REPORTAJE

“Volví”, a la familia del payaso Muñoz no la pudo separar la dictadura chilena

Luis Muñoz, un aventurero que a los 13 años partió de Bogotá a Chile en un circo ambulante, perdió la comunicación con su familia cuando Pinochet subió al poder. Después de cuatro décadas y media volvió a ver a sus hermanos. Fin a 45 años sin contacto.

17 de agosto de 2018
Luis Muñoz | Foto: Santiago Ramírez Baquero / SEMANA

Un niño inquieto, de una Bogotá provinciana que se proyectaba para ser esa urbe mutante en la que se ha convertido hoy, jugaba con libertad por sus calles y esquinas. Luis Muñoz, a los trece años, se iba solo hasta el Campin para ver a Millonarios, o a la Santamaría para ver una corrida de toros bravos al son del pasodoble. También tomaba el tren hasta Girardot o algún pueblo cercano a la ciudad.

Llegó el circo a su barrio, Las Aguas, con el nombre de Circo Royal Dumbar y tres pistas con zoológico ambulante. Fue gracias a su colegio que conoció ese mundo, se sentó en la última fila, con la carpa a pocos centímetros de su cabeza para ver todo el espectáculo. La magia quedó activa.

Pronto llegaría el circo Fráncfort, de Chile, pero con artistas peruanos, argentinos y brasileños. Luego de sus clases se colaba para verlos, abría un espacio y se metía por debajo de la carpa. Como un espía, observaba a personas común y corrientes maquillarse hasta que convertirse en payasos. 

Su presencia no pasó desapercibida ante tantas visitas, y la confianza fue saliendo a flote con los circenses. Por su gorda apariencia se ganó el apodo de Guatón, como en varios países de suramérica se llama a los de barriga prominente. “Guatón, anda cómprame algo en la esquina”, y cuando su presencia se volvió costumbre, el desayuno y el almuerzo ya estaban asegurados.

Ya no dormía en su casa, sino en la taquilla –cuatro planchas de madera con un hoyo-, y su cobija era la bolsa enorme donde guardaban la carpa, que se usaba cuando el circo viajaba a otro pueblo.

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Se hizo amigo del yerno del dueño del circo, su boleto a la libertad. Amido Gasagüi Carrazco, amante trapecista y viajero gracias a este arte, insípido para la época. Como Luis organizaba partidos entre equipos y los artistas del circo se ganó un derecho que le cambió la vida.

No lo pensó dos veces. No empacó maletas. Nunca dijo “adiós”.

Se subió al remolque y tomó rumbo a Pereira, Medellín, Cali, Popayán y Pasto. Cruzó a Ecuador y luego Perú. En cada frontera se metía en un huequito donde apenas podía caber un niño de trece años como él para que la policía no lo descubriera.

Asustado, fue al consulado de Colombia en Chile para ver si podía obtener algo. Una vez llegó recibió el regaño de la persona que lo atendió “¡usted en dónde estaba!”, le gritaron. Tome esto para que no lo vayan a matar. Así obtuvo su primer pasaporte colombiano, el de color verde.

Después de varios días, en su casa, alarmados, no sabían qué pensar del destino de Luis. “Yo era muy pequeña, no recuerdo cómo habrá sido”, dice Elizabeth Muñoz, su hermana.

Mientras tanto, Luis sorteaba no ser ‘picado‘ por algún policía armado con un palo buscando polizones en la frontera. Ya en Perú volvía a su rutina como limpiador de baños del circo, donde le pagaban un peso por día.

“Nunca pensé en devolverme”, lo tenía claro.

Estas son de las pocas fotografías que conserva de sus primeros años de circo en Chile. Cortesía archivo partícular

También lo contrataron para que le hiciera aseo a diez perros de raza bóxer que jugaban fútbol en el circo. Una vez, cuando levantó la jaula de un macho, por impedir que se escapara, lo agarró del collar y con la otra mano se sujetó de la reja, esta se deslizó para cerrarse y le mochó la mitad de la primera falange del pulgar.

Y se graduó de payaso, tal y como había soñado cuando los veía transformarse en el camerino. Luis se puso nariz y maquillaje. Hasta cuando jugaba fútbol, uno de sus pasatiempos, su apodo era ese mismo: el payaso Muñoz.

A su familia no le volvió a escribir sino hasta 10 años después. Enviaba sus manuscritos a la casa de su infancia en el barrio Las Aguas y ellos le respondían con dirección a la casa de un conocido en Chile, porque no podía usar el sistema de correo por la falta de documentos.

Iba y volvía a Perú como un aventurero. “Para pasar de Perú a Chile, fue complicado, quería ir por el mar caminando, muchos lo hacían para no pagar el impuesto para salir de Perú. Me metieron cinco horas en un barril. Y recuerdo que la primera vez que cruzamos fui al estadio, nunca había visto uno tan grande, recién había pasado el mundial de fútbol de 1962”.

Amido fue para él “su único padre”, en cada viaje le decía que no se alejara de la carpa, que se lo podían llevar, que por favor no robara, que comida no le faltaba. Amido murió en un accidente. Amaba manejar camiones, en un descuido, un remolque le cayó encima. Y ese fue el fin del padre adoptivo de Luis, que llora cada vez que lo revive en su memoria.

