NACIÓN
Rambo acorralado: la historia de cómo un comandante de las Farc pudo, con embrujo, sobrevivir a bombardeo del Ejército y volarse
El periodista Mario Villalobos narra en su libro ‘Confesiones de una bruja’, relatos sorprendentes de la hechicera de los más malos y más poderosos. Lea uno de los capítulos más interesantes.
Una tarde lluviosa de abril llegó a consulta una mujer joven, generosa en carnes, desgarbada y con poco aliño personal. Quería que le leyera el tarot. Enseguida, los arcanos me revelaron que su vida estaba llena de asechanzas, de un constante huir, y entendí que sus problemas no tenían que ver nada con dinero ni infidelidades.
Con el desparpajo que me caracteriza le pregunté de frente que me dijera la verdad y me confesara realmente a qué venía para ayudarla como era debido. De haberlo sabido antes, no la habría admitido en casa, porque estaba ligada a ese mundo del que milagrosamente había logrado huir. Con lujo de detalles me reveló que venía de parte de uno de los más importantes comandantes de las FARC en el oriente del país, quien, gracias a sus contactos, logró ubicar mi paradero y tenía un hombre en cada esquina del barrio vigilando a todos mis familiares. La pesadilla de los protagonistas de una guerra desalmada que no me interesaba estaba de regreso, pero supe de inmediato que el pánico podría ser el peor de los consejeros. Así que le pregunté sin titubeos para qué era buena; entonces, lo llamó por celular y conversamos largamente.
Me dijo que estaba en una situación compleja, con dificultades para sacar la droga a las rutas convenidas con sus socios, en problemas con sus superiores, por su amor a las mujeres, el whisky y los caballos, y asediado por los paras y por la Fuerza Pública, que por esa época no le daba respiro. Que mi fama me precedía y que sentía la necesidad extrema de mi protección.
Por el tono en el que pidió mi ayuda supe que no era opcional. Su voz gutural y sus matones en el barrio eran suficientes para comprender que una negativa equivalía a poner en líos a mis hijas, a mis nietos y a mi nuera, la encarnación misma de la lealtad. Convinimos que a través de la mujer le enviaría todo un arsenal de protección y que, de acuerdo con sus necesidades, ella vendría de manera más o menos regular.
En adelante, y durante los siguientes años, ella se volvió visitante asidua de mi casa. Llegaba invariablemente con una mochila en la que traía dinero en efectivo y con los materiales para hacer todo tipo de conjuros que le garantizaran a su jefe la protección necesaria a cualquier tipo de embate.
Con el tiempo, la Mona, como la apodábamos, ya era prácticamente de la familia, al punto de confiarnos que trabajaba como enlace entre la guerrilla y los patrones del microtráfico de Bogotá, y que en su operación sigilosa manejaba cientos de millones de pesos en efectivo al día; la plata la mandaba hacia la selva de tantos y tan diversos métodos, y la invertía de tal manera en pequeños negocios locales, que hubieran sorprendido a los más avezados lavadores de dinero.
La confianza era tan recíproca, que incluso estuvo convaleciente en mi casa varias veces luego de diferentes operaciones estéticas que se practicó y cuya recuperación debía hacer a escondidas de las autoridades, que siempre la mantuvieron en el radar, pero que jamás la atraparon por cuenta de las protecciones que también le hacía.
Tras unas semanas de extraña ausencia reapareció una madrugada, presa de una angustia que le desconocíamos, y me rogó que interviniera ya, porque su jefe estaba en la peor encerrona de su vida. Relató que lo habían infiltrado y que luego de varias escaramuzas con el Ejército estaba prácticamente acorralado. La situación era tan grave que pedía que le enviáramos una protección especial, porque probablemente no tendríamos noticias suyas por un largo tiempo.
Mi olfato me indicó que era necesario subir al siguiente nivel y desempolvé un recurso que había empleado con pelafustanes de todos los pelambres, pero que consideraba era infalible: las aseguranzas.
Se trata de un ritual inspirado en la santería cubana y que la abuela me enseñó en la niñez, cuyo fin es proteger de cualquier peligro a quien se cubra con ellas. Para ello se requiere combinar toda la fuerza de las deidades de la religión africana que llegó con los esclavos a la isla y su relación con el devocionario católico, y reforzarlo con objetos de protección que son conjurados con un rezo especial. Aunque en su momento la abuela me advirtió que muchos esotéricos y brujos usan cada recurso por aparte, únicamente la fórmula de usarlos todos juntos en un solo ritual es prenda de garantía.
