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Redes sociales: las increíbles reacciones al atentado en Andino
Algunos trinos que vinieron tras el acto terrorista demuestran que la agenda está en manos de los extremos, el diálogo pierde espacio y la serenidad se macartiza.
Después del estallido en el baño del Centro Andino que dejó tres mujeres muertas, se desató otra onda explosiva de mayor alcance que no derramó sangre, pero sí destiló por todas las redes sociales todo tipo de odio, sevicia y rabia.
En cuestión de minutos la irresponsabilidad se salió de madre. En mensajes reenviados y cruzados, muchos se aventuraron sin cabeza fría a señalar responsables del atentado sin el más mínimo respeto por las víctimas, por la verdad o por la sensatez. Voceros de las dos grandes corrientes polarizadas en la actualidad se enfrentaron en una batalla de trinos de una bajeza inusitada. Desde la oposición uribista plantearon que la culpa de la tragedia recaía en el gobierno, por haber hecho un proceso de paz con las Farc. En la otra orilla no esperaron para responsabilizar a la ultraderecha y a las fuerzas oscuras, insinuando que están ligadas al uribismo. Fueron muy evidentes los propósitos mezquinos de centenares de tuiteros que buscaron un beneficio político o electoral.
Hubo mensajes extremos cuestionados en las propias redes. Como el de Gonzalo Guillén, quien apuntó hacia el expresidente Álvaro Uribe, y el del representante del Centro Democrático Álvaro Hernán Prada quien señaló al gobierno. Un hijo de Gustavo Petro, Nicolás, culpó a la política de seguridad del alcalde Enrique Peñalosa. La periodista Salud Hernández mencionó al ELN, sus secuestradores. Todo esto mientras aún había humo en el centro comercial y los rescatistas trasladaban con dificultad a más de 20 heridos a clínicas y hospitales vecinos.
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Colombia tiene una larga historia de violencia. El país vivió las peores etapas de atentados terroristas en otras épocas, como en los años noventa cuando el cartel de Medellín, dirigido por Pablo Escobar, lanzó una guerra feroz e indiscriminada contra la sociedad y el Estado. De esas vivencias formaba parte también una vocación de unidad en los momentos más traumáticos. Gobernantes y opositores cerraban filas ante los embates de los violentos y eran frecuentes las declaraciones conjuntas de expresidentes de distintos partidos con una sola voz de solidaridad hacia las víctimas, apoyo a las instituciones y acuerdos para fortalecer la defensa de la sociedad. Se entendía que la respuesta unida ante la violencia y el terrorismo no debía debilitarse por la competencia política.
De esa noble tradición queda muy poco. Aunque hace rato que las formas y el fondo de los discursos políticos abandonaron los niveles necesarios de sensatez y moderación, lo que ocurrió el sábado 17 de junio llegó demasiado lejos. El país se acerca a un punto en el que se agotan las posibilidades de acción eficaz ante grupos minoritarios radicales que persisten en alimentar el odio y la violencia.
Las opiniones tranquilas, analíticas y moderadas quedan desbordadas por las actitudes emocionales, histéricas y envenenadas. El debate político está cayendo en manos de quienes profesan visiones extremas. Colombia corre el peligro de que se asfixie el centro. Vale decir, de hacer imposible la expresión de opiniones distintas y diversas dentro del marco del famoso acuerdo sobre lo fundamental, que no es otra cosa que las reglas de juego para tramitar en forma pacífica los disensos.
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¿Qué ha conducido al país a este escenario tan peligroso para la democracia? Existen, al menos, tres razones principales: la polarización política, la preocupante lógica de las redes sociales y, paradójicamente, el acuerdo de paz con el grupo guerrillero que más duramente enfrentó al Estado durante 52 años.
En primer lugar está la pugnacidad en las relaciones entre el gobierno y la oposición del Centro Democrático. Detrás de ella, el insólito enfrentamiento entre el presidente Santos y su antecesor y exmentor, Álvaro Uribe. Cada lado esgrime argumentos para culpar al otro por haber iniciado la pelea y por haber empujado la degradación del discurso y de las formas para ejercer la política.
