Reportaje
Salud Hernández-Mora va tras las huellas de Juana, la lideresa comunitaria asesinada en Nuquí, Chocó
El cuerpo de la ambientalista colomboespañola reposa en el cementerio de Nuquí, arrullado por las olas del Pacífico. Al paraíso del Chocó, al que miles visitan para conocer las ballenas, lo azotan múltiples amenazas. La periodista fue en busca de pistas. Reportaje.
Su cuerpo apareció sobre las 5:30 de la mañana, antes de que despuntara el sol, entre los arbustos de un parque frente de la Estación de Policía, con dos tiros en la cabeza. Era un mensaje de poderío de las AGC (Autodefensas Gaitanistas de Colombia). La reconocida ambientalista Juana Perea los había desafiado muchas veces. Llegó el momento de silenciarla.
Levantaba la voz contra la presencia de los armados, animaba a hoteleros y nativos a denunciarlos, a no guardar silencio. Pretendía la utopía de que la región, por presión de la ciudadanía, se libraría de la banda criminal. En una ocasión pidió a sus futuros asesinos que no escribieran en las paredes sus siglas AGC, porque ahuyentaba a los turistas. Como no hicieron caso y nadie la secundó por temor a represalias, la propia Juana las borró pintando encima.
Soñaba con desarrollar su propio proyecto ecoturístico y ayudar a mejorar las condiciones de vida de sus vecinos de Termales, el corregimiento de Nuquí, Chocó, de 240 habitantes, del que se enamoró en cuanto lo conoció. Creyó haber hallado el paraíso. Con su marido gringo, que trabajaba en el exterior, compraron un pedazo de bosque y selva, al lado del Pacífico. Ella misma, junto con obreros locales, construía su casa y un hostal para amantes del mar y la naturaleza.
De gran carisma y temperamento fuerte, en varias oportunidades le cantó la tabla al comandante de las AGC de la zona, nunca disimulaba su inconformidad con una situación que todos acatan por miedo. Rompía la ley del silencio que imponen los criminales.
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No podían permitir que cundiera el ejemplo de Juana, querida y admirada en la comunidad por su generosidad, valentía, espíritu emprendedor, carácter abierto, disponibilidad a colaborar y a impulsar distintos emprendimientos. “Era una guerrera”, anota una de tantas amigas que hizo desde que se afincó en Nuquí, en 2016. “Yo todavía la lloro”.
El día del crimen, el 29 de octubre del año pasado, mantuvo una reunión con alias el Mono. Cuentan que salió brava. Más tarde, sobre las nueve de la noche, integrantes de los Gaitanistas fueron hasta su cabaña de madera de dos pisos, a medio edificar. La empujaron hasta la playa y la subieron a una lancha. Una vez en altamar, la arrodillaron, le quitaron la ropa para humillarla y la asesinaron. Después pusieron rumbo a la cabecera municipal, a unos 40 minutos, para arrojar el cadáver en el lugar donde lo hallaron.
El mensaje que mandaron quedó nítido en Nuquí: nadie volverá a retarlos. “Le quitaron a uno la tranquilidad”, me dijeron, entre susurros, moradores de Termales, a condición de que no revelara sus identidades.
Gracias a su doble nacionalidad colomboespañola y al revuelo que generó en Bogotá su muerte, la Fiscalía y la Policía movilizaron equipos, detuvieron a dos de los culpables y siguen tras la pista del resto.
Juana reposa en el cementerio de Nuquí, al que arrullan las olas del Pacífico, y una cruz sencilla de madera con su nombre escrito a mano la recuerda. Y las obras de su proyecto de vida continúan y estarán concluidas en pocos meses. Las balas no aniquilaron su sueño.
Pero su caso difiere del resto de los siete homicidios del año pasado y los anteriores que no fueron investigados. Aunque escuché quejas de que reina la impunidad, salvo el alcalde, que pide la presencia de un fiscal permanente, los civiles no pueden protestar de manera pública para evitarse problemas con los Gaitanistas. “Esa gente pensaba que sería un crimen más, sabemos que han discutido entre ellos porque matar a Juana les ha calentado la zona y no les conviene”, me dice un lugareño. “Antes no había Armada en el área de los corregimientos de Termales y Arusí, ni en la vereda Partadó, esa gente andaba fresca, y ahora hay un pelotón de la Infantería de Marina”.
