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Reforma a la Justicia: todos quedaron mal

La reforma a la Justicia es una vergüenza histórica. ¿Cómo se llegó tan lejos?

23 de junio de 2012
Durante el último debate de la reforma a la Justicia, en la plenaria de la Cámara el representante Simón Gaviria y los ministros de Justicia, Juan Carlos Esguerra, y de Interior, Federico Renjifo, contribuyeron a corregir errores que venían en el texto del Senado. Luego vino la conciliación.

La reforma a la Justicia, que era un punto de honor del presidente Juan Manuel Santos, se convirtió en el peor descalabro político de su gobierno y, de entrar en vigencia, sería un inmenso retroceso institucional.

El impacto se sintió con fuerza. El viernes rodó la cabeza del ministro de Justicia, Juan Carlos Esguerra, que presentó renuncia irrevocable a su cargo. Uno de los delfines más promisorios de la política, Simón Gaviria, que pensaba cerrar con broche de oro su presidencia de la Cámara, tal vez fue el peor librado. El presidente del Senado, Juan Manuel Corzo, sumó un nuevo gafe a su saldo ya en rojo. Y al propio presidente Santos le tocó hacer grandes malabarismos políticos y jurídicos para tratar de enmendar el error del que participó su gobierno.

El texto de la reforma, aprobado el miércoles 20 de junio, luego de dos años de discusión, tiene problemas graves. Por un lado, blinda a los congresistas -los mismos que han protagonizado sonados escándalos como el de la parapolítica- y, por el otro, neutraliza a los magistrados con gabelas como el aumento de su periodo de ocho a 12 años.

La reforma, por ejemplo, borra de un tajo la Comisión de Investigación de la Corte Suprema, que había sido clave en el desarrollo de los procesos de la parapolítica. Deja en el limbo 1.300 investigaciones de altos funcionarios en casos de tanta resonancia como el de las chuzadas del DAS, Agro Ingreso Seguro y la Yidispolítica. Y los que estén presos de estos podrían quedar libres. Casi 40 congresistas que están pendientes de la pérdida de investidura se están frotando las manos porque sus investigaciones pueden quedar en el aire ante la nueva normatividad en materia de inhabilidades. Por su parte, los magistrados que estaban siendo investigados por el carrusel de las pensiones también se dan por bien servidos porque la reforma le quitó a la aguerrida contralora Sandra Morelli sus expedientes y los dejó en la inoperante Comisión de Acusación. En resumen, lo que salió del Congreso de la República más parece un monumento a la impunidad que un intento de mejorar la Justicia.

Y como si esto fuera poco, los congresistas dejaron un vacío de poder en la gerencia de la Rama Judicial, pues mientras la reforma elimina la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura, no deja nada en su reemplazo mientras se constituye un nuevo ente. Por esa razón, durante esa transición no habría ni siquiera quién responda por el cambio de un juez o el nombramiento de un magistrado en una seccional. ¿Cómo fue posible que semejante Frankenstein haya podido convertirse en reforma constitucional?

Tal vez nunca antes en el país se había sentido tanta indignación ante la aprobación de un acto legislativo. El presidente del Consejo de Estado, Gustavo Gómez, la calificó de "déspota y autoritaria"; la exfiscal Viviane Morales la tildó de "cinismo institucional e improvisación irresponsable"; Gloria María Borrero, de la Corporación Excelencia en la Justicia, exclamó: "¡Qué tristeza y qué desolación! Se alertó al gobierno sobre el trámite de todo el proyecto y no fuimos oídos". El Espectador tituló "¡Qué vergüenza!" y Julio Sánchez, en La W, quien ha sido el jefe de oposición a la misma, incluso le pidió la renuncia a Simón Gaviria cuando este reconoció no haber leído el texto final. Al mismo tiempo, aparecieron o tomaron vuelo grupos de ciudadanos que piden la revocatoria a través de un referendo con recolección de firmas. El rechazo tomó por momentos visos de movimiento de indignados.

El presidente Juan Manuel Santos, al filo de la medianoche del jueves, salió a tratar de atajar la bola de nieve con un pronunciamiento sin antecedentes en el país: "devolvió" al Congreso el Acto Legislativo invocando razones de "inconstitucionalidad y de inconveniencia". De esa manera, la reforma quedó en stand by. Todavía no es claro cuál va a ser el desenlace de esta crisis, pero por ahora la "objeción" del presidente sirve como tapón debajo de la llanta para evitar que el carro de la Justicia se vaya por el barranco.