En la práctica se trata de armar una cadena de plata con siete herramientas en miniatura fabricadas en el mismo metal y que simbolizan la profesión de carpintero de Nuestro Señor Jesucristo: alicates, llave, serrucho, maceta, hacha, martillo y formón. A ellas se liga cada una de las deidades principales de la santería y se invoca la protección de sus ancestros.
Con todo dispuesto y en orden, inicié el rezo mientras encendía sendos velones de siete colores:
En esta hora invoco a los siete espíritus de luz alta que están a la diestra del Padre Eterno: Yemayá, Obatalá, Orula, Eleguá, Ochún, Changó y Ogún, y les ofrezco estas siete luces para que yo pueda vencer todo obstáculo que en mi camino se me presente.
A Changó, que me conceda su martillo en calidad de préstamo para poder vencer sobre el amor.
Invocamos a Orula, que nos conceda en calidad de préstamo su serrucho para destruir todos los obstáculos que se presenten en mi camino.
Pido prestado a Ogún su formón para grabar y hacer realidad mis sueños y lograr éxito en todo lo que emprenda.
A Eleguá le pido en calidad de préstamo su maceta para lograr fuerza y dominio sobre los demás.
A Obatalá le pido prestada su llave para resolver mis necesidades de dinero.
Yemayá, préstame tus alicates para obtener fuerza y poder.
Changó, préstame tu martillo para vencer todo muro en el amor.
Ochún, préstame tu hacha para obtener protección contra todo mal y todo hechizo de brujas o brujos, y contra todo mal material o espiritual.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo yo encomiendo la vida de este hombre; mi corazón me dice que esta petición es justa y será concedida.
¡Óyeme, Changó! ¡Escúchame, Ochún! ¡Atiéndeme, Yemayá! ¡Mírame con buenos ojos, Obatalá! ¡No me desampares, Ogún! ¡Sé propicio, Orula! ¡Intercede por mí, Eleguá!
Conforme avanzaba el conjuro, incrusté una por una las siete herramientas en la cadena, rezada y consagrada.
Al terminar, le hice prometer a la Mona que le explicaría a su jefe que debía cumplir ciegamente el compromiso de hacer buen uso de la protección, que funcionaba a través de una especie de premonición térmica: cada vez que sintiera que el amuleto se calentara o sintiera en el cuello un calor inusual, era signo inequívoco de que estaba en peligro inminente de ser atacado y morir. El compromiso consistía en que tan pronto como ello sucediera, se refugiaría en el primer sitio en que se sintieran a salvo y que no se movería de ahí hasta sentir que la temperatura del amuleto fuera relativamente normal.
Le expliqué hasta la saciedad que la aseguranza no era garantía plena de nada, ni mucho menos expedía una patente de corso para cometer excesos bélicos ni devolver el fuego, ni tampoco que tuviera la vida comprada. Y le advertí que no debía exponerla públicamente ni hacer comentarios sobre su origen.
Luego de tres horas de febril trabajo esotérico, la mujer partió rumbo a la clandestinidad. Fue la última vez que supimos de ella. Tiempo después, nos enteramos por un familiar mío que estaba en la guerrilla que habría sido víctima de una purga cuando descubrieron que pagaba sus operaciones estéticas con dinero de la organización.
Pasaron semanas enteras y ya había olvidado casi por completo al comandante guerrillero, cuando los noticieros de televisión anunciaron con bombos y platillos que la fuerza pública le había asestado un golpe mortal a las FARC. Un feroz bombardeo había acabado con su campamento. Nueve de sus hombres murieron y las autoridades hallaron un verdadero tesoro: computadores y memorias USB que contenían pruebas de sus vínculos con el narcotráfico, las rutas en las que sacaban la droga, así como información de primera mano sobre sus socios en diferentes partes de Colombia y el extranjero, especialmente Venezuela.
No pude disimular una sonrisa cuando el oficial al frente del operativo confesó que el comandante se les había escapado inexplicablemente, que tenían plena certeza de su presencia por labores de inteligencia, pero que no lo habían encontrado.
—Hallamos su cama tibia, pero se esfumó —dijo con tono lacónico.
Supe entonces que la Mona había cumplido su promesa y que ese hombre que asoló la región entendió que en el poder oscuro que le brindé estuvo siempre la protección al peligro. Su identidad me la reservo porque todavía hoy está vivito y coleando y se convirtió en una pesadilla para las autoridades que tienen certeza de que cruzó una frontera por tierra y sigue operando sus negocios sin problema.
*Capítulo del libro Confesiones de una bruja, de Mario Villalobos.