NACIÓN
El día en que Ingrid Betancourt inició su viaje al infierno
Se cumplen 16 años del día en que la aspirante a la presidencia de la República y Clara Rojas fueron secuestradas por las Farc. SEMANA revive los duros momentos por los que tuvieron que pasar estas dos mujeres que solo seis años después, recuperaron la libertad.
Hace 16 años, el 23 de febrero de 2002, Ingrid Betancourt y Clara Rojas fueron secuestradas en San Vicente del Caguán, en medio de su campaña presidencial. SEMANA reproduce un reportaje publicado el 16 de febrero de 2003 que da cuenta de las angustiosas horas que se vivieron antes y después de que las FARC decidieran llevarse a Ingrid rumbo a la selva.
"Lo que 6 años en cautiverio me enseñaron sobre el miedo y la fe" es una charla TED que Ingrid realizó en abril del año pasado.
Un año sin Ingrid
En un apasionante relato, Eccehomo Cetina describe en su libro recién publicado las últimas horas antes de que las Farc secuestraran a Ingrid Betancourt.
Los ocupantes de la camioneta se quedaron mirando a través del parabrisas a un hombre vestido de camuflado con fusil en posición de disparo que venía corriendo desde el fondo de la carretera a su encuentro. "La guerrilla", les dijo Ingrid Betancourt a sus acompañantes. Entre ellos se encontraba Alain Keler, un fotógrafo francés, que apenas vio al guerrillero saltó sin pensarlo del carro en movimiento y empezó a disparar su cámara.
"¡No tome fotos, no tome fotos!", le gritó el hombre sin dejar de correr, pero el reportero gráfico de la revista francesa Marie Claire, seguía disparando su cámara sin darse cuenta de que la camioneta de Ingrid y sus tres acompañantes restantes ya se había detenido. "Apáguela", le dijo casi al oído al conductor otro guerrillero que salió del monte por el costado. El hombre, quien cargaba en la espalda un morral grande y compacto, alzó la voz de repente: "¡Que deje de tomar fotos, ¿es que no oyó?!". "Ingrid, por favor, dígale al francés que no tome más fotos", le pidió el conductor a la candidata presidencial que viajaba a su lado, en la silla del copiloto. "¡Ne prenez pas des photos!", le gritó Ingrid al reportero con más molestia que miedo. El hombre, de la complexión recia y atlética de los marineros sanos, se incorporó y dejó de disparar la cámara de súbito. Según la pantalla digital, la cual había alcanzado a ver por última vez al escuchar la orden de Ingrid, había hecho 36 exposiciones en 15 segundos. "Disculpe señor -le dijo el conductor al guerrillero que no se había apartado de su ventana- es que el tipo no entiende español".
Alain Keler, quien había estado una semana antes haciendo fotografías a varias superestrellas de cine en sus mansiones de Marbella, en España, entre ellas a una modelo que revelaría uno de los secretos de su belleza mejor guardados, se encontraba ahora en medio de la selva del Caguán, en el suroriente de Colombia, petrificado a la orilla de una carretera, bajo un sol de agujas y frente a seis guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), armados hasta los dientes y dispuestos a que nadie se pasara por la faja una orden suya.
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Los dos guerrilleros, el que llegaba corriendo y el que ordenó apagar la camioneta, echaron un vistazo entre curioso y hostil al interior del vehículo y analizaron con la astucia de las fieras a punto de dar el zarpazo uno a uno los rostros de quienes acompañaban a Ingrid Betancourt. Su amiga y compañera de fórmula a la vicepresidencia, un camarógrafo de la campaña, un conductor y el fotógrafo francés conformaban la comitiva de la líder política que se aventuró al corazón de una selva plagado de guerrilleros en un carro militar y sin escoltas.