La chispa que hizo volar en pedazos la reforma fue el texto que resultó de la conciliación entre el Senado y la Cámara. No solo por un 'orangután' que introdujeron en ella en esta etapa, sino por la manera poco transparente como se dio el acuerdo entre los 12 congresistas encargados de conciliar. Por momentos, esa conciliación hizo recordar la bochornosa noche en que a los trancazos pasó la reforma constitucional que permitía la segunda reelección del presidente Álvaro Uribe (ver recuadro).

El 'mico' consiste en que a la nueva sala que se creó en la Corte Suprema para investigar y juzgar a los congresistas en la conciliación le agregaron la responsabilidad de investigar y juzgar también a gobernadores, embajadores, ministros y generales. En otras palabras, a esta nueva sala de seis magistrados -tres investigan y tres juzgan- le caería, de una vez, cerca de 3.000 casos: los 1.300 casos que le trasladaría la Fiscalía, una cifra similar provendría de la Comisión de Acusación y cerca de un centenar de la Sala Penal de la Corte. ¿Qué sentido tiene dejar las investigaciones de tres entidades con músculo propio en cabeza de apenas tres magistrados, que todavía no han sido nombrados? La comisión de conciliación, además, volvió a revivir muchos de los errores graves que se habían corregido en el último debate, en la plenaria de la Cámara, y borró de un plumazo artículos transitorios que evitaban traumatismo en las instituciones.

Pero la verdad es que los problemas de la reforma ya venían de atrás. El proyecto en su origen pudo ser bien intencionado, pero con el paso de los debates, el Congreso eliminó los temas vertebrales que habían inspirado la reforma: la tutela contra sentencias (que acabaría con el choque de trenes entre las cortes), la figura del precedente jurisprudencial (que agiliza la Justicia y unifica la jurisprudencia) y el cambio que se pensaba hacer a la manera como se eligen contralor, procurador y registrador (para que las cortes se dedicaran solo a impartir justicia y dejaran el papel de nominadoras).

Y en la mitad del camino, los congresistas comenzaron a diseñar la reforma ajustada a sus necesidades. Tres de los cuatro vicios que el presidente Santos presentó como argumento para devolver el Acto Legislativo al Congreso que, según él, fueron incorporados en la conciliación, en realidad eran temas que habían sido tratados en varios de los debates (dos de ellos relativos a la pérdida de investidura y un tercero sobre el hoy gerente de la Rama). Como él mismo lo dijo, no se puede permitir que una reforma que "quiere descongestionar la Justicia y hacerla más cercana al ciudadano, termine haciéndole el juego a quienes quieren escapar de ella".

¿Quién responde por este descalabro? ¿Los congresistas que inventaron los 'micos'? ¿Los magistrados con su silencio cómplice? ¿O el gobierno que no pudo calibrar y controlar lo que se estaba cocinando en el Congreso?

Aquí todos son culpables. Si el problema está en la última etapa de la reforma, tienen buena parte de la culpa los 12 congresistas de la comisión de conciliación y los presidentes de la Cámara, Simón Gaviria, y el Senado, Juan Manuel Corzo, que la conformaron. Los ministros de Justicia e Interior, Juan Carlos Esguerra y Federico Renjifo, tampoco salen bien librados, pues su responsabilidad era tapar los goles de los congresistas.

Los seis senadores llegaron a la conciliación con un pacto previo e incorporaron casi todos los cambios que hoy tienen con los pelos de punta al país. En el caso de la Cámara, si bien dos de los representantes -Germán Varón y Roosevelt Rodríguez- fueron los únicos que opusieron resistencia a los cambios, aún Simón Gaviria no ha podido dar una explicación convincente de por qué no incluyó en esa comisión a Guillermo Rivera y a Alfonso Prada que se habían fajado como los más aguerridos a la hora de evitar los desafueros de la reforma. "Con ellos ahí, por lo menos se habría armado algún despelote para evitar el texto que salió. Se habrían salido con el ministro cuando lo sacaron de la reunión o alguna cosa habría ocurrido", dice uno de los participantes. De hecho, el representante Guillermo Rivera alcanzó a advertir esa mañana del miércoles, antes de la votación final, algunos de los graves pecados del texto. Pero nada pasó.

El ministro Esguerra cometió dos graves errores: se dejó sacar de la reunión de conciliación y perdió toda posibilidad de maniobra cuando los parlamentarios invocaron su autonomía para manejar ese proceso. Y cuando el Congreso se disponía a votar la reforma le pidió a toda la bancada de la Unidad Nacional apoyarla sin reparos. "Es una buena reforma", les dijo. Y con ese guiño los congresistas que, con excepción de uno o dos, no habían leído el texto, lo aprobaron.

