reportaje
Las dolorosas historias de los militares víctimas de las disidencias de las Farc y el ELN
Se ha vuelto rutinario informar sobre la muerte y el secuestro de decenas de miembros de la fuerza pública. ¿Volvió la época de terror en la que los grupos criminales tenían el poder en distintas regiones? Hay familias enteras sufriendo. SEMANA habló con algunas de ellas.
ELN, tres letras que están grabadas en el tronco de uno de los árboles más grandes del río Catatumbo, Norte de Santander, alertaron al soldado Juan David Cárdenas. A sus 23 años se fue a prestar servicio militar, ocho meses en las filas del Ejército le dieron la experiencia para saber que su vida estaba en peligro. El enemigo pisó esa tierra antes que él. Un soldado con una década de antigüedad que guiaba al pelotón le explicó que los chamizos que estaban en el piso servían para camuflar artefactos explosivos, que al activarse dispersaban pólvora, tachuelas y materia fecal.
Sobre las cinco de la tarde, del 16 de julio de 2021, la zozobra contrastaba con el inicio del atardecer que se divisaba desde la montaña. Los rayos de sol se mezclaban con los prados verdes y el caudal del río, a lo lejos se veía cómo pasaban mujeres con niños en brazos, y en ese momento Cárdenas entendió cuál era su misión: defender a esa población de la crueldad de grupos criminales.
Con el corazón acelerado se dio media vuelta, su superior dio tres pasos adelante, y los compañeros lo siguieron… ¡Bum!, ese es el sonido que recuerdan los militares segundos antes del caos. Unos trataron de correr, otros se lanzaron al piso, se oyeron gritos, “¡no se muevan!”, es la orden, no saben si hay más minas sembradas en la zona. Cárdenas alcanzó a correr un metro y cayó entre dos piedras. “Su pierna, Cárdenas, su pierna”, le gritó uno de sus lanzas. El soldado fue quien activó la mina y no lo notó.
Intenta levantar la pierna derecha y se da cuenta de que la bota quedó allí y el hueso, de la rodilla para abajo, completamente expuesto. Fue el momento en que un intenso dolor se apoderó de él. ¡Ayuda, ayuda!, pedía que lo durmieran o lo dejaran inconsciente para no sufrir. Antes quería hablar con su esposa y dejarle un mensaje a su hija de 18 meses. Revisó uno de los bolsillos del chaleco y aún tenía el celular. “Negra, quedé mocho, pisé una mina”, fue lo que le dijo a su esposa, quien lo esperaba en La Guajira.
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Paula Romero, la esposa del soldado, quedó impávida, no lloraba, ni gritaba, no decía nada, su familia la zarandeaba y ella solo atinó a decir: “Juan pisó una mina”. En los últimos tres años, 701 miembros del Ejército han resultado heridos en operaciones, otros 163 han sido asesinados en la lucha contra los grupos criminales. En la mayoría de los casos por artefactos explosivos improvisados, como el que dejó a Cárdenas debatiéndose entre la vida y la muerte. El ELN es la guerrilla que ha generado más terror en Norte de Santander y ha asesinado en el país a 50 miembros del Ejército desde 2019 a la fecha. Sin embargo, no es la que comete más homicidios contra uniformados de la fuerza pública, son las disidencias de las Farc las que sin piedad arrebatan vidas. Han asesinado a 85 integrantes del Ejército en los últimos tres años.
“Son unos narcotraficantes asesinos, no son guerrillas porque no tienen una ideología, solo quieren plata”, dice Andrea Castellanos, la mamá del subteniente Carlos Arturo Becerra, un oficial que desde niño soñó con proteger a los colombianos y desmantelar a las organizaciones más peligrosas. Con 22 años, cuando estaba realizando un trabajo de inteligencia en San José del Guaviare, fue secuestrado por hombres de Gentil Duarte.