Lo bueno para el sector del turismo, aseguraron las personas con las que hablé durante la semana que permanecí en Nuquí, es que “no se meten con los turistas ni con los hoteles; ellos están en su vaina”. Y es cierto que, a pesar de dicha banda criminal, invisible a los ojos foráneos, es un municipio tranquilo, acogedor, además de ser uno de los más bellos de este país, un tesoro natural de mar, playas, selvas, cascadas, ríos, termales, y hogar de las ballenas de agosto a noviembre.
De unas 16.000 almas y pequeños corregimientos y veredas a lo largo del litoral, nadie perturba al visitante, ni vendedores ni ladrones, uno se siente muy seguro a toda hora. Las normas que imponen los Gaitanistas –mirar sin ver y mantener la boca cerrada en caso de toparse con algún suceso– rigen solo para el nativo, puesto que el turista no siente que ocurra nada extraño a su alrededor.
Su privilegiada situación geográfica es también la causa de los brotes de violencia. Al encontrarse cerca de Panamá, Nuquí forma parte de la ruta marítima del narcotráfico, y los Gaitanistas la controlan. Muchos de los integrantes de la banda criminal son nuquiteños y cuentan con conocidos y parientes por toda la zona.
Una de sus misiones consiste en comprar a los paisanos el producto de la “pesca blanca”, la gran tentación de algunos nativos que no ven en el turismo su enorme potencial. Dado que son avezados navegantes y conocen las fuertes mareas y la famosa corriente Humboldt como pocos, se lanzan al Pacífico en busca de las pacas de cocaína que arrojan al agua los pilotos de lanchas rápidas cuando los detectan los guardacostas.
“Pueden encontrar 200, 500 o 1.000 kilos, y venden a 3 millones de pesos el kilo, pero la mayoría de las veces regresan con las manos vacías, debiendo la plata de la gasolina”, explica un viejo pescador de peces. Agrega que muchos lo siguen intentando, porque “saliste pobre y de pronto llegaste con 300 millones”.
Embarcan varios tambores de gasolina, pues la búsqueda suele llevarles hasta las costas de Panamá, a unas ocho horas de navegación. En el camino pueden cruzarse con otros “pescadores” del vecino Bahía Solano y de Juradó, el municipio limítrofe con la frontera panameña, así como de los lejanos Pizarro y Buenaventura.
En Nuquí, buena parte de quienes anhelan ese golpe de fortuna proceden del corregimiento de Jurubirá, un poblado pobre de unos 700 habitantes, a menos de media hora de lancha de la cabecera municipal. “En 2017 hubo mucha plata en Jurubirá por esa pesca”, asegura una persona que me pide anonimato. Cuando la encuentran, esperan a que los Gaitanistas, en nombre de los dueños de la droga, se la compren. “Hay nuquiteños presos en Panamá, Costa Rica, México, otros desaparecieron en el mar o murieron asesinados”, afirma un nativo. Pero nadie habla de ellos.
Al igual que otros lugareños que entrevisto, cree que existe una esperanza real de cambiar la mentalidad de los jóvenes que aspiran a pescar cocaína. Nuquí es aún un gran desconocido en Colombia, salvo por el avistamiento de las ballenas, y un destino que entusiasma a los europeos y norteamericanos que lo descubren. Pero es escaso o nulo el apoyo ofrecido a los emprendimientos locales y a los jóvenes que buscan horizontes distintos, como los agrupados en el Club de Surf Pelícanos o las mujeres del Costurero Golfo de Tribugá, ni existe interés en recuperar la Casa de la Cultura, un elefante blanco.
Ni siquiera cuentan las veredas y los corregimientos con energía las 24 horas, ni vertedero de basuras, ni hospital, ni existe subvención a la gasolina a pesar de que la vida es muy costosa. Solo hay acceso marítimo a casi todas las poblaciones, y, salvo el pescado que atrapan y algunas frutas, verduras y algo de arroz que siembran, todo llega por avión y por barco desde Buenaventura, lo que eleva los precios de manera desorbitada.
Algunos ven la solución en el puerto de aguas profundas de Tribugá, que abriría carretera hacia el interior, mientras muchos otros consideran que sería el desastre que devastaría su joya natural. Un nativo achaca las múltiples carencias al abandono estatal que sufre su terruño y el Chocó: “A nosotros nos miran un momento por algo violento que pasa, como lo de Juana y luego nos olvidan”.