Hasta el día de hoy no es muy claro qué sacaba el gobierno con este acto legislativo. La idea de la reforma surgió como parte del acuerdo de Germán Vargas Lleras para ingresar a la Unidad Nacional. Él pidió incluirla en el paquete legislativo y no solo lidió con los magistrados durante un año de reuniones para tratar de llegar a un texto común, sino que se la echó al hombro durante los primeros cuatro debates.

Hubo un momento, incluso, en el que se pensó que al gobierno ya no le interesaba. El presidente Santos, cuando el proyecto estaba en su primera vuelta, alcanzó a reconocer que esta no era la gran reforma que necesitaba el país. Antes de que fuera aprobada en cuarto debate, el expresidente Álvaro Uribe le pidió a la bancada de La U hundirla por "inocua". Y ese fue el salvavidas que necesitaba la reforma. Desde entonces, a los ojos del país político, sacarla adelante se convirtió en un punto de honor del presidente Juan Manuel Santos.

La reforma a la Justicia es una embarrada histórica. No se tiene noticia de otro acto legislativo que, siendo de iniciativa del gobierno y aprobado por el Congreso, haya terminado en una crisis de este tamaño. El presidente y los ministros de Justicia y de Interior tenían que haber oído algún canto de sirena que les anunciara esta debacle. No haber calibrado lo que podía ocurrir en la conciliación es un error de cálculo político elemental.

Y más allá del desastroso resultado de la conciliación final, ninguno de ellos quiso escuchar las voces que advertían desde hace mucho tiempo el error que cometían al darle las llaves al Congreso -por demás, el más cuestionado de los últimos años- para meterse en la casa de la Justicia y reformarla a su gusto. Es como poner a los ratones a cuidar el queso. "¿El Congreso se sustraerá acaso de la tentación de dejar sin dientes o borrar de un tajo la pérdida de la investidura?", se preguntaba hace un año la revista SEMANA.

¿Qué viene ahora? Lo más probable es que la reforma se caiga. El problema es que no se sabe ni cuándo ni cómo y las fórmulas que se están barajando son más creativas que tradicionales. SEMANA conoció que este lunes habrá un acuerdo político para hundirla y se convocarán sesiones extraordinarias del Congreso con ese fin. Lo que no está claro es qué tan ortodoxas serán las bases jurídicas sobre las cuales se está abriendo paso a la salida a la crisis. El presidente Santos 'objetó' una reforma a la Constitución, lo cual no es más que un acto simbólico, pues esta figura no está prevista en la Carta Política. Si se llega a tratar el tema en sesiones extraordinarias, en teoría no sería válido porque los actos legislativos deben ser aprobados en periodos ordinarios. Como dice el constitucionalista y director de Derecho Justo, Juan Carlos Lancheros: "Es una triste ironía que el gobierno esté actuando por fuera de la Constitución para salvar la institucionalidad".

 Como los éxitos siempre tienen muchos padres y las derrotas son huérfanas, ahora todos los responsables se están lavando las manos. Los congresistas le echan la culpa o a Simón Gaviria, por la integración de la comisión de conciliación, o al gobierno, por darles luz verde. Gaviria, por su parte, le echa la culpa al gobierno y, concretamente, al ministro de Justicia. El gobierno le echa la culpa a los miembros de la comisión de conciliación. Y los magistrados, que eran parte de la foto, se salieron de la misma. Y algunos protagonistas, como Juan Manuel Corzo, no aparecen.

Y lo peor es que ahora todos los protagonistas quieren aparecer como los salvadores. Simón Gaviria, uno de los mayores responsables, ya anunció que el Partido Liberal liderará el hundimiento del proyecto. Por su parte, el presidente de la república, pragmático como siempre, al darse cuenta a última hora de que la opinión publica no aceptaría el monstruo que se había creado, pasó de la noche a la mañana de promotor de la reforma a jefe de la oposición. Como él mismo dijo una vez, "solo los imbéciles no cambian de opinión".