"¡Entreguen los celulares, rápido!", les exigió uno de los rebeldes. Todos buscaron en los bolsillos y maletines los teléfonos y los fueron entregando uno a uno. Mauricio, el camarógrafo, no tenía celular. "Con que no tiene celular, dijo el guerrillero, y ¿eso qué es?". "Una cámara de televisión, señor", contestó cada vez más alterado Mauricio. "¿Y qué está esperando para entregarla?", replicó con sarcasmo el subversivo. El camarógrafo entregó su herramienta temblando e incapaz de sostenerle la mirada al guerrillero. "Ahora, quítenle esa tela blanca a la camioneta, y arranquen esas banderas, rápido". Al oír la orden, el conductor de Ingrid saltó a la carretera y, junto a otros dos guerrilleros que llegaron al lugar, empezó a arrancar la tela con la que había envuelto una hora antes la camioneta Nissan de doble cabina, tratando de ocultar que se trataba de un vehículo de uno de los departamentos de seguridad estatal. "Venga, hablemos", le pidió la candidata al guerrillero del morral compacto. "No, no, cállese", le respondió el hombre volteando la cara molesto. "Venga, pero hablemos", insistió Ingrid sin mucha convicción. "Dije que se calle", concluyó el guerrillero, mientras caminaba hasta plantárseles frente a la camioneta, donde empezó a mascullar algunas palabras con otro subversivo. (?)
"No se preocupe Adaír, que no va a pasar nada, le dijo Ingrid a su conductor, calmémonos todos que esta gente no nos puede hacer nada", terminó la candidata del Partido Oxígeno mostrando una serenidad inusitada para semejante situación, mientras el resto de la comitiva, su amiga Clara Rojas, Mauricio, el camarógrafo, y el fotógrafo francés, mostraba con claridad las primeras señales del pavor en las caras. (?)
"Capricornio uno a Capricornio dos... Capricornio uno a Capricornio dos...", alcanzaron a oír todos dentro de la camioneta, mientras descubrían que el hombre del morral compacto trataba de hacer contacto con su base gracias al radioteléfono que esta vez se descubría un poco en su espalda. El subversivo repitió con cierta impaciencia la operación pero sólo lograba ruidajos como respuesta; insoportables crepitaciones con más parecido al chirrido metálico de la aguja del fonógrafo sobre el final de un viejo disco, que a una contestación humana. "Capricornio uno a Capricornio dos... Capricornio uno a Capricornio dos...", insistía el guerrillero, mientras Ingrid y sus acompañantes se miraban con una creciente tensión. Pero la respuesta en el radioteléfono era la misma: el ruido de un ardiente caldero al que le acaban de poner un pedazo de carne fresca.
-Capri...
-Adelante Capricornio uno.
-Capricornio uno para informar que la tenemos, la tenemos.
-¿Cuántos individuos son, Capricornio uno?
-Son cinco en total, adelante Capricornio dos.
-Pues sigan con la operación, siga Capricornio uno.
-Entendido Capricornio dos, informe, informe entonces que ya la tenemos, que de esta no se salva, cambio.
"Venga hombre, hablemos", le pide Ingrid al hombre del radioteléfono en tono de súplica. El subversivo del radio contesta con un ademán entre desdeñoso y triunfal que deja postrados a todos en la cabina. (?)
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Esa mañana Ingrid empacó en su bolso dos mudas de ropa, un cepillo de dientes, una crema dental, un antitranspirante y unas toallas higiénicas. Se puso un jean azul, unas botas de intendencia y una camiseta amarilla de su campaña con una leyenda en el pecho: ‘Colombia Nueva‘. Su esposo, Juan Carlos Lecompte, un publicista cartagenero que se había metido de cabeza a manejar las comunicaciones de la campaña, había contestado días atrás las llamadas de varios habitantes de San Vicente del Caguán, quienes telefoneaban a la sede de Ingrid en Bogotá para pedirle que fuera a protegerlos de eventuales muertes y atropellos que ya todos olían en los vientos de guerra que se alzaban en la población.
