosa con los procesos de paz en Colombia, pero ahora el ELN se le ha convertido en una papa caliente. Y no se ve una salida.
Pero el ataque contra la Escuela de Policía General Santander colmó la paciencia del Gobierno y agotó cualquier posibilidad de continuar –o de empezar– un diálogo formal. El presidente así lo dio a conocer apenas se produjeron los hechos, y le solicitó a la isla capturar a la delegación del ELN, compuesta por diez guerrilleros. Cuba, sin embargo, respondió que cumpliría los protocolos que regulan los diálogos, y en especial la eventualidad de su rompimiento. Según esos textos, los países garantes –cuyos representantes refrendaron el documento con sus iniciales– acompañarían a los miembros de la mesa de diálogo y garantizarían su regreso al país.
Pero Duque y su consejero de paz, Miguel Ceballos, se pronunciaron contra los protocolos. Argumentan que los ejecutores de un acto terrorista no pueden protegerse con esas estipulaciones y que el Gobierno anterior fijó esas reglas de juego para los diálogos, por lo cual no obligan a su sucesor. Ceballos menciona una sentencia de la Corte Constitucional según la cual –o, mejor, según su interpretación– la política de paz no es de Estado sino de gobierno.
Lo cierto es que la polémica sobre la obligatoriedad de los protocolos se convirtió en noticia, no solo en el país sino en el exterior. En efecto, su definición tiene graves consecuencias para las relaciones de Colombia con Cuba, con los demás países garantes, Noruega, Chile y Venezuela, y con la comunidad internacional en general.
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El argumento de que los protocolos no obligan porque los suscribió el Gobierno anterior es débil. Los países deben cumplir sus compromisos internacionales de buena fe según el principio pacta sunt servanda, base de las relaciones internacionales. Que el documento no se haya formalizado como un tratado –ratificado y aprobado por el Congreso–, y que sea solo un protocolo, no modifica su carácter obligatorio. No cumplir un pacto porque lo suscribió un Gobierno anterior equivaldría a poner en tela de juicio todos los acuerdos y abriría un peligroso camino al caos en las relaciones entre países.
En el caso del ELN, la dificultad está en confundir el carácter del protocolo con la respuesta legítima que el Estado le debe dar a un acto terrorista. Esto último no tiene dudas: nadie discute el recurso de la fuerza legítima dentro de las reglas establecidas por la ley, y la aplicación de la justicia plena. Incluso en el debate público los partidos y fuerzas políticas que defienden la solución negociada de los conflictos, y que respaldaron el proceso de paz con las Farc, han criticado al ELN por su acto contra la escuela. El propio partido Farc lo ha hecho así.
Pero otra cosa son las reglas de juego pactadas para hacer viable una negociación, y para construir confianza entre las partes. Cuando se iniciaron los diálogos entre el Estado colombiano, en cabeza del Gobierno de Juan Manuel Santos, y el ELN, imperaba la desconfianza. Y los protocolos suscritos y avalados por países garantes precisamente tenían el objetivo de sentar a una misma mesa dos partes que al mismo tiempo seguían en el campo de batalla. Sin protocolos de esta naturaleza nadie jamás podría llevar a cabo un diálogo.
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Por eso el desconocimiento de los protocolos puede tener efectos negativos a futuro. Tanto el Gobierno como el ELN, en sus pronunciamientos recientes, han afirmado que no debería descartarse la posibilidad de un diálogo futuro. Esas afirmaciones han pasado inadvertidas en medio de discursos radicales y de mano dura. Y en el corto plazo no parecen más que expresiones de corrección política: después del acto terrorista del ELN y de la respuesta contundente del Gobierno Duque, recomponer el proceso de paz es prácticamente un imposible. Pero si algo ha demostrado la historia colombiana es que la llave de las negociaciones nunca se ha enterrado definitivamente. En otro momento y bajo otras circunstancias, en meses o años, podrían volver a existir intenciones de dialogar.
La mesa con el ELN no se había reunido durante el Gobierno de Iván Duque, pero hubo varios contactos mientras la guerrilla definía la liberación de los secuestrados y el fin de la violencia.
Desconocer los protocolos tiene un alto costo para las relaciones exteriores del país. En primer lugar con Cuba, que se ha pronunciado a favor de cumplir el protocolo. Los gobiernos de la isla han cumplido en los últimos tiempos una tarea amplia y costosa en favor de la paz de Colombia. Sin ella no habría sido posible el proceso con las Farc. Un balance desapasionado de las relaciones entre Bogotá y La Habana después de la revolución –tiempo en el que han alternado dos rupturas y periodos de estrecha colaboración– demuestra que los tiempos de amistad han sido más fructíferos que los de confrontación. Y los protocolos que respaldaban los diálogos con el ELN garantizaban, precisamente, que Cuba pudiera desempeñar su papel de sede, mediador y garante. Irrespetarlos tendría un alto costo hacia el futuro para el país.
La actitud colombiana ha puesto contra la pared a Cuba, un país que ha sido generoso y efectivo en los procesos con las Farc y con el ELN. En una sinsalida. Su Gobierno no puede mantener en forma indefinida a la delegación del ELN en la isla, ni enviarla a Colombia ni mandarla a otra parte. Todas las alternativas serían muy costosas.
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El país pagaría un alto costo, también, con otros países y organismos que se han jugado por apoyar mecanismos para acabar con la guerra interna. Noruega, miembro del grupo que ha acompañado los diálogos con el ELN y que fue crucial en los de las Farc, tiene un bien ganado prestigio mundial por su compromiso con la paz. Ya se ha pronunciado en favor de que Colombia cumpla las reglas del juego pactadas con el ELN. No reconocer esas reglas también implicaría que esa nación, en el futuro, no quiera volver a saber nada de Colombia. El mismo sentimiento tendrían los numerosos países que comparten la filosofía de buscar la cooperación internacional para solucionar los conflictos pacíficamente. Igual con el sistema de Naciones Unidas, que se ha involucrado a fondo en los procesos de diálogo colombianos.
Desconocer los protocolos tendrá un alto costo para la credibilidad del país, sus relaciones internacionales, y la posibilidad de consolidar la paz mediante mecanismos políticos. La sola sospecha de que el Estado colombiano propicia diálogos como instrumento para derrotarlos y no para negociar –lo que en derecho se llama perfidia– tiene un alto costo para la imagen internacional del país. Una actitud, además, que va en contravía del tradicional respeto de la diplomacia colombiana por el derecho y por los mecanismos de solución pacífica de conflictos. Decidirlo así en medio de la ira justamente desatada por el acto terrorista del ELN puede tener buen recibo en la opinión pública, pero también puede implicar un alto precio para los intereses nacionales en el largo plazo.