MALTRATO ANIMAL
¡Qué horror! Ni los animales se salvan de abuso sexual en Cali
Un grupo de rescatistas documentó en Cali la aparición de entre dos y cinco casos anuales de abuso sexual en animales, en cercanías del jarillón del río Cauca. Los casos son un compilado de maldad, crueldad y sevicia.
Mónica Campo Ríos todavía batalla con la imagen de las cuatro perras que no pudo salvar. Se acuerda perfectamente de los rasgos físicos y la mirada de dolor con la que pedían una segunda oportunidad. Lastimosamente, no pudo ser así y murieron en la más cruel agonía. Todas fueron violadas, abusadas y ultrajadas por manos humanas muy cerca del jarillón del río Cauca, a su paso por Cali, en una zona donde abunda la maldad y ni los animales se salvan.
Las perras, adultas, presentaban cortadas en varias partes del cuerpo, la vulva completamente destrozada y una hemorragia interna que las condujo a la muerte. A Mónica esa escena la impactó tanto que, cuando se halla desprevenida, una lágrima la devuelve a la realidad. Sin darse cuenta, viaja en sus recuerdos y se queda instalada en ese momento, el momento en que las vio morir de dolor.
El dictamen veterinario arrojó que las perras no solo fueron abusadas con un miembro viril humano, sino que les introdujeron objetos para aumentar su dolor y agonía.
Estos casos sumados a cinco más, registrados en los últimos meses y casi en el mismo punto, tienen a los animalistas en Cali con las alarmas encendidas. Mónica es uno de ellos. Empezó su activismo por aquellos que no tienen voz hace 15 años. Recogió a un perro abandonado, luego a otro, después a cinco más. En ese camino también se sumaron gatos, y ahora cuenta con un albergue de 100 animales, rescatados de la calle. Y todos apadrinados por su bolsillo, pues no cuenta con más recursos que su entereza y la solidaridad de quienes la ven trabajar de sol a sol sin ninguna remuneración.
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“El albergue se llama Ángeles de Cuatro Patas y está ubicado en el barrio Petecuy tercera etapa”, cuenta Mónica. La zona en mención queda en el oriente de Cali y forma parte de esa vasta subregión del Distrito de Aguablanca, donde están los índices de pobreza más grandes de la capital del Valle.
Mónica hace de tripas corazón, como dice ella: paga un arriendo para tener a sus animales en buen estado; busca la comida tocando puertas en fundaciones, con rifas, bazares o venta ambulante de comida; y costea –como puede– los tratamientos veterinarios completos de perros y gatos, que, por la gravedad de las heridas, necesitan asistencia.
“Eso es muy común (el abuso sexual). Son animalitos que alguien abandona y pagan para que los vayan a tirar al jarillón, pero en esa zona hay mucho consumo de droga y, entonces, los animales quedan a merced de personas inescrupulosas”, agrega Mónica.
El último caso de un animal que llegó a su albergue, la semana pasada, reflejó la crueldad que ella trata de describir con palabras, aunque a veces se queda corta: era un gatito de unos cuatro meses, sus verdugos lo violaron vía anal y oral. Lo destruyeron por dentro y lo dejaron agonizando en una laguna de su propia sangre.
“Hay otros cinco casos (hoy todos muertos) que me los ha traído una señora recicladora que los rescata en el jarillón. Son animales de tres a cuatro meses”, dice Mónica. En este punto ya no trata de buscar culpables o de entender la complejidad de la maldad humana, solo quiere evitar más muertes aberrantes.
¿Quiénes los violan?, le preguntan a Mónica cada vez que cuenta estas historias. No hay una respuesta clara, no hay un solo capturado ni un sospechoso. No hay nada. Lo único cierto es que al año aparecen entre dos y cinco casos. “¿Cómo hace uno para grabar a un depravado que esté haciendo eso? Yo no podría, porque apenas lo vea me hago matar yo también”, señala Mónica.
Claudia Velasco Rivera, líder del Grupo Activista Contra el Maltrato Animal y Ambiental (Gacma), también ha batallado contra este flagelo: “Hablar de esto no es nada fácil. Son episodios que uno quisiera olvidar o por lo menos no revivir, pero es necesario hacerlo para denunciar que esto pasa mucho y es desastroso”, dice.