11 de septiembre de 1973

Todo era caos en Santiago de Chile. La Casa de la Moneda, la casa de los presidentes en Chile, era bombardeada en un golpe de Estado militar que se tomó el poder, mientras Salvador Allende les hablaba a los chilenos por radio en los últimos minutos de su vida.

Las banderas del Partido Comunista se enterraban bajo tierra en muchos circos, por miedo a un fusilamiento. Era más complicado moverse porque no tenía papeles, y los militares se subían a los buses con metralletas.

Asustado, fue al consulado de Colombia en Chile para ver si podía obtener algo. Allí, lo primero que consiguió fue el regaño de la persona que lo atendió “¡usted en dónde estaba!”, le gritaron. Tome esto para que no lo vayan a matar. Así obtuvo su primer pasaporte colombiano, el de color verde.

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Y sí que lo salvó. Después de la muerte de Amido se fue a trabajar en el circo Marconi, de la familia Rozas, donde conoció al amor de su vida con quien tuvo una hija. A Jorge Rozas, su suegro, los militares le preguntaron que a qué se dedicaba. “Trago espadas”, les contestó. Y en tono retador, los uniformados le dijeron que se tragara el sable militar que ellos portaban. Sin rechistar, Jorge estaba dispuesto a meterse por la boca todo el sable.

- Pará, pará, pará. Suficiente. ¿y tú qué? Un paso al frente- le dijo a Luis.

Obedeció a la orden. Le entregó su pasaporte.

- No te metas en weas porque si te metes en weas te voy a matar. (Weas, no era otra cosa que no se anduviera con cosas de comunistas, si quería vivir).

El Águilas Humanas fue otro circo al que perteneció durante su larga estadía en Chile. Archivo partícular.

Las cartas de su madre no volvieron a llegar, a pesar de que enviaba sus historias en el papel por montones, con frecuencia, pero no le contestaban. No podía arriesgarse a preguntar solo con un pasaporte.

La vida a Luis se le pasó, nunca volvió a saber de su familia, y en ese lapso en Colombia de todo pasó para él sin que se enterara. Su madre y su padre murieron. También su hermano Pedro. Y nacieron sus hermanos Carlos, Jorge, Ricardo y Jaime. Para terminar de complicar las cosas se fueron a vivir al barrio Marco Fidel Suárez.

A Luis Muñoz la vida se le pasó. En marzo de este año le diagnosticaron cáncer de próstata. Con una hija y un nieto, dejó que su pasado en Colombia se quedara en su mente y la dejó ir. Aunque su hija Sandra siempre le preguntaba por su familia colombiana.

Ya con 69 años era casi un chileno más, con las muletillas del país austral, el acento marcado sobre las primeras y las últimas sílabas con cierto tono sutilmente más agudo en ellas.

Le mostró la pantalla de su celular y era Víctor. Quedó frío, sin saber qué decir. Un saludo incómodo entre ambos se dio hasta que después de unos minutos rompieron el hielo que estuvo congelado durante cinco décadas de ausencia.

Tenía miedo. “Mi hija siempre me decía que fuera a ver a mi familia, pero no tenía dinero para aventurarme a buscarla. Ya no tenía 13 años, además pensé que primero me recriminarían por irme y volver a los 69. Segundo, Colombia había vivido una época cruel por Pablo Escobar e imaginé que mis hermanos serían igual de violentos a lo que se veía”.

La búsqueda

Con el sueño de ver a su papá con su familia, Sandra envió un correo a la Policía de Colombia con el caso. Contó pocos detalles con la esperanza de alguna respuesta. Algo que increíblemente se dio a los pocos días. La Unidad de Desaparecidos le encomendó el caso al patrullero Alejandro González y le dijo a Sandra que la conversación fuera más fluida y que necesitaba todos los datos posibles.

Sin contarle, Sandra le preguntaba a su papá Luis el nombre de sus padres y sus hermanos y el barrio donde vivía. “Fuimos al barrio a preguntar a ver quien conocía, nadie aparecía, se pidió a la Registraduría a ver si había sacado algún documento, buscamos en hospitales a ver si tenía antecedentes, pero no había nada”, dice González.

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Pidió datos en la Dijín y apareció su hermano Víctor Hugo en el sistema. Tenía direcciones y números de teléfono. Una espera de 55 años sin contacto terminó en 4 días de búsqueda.

- Papá, venga que quieren hablar con usted- le dijo Sandra

- ¿Quién va a querer hablar conmigo?

- Vea, papá, este es su hermano Víctor, salúdelo

Le mostró la pantalla de su celular y era Víctor. Quedó frío, sin saber qué decir. Un saludo incómodo entre ambos se dio hasta que después de unos minutos rompieron el hielo que había estado congelado durante cinco décadas de ausencia.

Su hermano Carlos, cuando se enteró, no lo podía creer. Conocería a su hermano a los 69 años. Al menos al principio fue en una videollamada. El 11 de junio, día de su cumpleaños, aparecieron uno a uno sus hermanos con bombas y le cantaron cuatro veces, para compensar un poco tantas celebraciones que nunca se dieron.

Ya estaba decidido. Alistó maletas y se llevó a su hija y a su nieto. Tomó un vuelo directo hacia Bogotá, como pasajero, no como polizón. La espera se le hizo larga, pero su familia, con el patrullero González, estaban ahí para la bienvenida. Recogió su equipaje, cruzó la puerta de vidrio y como si fuera una función más de aquel payaso en Chile, todos aplaudían. Luis tiró su maleta y la dejó rodar.

-¡Volví!