La verdad es que ninguno de los miembros del gobierno actuó de mala fe o tenía la intención de consagrar constitucionalmente la impunidad. Pragmáticos y realistas, simplemente eran conscientes de que, para que los aspectos claves de la reforma fueran aprobados, era necesario hacerle algunas concesiones a los congresistas y magistrados. Sin embargo, en el camino, como se dice coloquialmente, se les creció el enano. En el tira y afloja del proceso fueron quedando en el camino elementos importantes del proyecto original y simultáneamente iban creciendo las gabelas que querían el Congreso y las cortes. Con la filosofía de que lo mejor es enemigo de lo bueno, el gobierno se tragó tantos sapos que no se dio cuenta en qué momento se perdió el equilibrio entre lo razonable y lo absurdo. Cuando el orangután se salió de la jaula, era demasiado tarde.

Como tenían que rodar cabezas, quedó en el piso la del ministro de Justicia, Juan Carlos Esguerra. Este se había jugado su prestigio por sacar adelante la reforma y, al caerse esta, toda la estantería cayó sobre él. Él es un jurista decente y honorable, ajeno a la malicia que se requiere para domar a las fieras del Congreso. En un país donde nadie renuncia, tuvo la gallardía y la dignidad de asumir su responsabilidad frontalmente. Con esto quedó mejor que todos los que se están lavando las manos.
 
Sin salida jurídica

Cuando todos esperaban que el presidente Santos promulgara la reforma a la Justicia y él sorprendió al país con el anuncio de que la devolvía al Congreso, empezó la polémica sobre qué tan viable era la movida del mandatario. “Asumo las consecuencias de mi decisión”, dijo Santos y con ello dio a entender que él sabe que se está metiendo en arenas movedizas porque nunca antes un presidente ha objetado una reforma constitucional.

¿Puede el presidente devolver un acto legislativo al Congreso? No existe jurisprudencia sobre el tema y aunque el gobierno estudió sentencias como la C-180 de 2007 (que argumenta que ante un vacío en el trámite de actos legislativos deberá aplicarse, por analogía, lo previsto para trámites de proyectos de ley), el presidente podría estar maniobrando sin sustento en la normatividad vigente. Como lo señaló el reconocido think tank Dejusticia, hay por lo menos cuatro sentencias que indican que es inconstitucional que el presidente devuelva un acto legislativo que ya fue aprobado por el Congreso. “No es aplicable la figura de la objeción presidencial para reformas constitucionales”, puntualizó Armando Novoa, director del Centro de Estudios Constitucionales Plural.

Sin embargo, el pronunciamiento del presidente fue suficiente para que, en la práctica, todo volviera a la normalidad y la reforma aprobada quedara sin efectos, por ahora. Por ejemplo, los miembros de la Sala Administrativa de la Judicatura no fueron a trabajar el jueves, convencidos de que sus puestos habían sido eliminados de manera fulminante. Pero, el viernes, después de las palabras de Santos, llegaron puntuales a su trabajo.

¿En qué queda la reforma? Por ahora  no ha entrado en vigor porque le falta el último requisito: su promulgación. Es un paso formal, en cabeza del presidente del Congreso, que consiste en firmarlo y publicarlo en la Gaceta Oficial. Si esto no ocurre, probablemente la norma queda muerta. El problema es que la decisión no es del gobierno, sino del Congreso. Pero, después de la hecatombe es altamente improbable que el Congreso se atreva a revivirla. De hecho, el presidente de la Cámara, Simón Gaviria, anunció que iba a solicitar que se archive: “De insistir en su aprobación, lo único que nos dejaría es un debate jurídico lleno de incertidumbres”. El presidente del Senado, Juan Manuel Corzo, está en China y no se ha manifestado. Sin embargo, hay quienes consideran que no es tan sencillo. “Es difícil sostener que una norma aprobada pueda meterse en un cajón porque súbitamente no le gustó al presidente”, escribió Dejusticia.
 
La horrible noche

Crónica de las diez horas en las que la comisión de conciliación cambió la historia de la reforma.

Desde el momento en que el senador Luis Fernando Duque le dijo al ministro Juan Carlos Esguerra y a su viceministro que se retiraran de la reunión en la que se iba a redactar el informe de conciliación de la reforma a la Justicia, algo comenzó a oler mal. Ese acto legislativo era iniciativa del gobierno y el ministro había hecho un detallado seguimiento a todos los debates. ¿Por qué no habría de estar en el momento definitivo?

