VALLE DEL CAUCA
Reportaje: Buga, la ciudad de los milagros
Miles llegan a Buga en Semana Santa en busca del amparo y la gracia del Señor de los Milagros. La pandemia cambió la peregrinación, creció la fe y afectó a la población entera. SEMANA recorrió sus calles.
Las angustias del padre Ramiro Bustamante, rector de la Basílica de Buga, han sido un contraste en los últimos 12 meses. En la Semana Santa de 2020 sufrió como nunca al ver el gigantesco templo vacío, a puerta cerrada, y a uno que otro feligrés arrodillado en la plaza por escasos minutos para no burlar la estricta cuarentena; ahora lo atormenta ver a tantas personas esperando su turno para entrar a la eucaristía, que solo permite el aforo de 350 espectadores, para los demás está la lejanía de la virtualidad.
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“Esta Semana Santa es más especial”, dice el padre Ramiro con justa razón. Tan solo el domingo antes de Semana Santa llegaron a Buga más de 50.000 personas, todas querían estar en la basílica, todas querían verlo a él, al Señor de los Milagros. La fila para ingresar sobrepasaba la plaza principal, si alguien estuviera escribiendo un libro sobre la fe podría caminar entre los feligreses y sacar al menos 10.000 capítulos diferentes.
“La preocupación es la que tenemos todos en el mundo, porque nos estamos relajando. Pensamos que esa enfermedad es para otros y no para uno”, dice el padre Ramiro sobre la covid-19. Cree que la pandemia ha hecho de estos días santos algo más especial, porque “muchos vienen a agradecer por haber derrotado al virus, otros vienen a pedirle por la salud de sus allegados y otros tantos a suplicar fuerzas al Señor para superar la pérdida de un familiar, pareja, amigo, padre o hijo”.
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A pesar de sus 35 años en el sacerdocio y de escuchar miles de historias en confesión, aún hay cosas que lo conmueven: en tiempos muertos entre eucaristías se detiene justo en frente de los escalones que llevan a la recámara del Señor de los Milagros y consuela desde la lejanía a aquellos que bajan vestidos de llanto, casi ahogados por las lágrimas. Esas escenas son más comunes que antes, el padre Ramiro las ha visto con mayor frecuencia desde el 2 de septiembre, cuando se reabrió nuevamente el templo, luego de casi cinco meses cerrado.
La Semana Santa del año pasado en Buga fue un experimento que nadie se imaginó ni a corto, mediano o largo plazo: una basílica vacía y millones de personas conectadas en sus casas mediante redes sociales. La fe aumentó, pues la tragedia nos reveló nuestra propia humanidad y cada quien buscó la manera de encontrar fuerzas. “Ahora la gente viene a pedirle al Milagroso que los anime, fortalezca e ilumine en esta nueva vida que se viene a raíz de la pandemia”.
La Basílica de Buga tiene espacio para 2.000 personas, pero el aforo por la pandemia quedó reducido a 350 espectadores por misa. En total se realizan 12 eucaristías cada día desde las seis de la mañana, con intervalos de 20 minutos entre cada una. Al padre Ramiro no le preocupa quienes entran a misa, sino quienes se quedan por fuera, pegados de la baranda que los separa del templo, tratando de escuchar la palabra de Dios y siguiendo la ceremonia bajo el sol implacable. “Nos da mucho pesar ver que llega mucha gente y más del 90 por ciento de ellos se quedan sin entrar a la eucaristía”.
A María Eugenia López le tocó ver la misa desde afuera, aunque alcanzó a entrar a la recámara del Señor de los Milagros. A sus 75 años viajó cinco horas en carro desde Manizales, acompañada por su hijo y su nuera. “Vengo a darle gracias y a pedirle salud para los míos. Él es muy hermoso y si usted se lo pide con el corazón, cumple cualquier milagro”, dice mientras hace la fila. A las cinco horas en carro se suman otras dos en la larga espera para encontrarse con la imagen del Cristo negro, golpeado y humillado en la cruz.