Lecompte, entre muchas funciones dentro del Partido Verde Oxígeno, le filtraba las llamadas a su esposa para evitarle el disgusto a la candidata de tener que darles portazos en las narices a los ‘lagartos‘ y componedores políticos que van de partido en partido buscando favores y canonjías en épocas electorales. (?)
El aeropuerto de Florencia había sido militarizado desde que el Presidente anunció su viaje al Caguán. Por eso, cuando el vuelo de Aires 8093, en el que llegaba Ingrid Betancourt y su comitiva aterrizó, el movimiento de tropas en el lugar presagiaba que la guerra por comenzar sería dura. Doce helicópteros y otras aeronaves militares cubrían gran parte de la pista de estacionamiento y la presencia de soldados y oficiales hacía pensar que se entraba en una base aérea y no en un aeropuerto.
El Gustavo Artunduaga Paredes es un terminal aéreo pequeño, de pueblo, en el que se desciende de los aviones por escalerilla, con un edificio de una planta rodeado de cristales en el que están distribuidas el área administrativa y las salas de despacho y espera. Ingrid y su comitiva descendieron y caminaron unos 30 metros hasta el edificio y se mantuvieron entre dicha área y uno de los salones de espera hasta que a su encuentro llegó un oficial del Ejército a confirmarles que uno de los helicópteros estaba a su disposición para llegar hasta San Vicente del Caguán. El militar le informó que en los helicópteros iban a transportar a los 150 periodistas que venían con el Presidente y que en uno de ellos podrían subir la candidata y cinco personas más de su equipo. "Lo único, doctora, le aclaró el oficial, es que no podemos llevar a toda su comitiva, sólo a cinco personas".
Un periodista de Noticias Uno, de la Red Independiente de televisión de Colombia, el único medio que entrevistó a Ingrid pocas horas antes de su secuestro, captó la sonrisa de una Ingrid Betancourt convencida de que su viaje a San Vicente era un hecho. "Bienvenida al Caquetá, doctora, la recibió el periodista, ¿a qué va a San Vicente, candidata?". "Pues, obviamente, respondió Ingrid, para estar en las buenas y en las malas con la gente de San Vicente. Creemos que ellos hicieron un gasto muy importante para el país, como fue ser los huéspedes del proceso de paz; este es un momento duro donde no los podemos dejar solos y dejar que esto se convierta en una guerra sucia, donde haya venganzas, que se aproveche, digamos, para hacer cuentas de cobro, es muy importante estar allá con la gente".
Luego de las declaraciones, la candidata conversó con algunos habitantes de la región presentes en el terminal aéreo, cada vez más congestionado de militares, viajeros y curiosos. Luego fue llamada por el oficial y coordinador de los viajes a San Vicente del Caguán, a la oficina del director del aeropuerto. Allí, rodeada por sus dos guardaespaldas, el capitán de policía, su compañera de fórmula como candidata a la vicepresidencia y tres miembros de su campaña, Ingrid esperó el mensaje que habría de darle el militar: "Doctora, dijo el oficial al entrar a la insípida oficina, acabo de recibir una comunicación de mis superiores en la que se me ordena no transportarlos en ninguno de los helicópteros a San Vicente...". "Pero, ¿cómo así?, interrumpió sorprendida Ingrid, ¿de quién es la orden?, ustedes están en la obligación de prestarme seguridad para llegar a la zona". "Lo sentimos mucho, doctora, pero órdenes son órdenes", concluyó el oficial retirándose del recinto. "Entonces, agregó Ingrid mirando a sus colaboradores, nos vamos a San Vicente por tierra". (?)
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A los 20 minutos el sonido de las turbinas de un avión militar rompió la monótona espera y al abrirse sus compuertas descendieron los 150 periodistas nacionales y extranjeros, quienes cargados de cámaras y equipos fueron subiendo a cada uno de los helicópteros. Muy pronto un primer enjambre metálico surcó los cielos de Florencia rumbo a San Vicente.