Eso ocurrió el martes en la mañana en el Club de Banqueros, en el centro de Bogotá. Sin embargo, el golpe de gracia se comenzó a fraguar cinco días antes, el viernes 15 de junio. En ese momento pocos advirtieron que, a la hora de elegir los miembros de la comisión de conciliación, Juan Manuel Corzo y Simón Gaviria, presidentes de Senado y Cámara, contrario a la costumbre, dejaron por fuera a cuatro congresistas que habían sido ponentes y que conocían la letra menuda del proyecto: los senadores Luis Fernando Velasco y Juan Carlos Vélez, y los representantes Alfonso Prada y Guillermo Rivera. En lugar de ellos, aparecieron varios desconocidos que ni siquiera pertenecen a las comisiones primeras que se encargan de los asuntos constitucionales, como los senadores Juan Carlos Restrepo, investigado por parapolítica; Martín Morales, del grupo político de Zulema Jattin, condenada por parapolítica, y Luis Fernando Duque. Y los representantes Gustavo Puentes y Alejandro Chacón.

Ese fin de semana, según trascendió en el Congreso, los seis senadores de la conciliación se reunieron en la casa de Eduardo Enríquez Maya para acordar una estrategia conjunta. Y así se vio reflejado en la reunión. Lo primero que hicieron fue sacar al ministro. El senador Duque le dijo: “Nosotros, los antiguos, no estamos acostumbrados a que nos hagan el trabajo”. Y Esguerra, sin oponer resistencia, se retiró. Los más veteranos, Enríquez Maya y Jesús Ignacio García, tomaron la batuta y se dedicaron a defender el texto aprobado por el Senado, donde se habían incluido muchos de los artículos que blindan a los congresistas. Solo se les oponían los representantes Germán Varón y Roosevelt Rodríguez. Todo quedaba aprobado diez contra dos. Llegaron al absurdo de proponer que los delitos de los congresistas prescriban en tan solo dos años y medio. Esta última modificación fue la única que Varón y Rodríguez pudieron atajar.

El representante Alejandro Chacón fue el que metió el ‘orangután’ que llevó al gobierno a frenar la reforma. Todavía no es claro por qué Chacón estuvo en la conciliación, pues no hizo parte del grupo de ponentes ni tampoco era de la Comisión Primera. El ministro Esguerra volvió hacia las 5 de la tarde, pero no le dieron copia del documento. A las 9:25 de la noche, los conciliadores entregan el texto a las dos Cámaras legislativas.

Los estragos del ‘monstruo’

Los efectos perversos de la reforma a la Justicia por ahora, y mientras el Congreso está de vacaciones, están conjurados. Sin embargo, si se llega a promulgar podría generar un desbarajuste institucional y político sin precedentes.

La Fiscalía tendría que paralizar cerca de 1.300 investigaciones a su cargo en las investigaciones penales contra ministros, gobernadores, magistrados de tribunal, embajadores, entre otros funcionarios aforados. Es decir, procesos por chuzadas, yidispolítica, falsos positivos, carrusel de bienes en estupefacientes, entre otros, quedarían suspendidos porque la reforma no precisó cómo sería el trámite.

Lo mismo ocurriría con la parapolítica, proceso en el cual hay 103 investigaciones previas, diez procesos en etapa de instrucción (cuatro investigados están detenidos y quedarían libres). Y en los ocho juicios que se adelantan, los procesados demandarían con el objetivo de que los cobije el principio del derecho penal de ‘la ley más favorable’.

Otra consecuencia sería que los procesados pedirían la libertad y el traslado de su proceso a los otros organismos. De hecho, a la mañana siguiente de la votación de la reforma, la Corte se vio obligada a suspender el juicio que le seguía a Bernardo Moreno, exsecretario de la Presidencia, y su abogado pidió su libertad. También se suspendió la audiencia de la exdirectora del DAS María del Pilar Hurtado.

Y en el caso de los 38 congresistas que tienen procesos abiertos por pérdida de su investidura, el Consejo de Estado habría tenido que volver a repartir los procesos y arrancar de nuevo las investigaciones.

Por otra parte, la administración de la Rama quedaría en poder de una sola persona: Diógenes Villa, el actual gerente. Pero nadie sabe cómo ni quiénes tomarían las decisiones administrativas importantes, como los pagos de los contratos o la supervisión de las obras de infraestructura de los tribunales, pues en el texto no se incluyó un régimen de transición. De hecho, horas antes de que el presidente Santos suspendiera la promulgación de la reforma, los magistrados de la Sala Administrativa fueron a entregar formalmente el gobierno de la Justicia, pero ni ellos, ni los presidentes de las otras cortes sabían cómo debían hacer el acta. En caso de que la norma hubiera entrado en vigor la semana pasada, como se esperaba, el efecto habría sido la parálisis de la Rama Judicial.