Ella tiene un albergue animal llamado Pataclau, al norte de Cali en el sector Paso del Comercio. Hasta esa zona también se han extendido los episodios de violación a animales, aunque Claudia no solo tiene reportes de perros y gatos abusados, sino también de otras especies, como gallinas y conejos.
Cuenta que no tenía planeado formar un albergue, pero al enterarse de que un hombre de la tercera edad convivía y violaba a diez perros (hembras y machos) decidió dar la pelea legal para quitárselos. Ahora Claudia comparte su tiempo con 37 animales rescatados, casi en las mismas circunstancias. “Nosotros no tenemos patrocinio ni apoyo del Estado. Nos toca llevar a cuestas cada caso solo por amor. Estos casos de violencia sexual son los peores. Los costos veterinarios son muy altos y según el caso puede ser incalculable, porque estamos hablando incluso de reconstrucción quirúrgica de órganos”, señala Claudia.
Una segunda oportunidad
Quizá uno de los momentos que más le duelen a Mónica es cuando vio morir a Angelical, la cuarta perra violada y rescatada del jarillón del río Cauca. Alcanzó a compartir con ella seis días y pensó que no correría la misma suerte de las tres anteriores. En el refugio se ilusionaron con su recuperación, pero al séptimo día el animal sucumbió ante la feroz infección que se propagó por todo su cuerpo y murió. Mónica aún conserva su foto: era una perra criolla, de esas que todos quieren cuando es cachorra, pero que abandonan a la más mínima falta cuando ya es adulta.
En la pandemia, cuentan las rescatistas, el porcentaje de animales abandonados creció considerablemente. Ya en la calle, quedan a merced de quien les ofrezca comida, y, muchas veces, esas manos que se extienden para ayudar no tienen buenas intenciones.
Semanas después del rescate de las cuatro perras abusadas, al albergue de Mónica llegó otra cachorrita con iguales características. Su diagnóstico médico era el menos alentador, pero logró salvarse. El veterinario reconstruyó sus órganos dañados y paró el sangrado interno. Sin embargo, las secuelas psicológicas casi la llevan a la muerte. La perrita desde que llegó a casa de Mónica se instaló debajo de la cama, no volvió a salir de ahí por tres meses, es decir, estuvo 90 días sin ver el sol. “A ella había que llevarle la comida y hablarle mucho: decirle que todos los humanos no somos iguales, que aquí estaba segura”, afirma Mónica.
Y es que ese proceso de recuperación psicológico es el más difícil, cuenta Claudia: “Luego sigue el acompañamiento de todas las secuelas emocionales que estos episodios dejan. Se esconden, se orinan del miedo, dejan de comer. Yo he tenido casos en los que incluso he debido decirles a mis amigos y familiares hombres que no vayan, porque solo el escuchar una voz masculina da pie a un retroceso en el animal”.
Hoy la cachorra que llegó casi moribunda al albergue de Mónica es una hermosa perra criolla. Ya juega con sus pares, aunque los miedos aún la persiguen y, por eso, no ha podido ser adoptada por ninguna familia. Es la consentida del refugio. “La gente me pregunta por qué yo sigo con esto, a pesar de mis problemas de salud, y yo les respondo: porque estoy atendiendo un llamado de Dios”, dice Mónica.
Su historia no es diferente a la de los animales que ella rescata y cura: muy pequeña fue abandonada, durmió en la calle, aguantó el frío de las noches y el sol implacable del día, durmió con hambre, y recibió una segunda oportunidad. La misma que ella les brinda a otros seres vivos. No hay distinción, asegura, “el sufrimiento es igual en cuatro o dos patas”.
Y, aunque su cuerpo, ya con 54 años, le pase factura y una lesión en el manguito rotador de su brazo derecho tiene esta extremidad casi paralizada, sigue rescatando, pues 100 bocas la esperan en el albergue y seguramente otras 100 la anhelan en las calles. “Seguiré trabajando hasta cuando tenga fuerzas porque el maltrato y la violencia sexual no distingue razas ni especies”, puntualiza Mónica. Su vida, y la vida de sus animales rescatados, es un círculo de segundas oportunidades.