"No nos quieren llevar, declaró Ingrid al periodista de Noticias Uno, el gobierno nos está abandonando a nuestra suerte y vamos a tener que irnos por tierra". La candidata, mostrándose cada vez más molesta, se acercó a uno de los coroneles e insistió otra vez: "Mire, oficial, por favor llévenos en uno de los helicópteros que faltan por salir, se lo suplico, están saliendo helicópteros casi vacíos y yo tengo mucho interés de llegar a San Vicente". "Mire, señora, respondió el oficial levantando la voz para hacerse oír pese al batir de palas de los helicópteros, nosotros no llevamos ahí a cualquier persona". "Para su información yo no soy cualquier persona, respondió Ingrid tan alto como para que la oyera, estoy aquí en Florencia como candidata a la presidencia de Colombia y tengo un interés particular de ir a San Vicente, para proteger a sus habitantes y le pido que me garantice las medidas necesarias para cumplir con mi deber". El oficial, con la actitud desdeñosa de quien está pensando en otra cosa, le respondió dándole la espalda: "Ese no es problema mío".
Pero Ingrid no se dio por vencida. Contó los helicópteros que faltaban por partir, "cuatro", dijo, buscó entre la tropa dispersa de soldados que entraban y salían de la pista de estacionamiento, cargados de municiones y detectores de minas, morrales y aparatos de comunicación, buscando un oficial de mayor rango, antes de que las últimas aeronaves alzaran el vuelo. "¡General, llamó Ingrid entre la multitud, usted tiene que ayudarme!". Se trataba del general del ejército Arcesio Barrera. "Oiga, doctora, le dijo el general sin mirarla apenas, concentrado en observar de lejos la operación de embarque de la tropa y de los últimos periodistas, yo tengo órdenes terminantes de la presidencia de la República de no dejarla subir ni a usted ni a su comitiva, a ninguno de los helicópteros, y hasta que tenga otra orden directa del presidente, yo a usted no la llevo en esos helicópteros". Pese a su insistencia, Ingrid y sus acompañantes, vieron cómo los últimos helicópteros partieron casi vacíos hacia la zona de distensión.
Ellos no serían los únicos en ser abandonados sin seguridad en el aeropuerto. Un equipo hospitalario compuesto por cuatro médicos que habían sido llamados por el director del Hospital de San Vicente, Fernando Rivas, tampoco pudo irse en ninguna de las naves, a pesar de que su presencia en el centro médico de San Vicente era clave para atender las decenas de heridos graves que, con seguridad, dejaría la retoma a sangre y fuego de dicho territorio ocupado por la guerrilla. Sólo gracias a las gestiones humanitarias de la directora de la organización no gubernamental Redepaz, Ana Teresa Bernal, quien habló con el representante de la ONU en Colombia, Anders Compas, el equipo médico pudo llegar al hospital cuatro días después de la visita rocambolesca del presidente Pastrana a la zona. Para los oficiales de la Fuerza Aérea era claro que si llevaban al equipo médico en alguno de los helicópteros, tendrían que llevar también a la candidata Ingrid Betancourt.
Unos periodistas brasileños que viajaron desde Bogotá con Ingrid, decidieron alquilar un taxi e irse por tierra hasta San Vicente del Caguán por su cuenta y riesgo, pues creían que si persistían en acompañar a la candidata terminarían perdiendo la primicia de ver un presidente suramericano ejecutando un acto de soberanía como pocos en años, frente a las barbas de la guerrilla.
A los 15 minutos llegó el Fokker-28, identificado con el 0001 presidencial, e Ingrid salió hacia la pista a tratar de encontrarse con el primer mandatario, Andrés Pastrana, pero un cordón de seguridad y dos largas filas de uniformados, cuadrados para los honores militares, le impidieron acercársele más al Presidente. "!Andrés, le gritaba Ingrid agitando la mano, ¡Presidente!, ¡Presidente!". Pero Pastrana bajó la escalerilla del avión y en un primer gesto de llegada, apenas pisó la pista, se puso sus gafas de sol Gucci y avanzó hacia su helicóptero acompañado de la cúpula militar, cuidando de mantener una marcha sincronizada con los generales que le acompañaban. "¡Presidente!", seguía gritándole Ingrid, pero éste se perdió entre la tropa hasta que abordó el helicóptero.
