ORDEN PÚBLICO

SOS Catatumbo

La guerra en la zona fronteriza parecía terminada a favor del ELN. Pero lo que queda del EPL trata de aliarse con otros grupos criminales para buscar la revancha. Y los civiles sufren entre la angustia y la muerte.

28 de julio de 2019
La coca mueve la economía de varios municipios de una región altamente militarizada. | Foto: Fotos: Santiago ramírez

Ese guerrillero es el que tenía hostigado al pueblo y lo hacía con la GNB (Guardia Nacional Bolivariana)”. El mensaje, puesto en un cartel, apareció a principios de junio junto a la cabeza de un supuesto comandante guerrillero del ELN en Ureña, municipio venezolano fronterizo con Cúcuta. Días antes, alias el Paisa, supuesto jefe del grupo criminal conocido como bloque Urabeño, había difundido un escalofriante audio en el que les declaraba la guerra a los grupos rivales que operan en la frontera y en el Catatumbo.

En la región, muy pocos se atreven a hablar. En diciembre terminó la guerra entre el ELN y el EPL (o Pelusos) por el control de Tibú y las zonas que abandonaron las Farc tras su desarme. Pero los habitantes no han podido sentir una calma plena. En el ajedrez del conflicto del Catatumbo, las fichas se mueven, y los del medio, los civiles, sufren los perjuicios.

Durante cinco días, SEMANA recorrió junto con una misión de la Defensoría del Pueblo los municipios de Convención, El Carmen, Hacarí y La Playa de Belén, y corregimientos y veredas como Campo Alegre y Guamalito. “Estos municipios tienen economías diferentes. Hay lugares donde todo es hoja de coca, pero otros donde hay tomate, maíz... Me preocupa cómo hacer la reconversión económica”, dijo Carlos Negret, el defensor del Pueblo.

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En Convención, los grafitis de los grupos armados abundan por las paredes, algunos todavía legibles a pesar de la capa de pintura o de los tachones con los que quisieron ocultarlos. En El Carmen, los campesinos se sienten seguros en el casco urbano, pero consideran una odisea llegar a las veredas al ocaso por miedo a que el toque de queda los coja fuera de casa. Y en la Estación de Policía de Hacarí persisten las huellas de las balas que recuerdan los tiempos más crudos de las guerras que allí han padecido.

Los habitantes saben que viven en constante amenaza, pero no logran definir quién es quién. Las denuncias por violaciones de derechos humanos muchas veces no tienen nombre propio, mucho menos un apellido.

Desde la llegada del Ejército han aumentado las denuncias contra este por parte de organizaciones sociales y campesinas.

Incrustada en Norte de Santander, en la zona del Catatumbo, las guerrillas se asentaron gracias a la inmensidad de las montañas y los bosques que aún conservan. Cuatro de sus 11 municipios colindan con la frontera, lo que les permite a los grupos criminales cruzar la línea para resguardarse. Además, esta región tiene la mayoría de las 28.244 hectáreas de coca que hay en Norte de Santander, el tercer departamento con más cultivos ilícitos, según Naciones Unidas.

Los agujeros de bala en la Estación de Policía de Hacarí permanecen.  Por la carretera aparecen grafitis de los grupos criminales.

Los líderes sociales afirman que a los campesinos no les ha quedado otra alternativa que volver a sembrar coca. En efecto, la mancha de amarillo y verde intenso que refleja la mata resalta a lo lejos desde las montañas del Catatumbo. Las mismas que por momentos parecen impenetrables, si no es porque las comunidades tumban monte para abrir las precarias trochas que conectan la región. En lo que va del año, las autoridades han incautado 17.014 galones de base de coca, 4.410 kilogramos de cocaína y 376 laboratorios.

Para completar, al ser rica en petróleo (el oleoducto Caño Limón-Coveñas atraviesa esta zona), oro, carbón y agua, la región atrajo a los actores armados: el ELN, el EPL, las Farc con sus disidencias y los paramilitares. La lucha por estas rentas criminales impulsa la guerra.

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Entre 2018 y lo corrido de 2019 han muerto asesinadas 266 personas en el Catatumbo, y Naciones Unidas tiene un registro de 23, entre civiles y combatientes, afectadas por minas antipersonas. En el casco urbano de Convención la amenaza se siente. La Casa de la Cultura, que intenta quitarles jóvenes a los actores armados, desistió de abrir en la noche por el toque de queda decretado a punta de panfletos anónimos y cadenas de WhatsApp. El pueblo se convierte en un fantasma cuando oscurece, y, según la Policía, van ocho muertos y contando. Marina Suárez (nombre cambiado) ha sufrido esa guerra. Hace dos meses salió a comprar algo de mercado cuando escuchó disparos en la otra esquina. “Corrí porque temía lo peor, y lo peor fue lo que pasó. Habían matado a mi hermano”, cuenta. Era mototaxista. Para estos y para los comerciantes de Convención, las extorsiones y los panfletos son el pan de cada día.

La población civil se encuentra en medio de la tensión generada por la presencia del Ejército, los grupos criminales y la guerrilla.

A principios de 2018, el ELN y el EPL se declararon la guerra a muerte. La cantidad de víctimas de ese conflicto refleja su magnitud: 1.055 amenazados y 35.000 desplazados, según la Defensoría del Pueblo. A finales del año pasado, cuando el ELN ganó esta disputa, sus tropas descendieron por el territorio ganado hacia la línea fronteriza, mientras que el EPL, debilitado, se arrinconó en Hacarí y San Calixto. Y los homicidios comenzaron a disminuir.