Ocurrió el 17 de octubre de 2020. Andrea, al día siguiente, ya estaba en Guaviare y tuvo que ver a su hijo por última vez en videos de cámaras de seguridad que lo mostraban subiendo su moto a una lancha que atravesaba el río para ir al sector de Arenares. En esa zona mandan las disidencias de las Farc, nadie entra sin su autorización, a Becerra le tendieron una trampa como represalia porque el Ejército, días atrás, dio de baja a unos subversivos. Andrea estuvo 14 días buscando a su hijo, iba a emisoras, preguntaba por un lado y por otro para que los disidentes se reportaran.
El 31 de octubre regresó a Bogotá a gestionar ayuda con organismos internacionales de derechos humanos. El 17 de noviembre fue un día de desolación, su único hijo cumplía 23 años y estaba en cautiverio. Cinco días después le dieron la noticia de que el cuerpo de él fue encontrado a orilla de una carretera veredal, cubierto con ramas. Los hombres de Gentil Duarte le dispararon dos veces en la cabeza y lo torturaron. “Me quitaron media vida, pero doy gracias a Dios porque se rescató su cuerpo y Carlos dejó de sufrir la tortura a manos de seres que no tienen corazón”, dice Andrea. El Ejército reporta tres militares secuestrados en menos de seis meses, el coronel Pedro Pérez, en poder del Frente 28 de las disidencias; el sargento Fabián Espitia y el soldado Andrés Flórez, secuestrados por el ELN. Los tres raptados en Arauca.
Para el general Miguel Ángel Rodríguez, quien estuvo al mando de varias fuerzas especiales del Ejército, lo que está pasando en las últimas semanas es el resultado de un acuerdo de paz fallido. “Fue en vano toda la sangre que derramaron nuestros héroes antes del mal llamado proceso de paz”. Manifiesta que esa firma se logró gracias a que las Fuerzas Militares, en su momento, debilitaron a las guerrillas a tal punto de someterlas, pero luego de que recibieron beneficios del Estado, se voltearon los papeles.
Rodríguez, quien actualmente es CBO de la Fundación Black Horse S. F. que vela por restablecer los derechos de los militares víctimas del conflicto, dice que siente tristeza, frustración y rabia al ver que las Farc no entregaron las armas completas, porque de otra manera no tendrían armas para asesinar, ni tampoco dieron guías para ubicar los campos minados. Periódicamente llegan decenas de familias de uniformados buscando ayuda, asegura Mauricio Mondragón, creador de la Fundación. Entre ellos, Paula, la esposa del soldado Juan David Cárdenas, quien cayó en el campo minado.
Ella se enteró de la explosión de la mina a las cinco de la tarde y pasó tres horas de incertidumbre. No sabía si el padre de su hija estaba muerto, después de las ocho de la noche le dijeron que paramédicos del Ejército lograron rescatarlo con vida. “Cárdenas, reaccione, reaccione”, recuerda él que le decían sus compañeros. Una cerca impedía el paso, varios militares trataron de derribarla teniendo cuidado de no pisar otra mina. Fue transportado en un helicóptero al Hospital Militar en Bogotá, donde le salvaron la vida.
Su herida fue tan grave que cada vez que le realizaban limpieza era necesario cortarle un poco más de pierna para evitar que la infección le invadiera todo el cuerpo. Desde una de las habitaciones del décimo piso del hospital, Cárdenas le dijo a SEMANA que le duele saber que en un abrir y cerrar de ojos le cambió el destino. “No sé cómo explicarle a mi hijita cuando crezca que la maldad de unos guerrilleros me quitó la oportunidad de correr con ella en el parque”.
Las cicatrices que deja la guerra son difíciles de borrar para las víctimas y sus familias. “A mí que no me vengan a decir con palmaditas en la espalda y un beso, perdónenos por matar a su hijo. No, tienen que pagar con cárcel o en el combate”, es el mensaje que le envía Andrea, la mamá del oficial del Ejército asesinado a los grupos criminales con la certeza de que la justicia de Dios llegará en el momento justo.