Buga está en el centro del Valle del Cauca, tiene una población cercana a 114.807 habitantes, fue fundada el 4 de marzo de 1573, casi por la misma fecha en que una mujer indígena encontró al Señor de los Milagros mientras lavaba en un río. Minutos antes de la aparición, había entregado sus ahorros a un grupo de guardias para comprar la libertad de un hombre acusado de robar una imagen.
El Milagroso, entonces, cabía en la palma de la mano, luego creció ante los ojos incrédulos de un mundo especialmente cruel. Buga creció con la imagen. Es una ciudad construida bajo la fe y la religiosidad. La mayoría de sus habitantes tienen alguna historia particular con el Milagroso. En gran parte, Buga vive de la fe.
Melciádez Vargas ha fotografiado a más de un millón de personas afuera de la basílica en los últimos 35 años. Su trabajo es retratar el momento en que las personas llegan –o salen– a conocer al Milagroso. Tomó fotos ininterrumpidamente todos los días desde 1986 hasta 2020. Conoció niños desahuciados llevados por sus padres para pedir el milagro, luego los volvió a ver años después sanos y grandes. De todos esos momentos guarda imágenes.
De esos años como testigo mudo, Melciádez atesora testimonios del Milagroso: “Varias veces le pedí que yo quería conocer Aruba, y una vez estaba tomándole fotos a una familia, les caí bien y me invitaron a un viaje a mí y mi esposa. ¿Adivinen a dónde nos llevaron? A Aruba”.
Melciádez entra con regularidad a ver al Milagroso, en cada oportunidad atesora las milésimas de segundo para contemplar la imagen. Con sus ojos de fotógrafo quiere desvelar el secreto del Cristo para remover sentimientos. Nunca lo consigue, pero sí encuentra la paz necesaria para tomar una bocanada de aire y darle sentido a la vida. A su vida. Y eso es suficiente.
Los que perdieron todo
La pandemia cambió muchas cosas dentro y fuera de la Basílica. Las autoridades locales decidieron instalar unas vallas para direccionar la fila hacia al Señor de los Milagros y separar el flujo de personas. La separación ayuda a controlar el aforo, pero sepulta poco a poco a los comercios aledaños al templo, que por décadas han prosperado vendiendo crucifijos, imágenes en miniatura del Milagroso, sahumerios, pulseras y cualquier otro elemento religioso.
Dámaso Garzón lo perdió todo el año pasado. Alcanzó a comprar abundante mercancía para la Semana Santa venidera, pero días antes Colombia cerró sus puertas en una de las cuarentenas más largas del mundo.
Su patrimonio era el de 15 años de trabajo, ahora es el de un principiante en el negocio de la fe. No tiene mucho más de lo que puede enganchar en sus manos y ofrecer a los que están del otro lado de la valla. “El año pasado fue fatal en términos económicos”, dice con cierta resignación. “Estábamos en una encrucijada: o nos mataba el coronavirus o el estrés por las deudas”, agrega.
Este año tiene la esperanza de que pueda ser mejor, aunque asegura que las visitas son muchas, pero las ventas pocas, porque el comprador ya no tiene la facilidad de regatear mientras espera su turno de entrar al templo. La covid abrió una brecha en la Basílica de Buga y en el mundo en general.
Las deudas también tienen muy cerca del cierre definitivo al negocio de Marisa Vargas. Su puesto de crucifijos quedó totalmente aislado por las vallas. Las ventas apenas alcanzan de cinco a diez objetos por día, regularmente son pequeñas pulseras o imágenes de poco valor. Dice que tan solo un milagro la salva de la quiebra, pero aún guarda remotas esperanzas de que todo puede mejorar, y entonces se pregunta, retórica: “¿Cómo perder por completo la fe en la ciudad del Señor de los Milagros?”