Los elenos ocuparon Villa del Rosario, Puerto Santander y Ureña, y al tiempo buscaron alianzas con la Frontera y la Línea, bandas delincuenciales que se mueven en ambos países. Así, reforzados, enfrentaron una nueva guerra: la que les declaró alias el Paisa con su bloque Urabeños.

Estos movimientos sumaron nuevos protagonistas a la guerra. Una vez los elenos llegaron a las áreas metropolitanas fronterizas, el Clan del Golfo, que dominaba esos puntos, reaccionó y envió refuerzos a la zona. La banda criminal más grande del país emprendió la disputa armada, y, para eso, se habría aliado con el propio EPL. Este, según quienes conocen el territorio, estaría fortaleciendo sus tropas para intentar la revancha contra el ELN. Como si fuera poco, mientras estos grupos se mataban, las disidencias del frente 33 de las Farc también se fortalecían en el Catatumbo.

La respuesta militar

A finales de octubre de 2018, la Fuerza de Despliegue Rápido n.º 3 (Fudra 3) desembarcó en el Catatumbo y a la fecha ha sumado más de 10.000 soldados. Así respondió el Estado a la violenta disputa desatada entre los criminales. Gracias al trabajo de los militares, el EPL se debilitó y, sumado a su inferioridad frente al ELN, terminó replegado entre Hacarí y Sardinata. Hasta el momento, el Ejército ha logrado desactivar 468 artefactos explosivos y 23 minas antipersonas. Pero la fuerte militarización, aplaudida por muchos habitantes que hoy se sienten más seguros, también recibe cuestionamientos.

Para Jesús Emel Salcedo, el aterrizaje inesperado de un helicóptero del Ejército, en una zona donde no había llegado antes, significó el comienzo de un calvario que todavía padece. En ocasiones anteriores, a su casa llegaron los soldados a pedir agua para beber y preparar alimentos. Pero esta vez le picaron las mangueras de su finca y el líquido no volvió a llegar. “Y se sumó otro problema”, comenta: incineraron 6 hectáreas para construir trincheras e impidieron el paso por su propio predio cuando llegó con dos obreros a hacer un trabajo de plomería. Según el campesino de la vereda Campo Alegre, lo amenazaron por pedir que le llamaran al oficial al mando.

Los médicos trabajan en condiciones precarias. En las comunidades, algunas personas denuncian atropellos del Ejército.

Jesús Emel no tuvo de otra que empacar lo necesario e irse. Y así lleva varios meses, vive cerca a Convención, y asegura que no quiere regresar mientras los militares no se vayan. En la respuesta a sus requerimientos, el pelotón Centella 4 de la Segunda División se comprometió a reparar los daños. Pero el problema aún no está resuelto.

Otro campesino, un joven de San Calixto, aseguró que el Ejército lo detuvo cuando iba en su moto, que le rociaron los ojos con un líquido para que le ardieran y lo amarraron durante toda una mañana hasta cuando la comunidad se animó a reclamarlo.

A mediados de mayo, una comisión convocada por varias organizaciones sociales de la zona informó de un número considerable de casos de vulneración a los derechos humanos. Varios se refieren a intimidaciones de los militares contra la población civil.

Por su parte, el Ejército le contestó a la comisión, que viajó por el Catatumbo, que varios de los denunciantes no sustentan claramente que se trate de militares. Dicen que en la zona coexisten los grupos criminales y que siempre ha sido complicado identificar quién es quién.

LOS ARRINCONADOS

En medio de las tensiones trabaja la misión médica de Norte de Santander, que con el poco personal que tiene intenta ofrecer el mejor servicio posible. Entre los impedimentos burocráticos, y con la falta de implementos médicos, los galenos hacen lo posible por cumplir su juramento hipocrático y atender a cualquier persona que lo necesite sin importar el brazalete o el uniforme que porte.

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Al doctor David Naranjo, que hace su año rural, lo convencieron de viajar hasta Hacarí para atender cualquier emergencia. Solo hay dos médicos y una ambulancia para 14.000 personas. Aunque por la convulsión de la zona lo han presionado para atender a combatientes que no se identifican, sabe que en cualquier momento puede ocurrir un atentado o un ataque con heridos o muertos. El más reciente: los dos policías que murieron en La Ermita, Ocaña, que no logró salvar.

El conductor de una ambulancia en la región afirma que varios combatientes ya tienen su celular. Por eso lo llaman en el momento más inesperado para que conduzca hasta determinado punto, con médico a bordo, para atender una emergencia.

Mientras los grupos armados se organizan, los líderes sociales siguen perseguidos, amenazados y asesinados. Pero ellos, como en el resto del país, no saben quién los está matando. En Catatumbo, la vida diaria sigue con el temor de que en cualquier momento ocurra lo peor. Los grupos delincuenciales se mueven entre los linderos, unos se juntan y otros van en busca de peones para engrosar sus filas para volver a irrumpir. En todo este revuelto, las comunidades no ven condenados ni culpables.

Wilder Franco, líder social, de 26 años, que debe andar con dos escoltas por el Catatumbo, dice que en el afán por capturar a responsables de los crímenes han metido a la cárcel a inocentes. “Apresaron a un muchacho de El Tarra jugando fútbol en la cancha a las siete de la noche. Al otro día sale por las noticias: capturado guerrillero del EPL, autor material de la masacre de El Tarra”, recuerda. Reconoce que nadie está exento de culpa, y que todos tienen pecados, pero le parece inaudito que lo condenen por la masacre. “Usted le pregunta al Catatumbo qué piensa de este caso y la gente suelta a reírse de ver la ironía de la vida”.