El país no había tenido una oposición tan dura y radical tal vez desde mediados del siglo pasado, pero más allá de lo que ha hecho el uribismo en los últimos siete años lo cierto es que se debilitaron las fórmulas para el diálogo. Se tomaron el ánimo colectivo imágenes extremas y deformadas por el maniqueísmo, como la de que Santos traicionó a Uribe –que creen los uribistas- o la de graduar de enemigos de la paz a quienes son escépticos sobre los acuerdos con las Farc –que estimulan los santistas-.
“Uribe rompió reglas de juego de la civilización política”, asegura el politólogo Francisco Gutiérrez Sanín. Para el expresidente la moderación de la crítica es sinónimo de hipocresía y las formas diplomáticas equivalen a falta de carácter. Pero lo que podía haber sido una innovación política saludable se fue convirtiendo en una destrucción de protocolos de solidaridad necesarios para la interacción política ante los actos terroristas. Ya se ha visto, en la campaña electoral que empieza, que muchos candidatos optarán por la oratoria incendiaria y populista porque asumen que la serenidad se macartiza y se castiga.
En ese escenario polarizado, el trámite del acuerdo de paz con las Farc también ha exacerbado los ánimos. En su viaje a Francia esta semana, el presidente Santos volvió a expresar su perplejidad por el hecho de que la paz no ha recibido un apoyo amplio de la opinión pública. Acabar una confrontación bélica suele asociarse con esperanza y con un futuro mejor, pero para un sector de la sociedad colombiana –aproximadamente un 50 por ciento, según el plebiscito– más bien produce temor.
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“Las armas de los discursos del miedo son el terror de las bombas y el horror de las redes”, dice el publicista Carlos Duque. Y es que en un país en el que durante años las campañas electorales se ganaban con mensajes de paz, cambio y futuro, ahora se volvió rentable propagar el temor a los enemigos y las emociones relacionadas con la ira contra adversarios –inexistes o sobredimensionados- como el castro-chavismo o la recesión económica. El miedo a la paz es un término contradictorio, pero es una realidad en la Colombia de hoy.
La explicación tiene que ver con el rechazo que generan las Farc. Nadie salió a decir que el acto demencial del Andino provino de esa guerrilla, pero muchas declaraciones sí vincularon el ataque terrorista con la supuesta impunidad que van a recibir sus miembros. Innumerables tuiteros culparon del atentado en el centro comercial a la idea del mal ejemplo y de que la violencia sí paga.
Frente al proceso de paz hay dos narrativas. La del gobierno que sobredimensiona sus virtudes, y la de la oposición que lo ve como generador de más sangre. Aunque todos los índices de actos violentos –sobre todo, los relacionados con el conflicto- están en picada, los defensores del proceso no han ganado la batalla entre las dos narrativas. Con excepción de un gobierno desgastado y unas Farc a la defensiva en el terreno mediático, en el debate público las voces favorables al acuerdo del Colón son menores, en nivel y número, a las de sus críticos. Y un acto como el del Andino fortalece la imagen de que la paz no acabó con la violencia, así no haya una relación real entre los pactos con las Farc y la bomba en el centro comercial.
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El presidente francés, Emanuel Macron, dijo en la reciente campaña que Francia “es un país en paz en el que ocurren actos terroristas”. Su visitante reciente, Juan Manuel Santos, no ha logrado construir una concepción positiva sobre las consecuencias del proceso de paz ni una explicación creíble sobre sus alcances y sobre sus limitaciones.
Y están, finalmente, las redes sociales. El instrumento por excelencia de la famosa era de la posverdad que, mal utilizadas, permiten la proliferación de mensajes anónimos que tienen más que ver con sentimientos que con argumentos, con miedos que con esperanza, con división que con solidaridad, y que facilitan manipular la información.
Polarización política, comunicación deficiente del proceso de paz, redes sociales afectadas por mal uso y mucho abuso. Eso fue lo que se vio después del atentado del Andino. Un escenario tan preocupante que permitió que, después del terrorismo de las bombas, se propagara una ola de terrorismo digital.