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Indignada, la candidata esperó conteniendo sus impulsos de gritar a que la marea creada por los preparativos de guerra volviera a bajar. Se quedó mirando cómo se alejó el helicóptero y el proscenio de aquel teatro fue quedando solo. De inmediato sacó el celular y llamó a su mamá, Yolanda Pulecio: "Hola, mami... me acaba de pasar una cosa desagradable, mamá. Cómo te parece que el presidente me vio y pasó por encima de mí como si no me conociera... no me saludó, ni me llevaron a San Vicente, mamá... qué cosa tan horrible...". "Hija, cálmate, no puedo creer lo que te pasó, mi amor, respondió al otro lado de la línea la señora Pulecio, eso es imperdonable". "Yo quisiera saber, mamá, qué hubiera pasado si este señor en vez de ver a Ingrid, hubiera visto a los otros candidatos, a Uribe o a Serpa... me voy a San Vicente por tierra, mamá...". "¿Estás segura de lo que estás haciendo, mi amor?, mira que es muy peligroso...". "Estoy segura, mamá", terminó Ingrid despidiéndose se su madre.
Del grupo original de 10 personas que acompañaban a la candidata sólo quedaron el capitán Barrera, de la Policía; los escoltas del DAS, Omar y Nelson; la candidata a la vicepresidencia, Clara Rojas; el fotógrafo francés, Alain Keler; el camarógrafo de la campaña, Mauricio Mesa; el asistente de logística, Adaír Lamprea, y, por supuesto, Ingrid Betancourt. Dos periodistas brasileños llevaban ya una hora de camino y al jefe de prensa, Francisco Rodríguez, lo bajó del viaje el mal presagio de la bala accidental que casi lo mata. Pero aún faltaba lo peor. De Bogotá les llegó una orden a los escoltas y el capitán de policía para que se abstuvieran de acompañar a la candidata al Caguán.
En ese momento empezó Ingrid a sentir su soledad. El subcomandante de la Policía del Caquetá, el teniente coronel Rubiano, convocó a Ingrid y a su cuerpo de seguridad a una reunión en la oficina de la Aerocivil. El oficial desplegó un mapa de la zona frente a sus ojos e ilustró con suficiente información de inteligencia que un viaje por tierra hacia San Vicente del Caguán era un suicidio. La retoma de la zona de distensión por parte de las fuerzas armadas, insistió el oficial, había convertido el departamento en una bomba de tiempo difícil de desactivar. Le dijo que entre los municipios de Montañitas y Paujil, El Doncello y Puerto Rico, la carretera había sido infestada de minas. Que días antes varias torres de energía y teléfonos fueron dinamitadas. "En conclusión, doctora, no le recomiendo viajar por tierra, insistió el teniente coronel Rubiano, más bien, por qué no espera a que salgan dos aviones que tenemos, sólo falta que nos den la orden para despegar, nos tienen aquí porque en la pista del aeropuerto de San Vicente encontraron una mina. Cuando la cosa se normalice y los altos mandos me ordenen salir, usted viene conmigo, pero eso, insisto, puede tomar una o tres horas". "Yo no puedo esperar, dijo Ingrid, porque entonces no salgo hoy y la gente me necesita ahora. Présteme un carro que yo me voy con mi gente".
Afuera, Omar, su jefe de escoltas, le reiteró su decisión: "No podemos acompañarla, doctora, es un viaje muy peligroso, no podemos exponernos de esa manera, la zona está plagada de guerrilleros... lo único que nos dijeron es que podían facilitarnos esa camioneta para que usted vaya por tierra". "Doctora, agregó el capitán Barrera, no podemos arriesgarnos por tierra, es un suicidio". Ingrid calló, comprendiéndolo todo: había una presión política desde Bogotá para que ella y sus acompañantes no llegaran a San Vicente, ni interfirieran con el viaje presidencial de retoma de la zona.
La candidata mira la camioneta del DAS, una Nissan azul, camina alrededor de ella y llama a su asistente logístico, Adaír Lamprea: "Vaya al pueblo y compre toda la tela blanca que pueda para cubrir este carro". Cuando Adaír sale raudo a cumplir la orden, la candidata lo llama: "¡Adaír!". "¿Sí?", responde dando la vuelta de inmediato. "¿Es capaz de conducir esta camioneta?", le pregunta Ingrid. "Claro que sí". "Entonces, concluye su jefa, de ahora en adelante es usted el conductor". Luego camina hacia el grupo y se detiene a escasos metros: "Yo voy a ir sea como sea a San Vicente por tierra... quiero que me digan quiénes vienen conmigo". La escena parecía una prueba máxima de lealtad y valor. Sólo tres personas dijeron que iban con ella y cuando llegó el recién nombrado conductor, con varios metros de dacrón blanco bajo el brazo, su diligencia por cubrir las insignias oficiales de la camioneta con tela, le demostraron a Ingrid que ya eran cinco los integrantes de aquella aventura.
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"Adaír, le decía en voz baja el capitán Barrera al conductor, mientras cubría la camioneta con la tela, no vaya, no la lleve porque la guerrilla los va a matar a todos. Esto es un suicidio, hermano, no vaya que a Ingrid la van a matar". Ingrid ayudó a hacer dos banderas y cubrir la camioneta, mientras el periodista de Noticias Uno le volvía a preguntar: "Doctora, la situación de orden público no da para que una candidata presidencial viaje por tierra hacia una zona que fue de la guerrilla por tres años y medio...". "Ustedes lo vieron, contestó Ingrid cubriendo de trapos hasta el último resquicio del carro, el Presidente pasó por las narices nuestras, nos vieron aquí pidiendo cupo para irnos con ellos... bueno, la única solución es irnos por tierra asumiendo, obviamente, que estamos en una situación muy complicada...".
Antes de que el periodista hiciera su contrapregunta, la candidata subió a la camioneta con sus acompañantes, el conductor se puso en marcha y sólo se detuvo cuando el micrófono del corresponsal estuvo frente a la cara de Ingrid. "Candidata, ¿y si sale la guerrilla?". Ingrid miró hacia el sendero cómo se perdía la carretera, recta, entre la boca de la selva, tomó aire y vaciló: "Pues, ehhh, estamos en manos de Dios". Esas fueron las últimas palabras que dijo Ingrid en libertad frente a una cámara. (?)
La imagen que ofrecía la camioneta de Ingrid Betancourt, envuelta en tela blanca y afiches de la campaña con varias banderas enarboladas en los costados, era la de un carro preparado para una de esas parodias urbanas de buscadores de tesoros, y que consiste en disfrazar el vehículo literalmente de algo para seguir unas pistas que conducen siempre hacia un premio gordo. Pero esta vez nada era un juego. No había pistas que seguir, excepto la incertidumbre constante y el peligro agazapado en cada recodo de la selva. No había premios tampoco, porque todo estaba en riesgo; y el mayor, el más evidente, que casi se volvía una probabilidad, era el riesgo de perder la vida. Todos lo sabían a pesar de que lo ocultaran. Por eso, apenas a los cinco minutos de viaje, cuando aún las alas del avión presidencial sobre la pista del aeropuerto eran visibles en la distancia, el camarógrafo de la campaña, Mauricio Mesa, rompió en llanto, abrazado por un pánico que sólo las palabras de Ingrid pudieron domar. "Siga grabando, hombre, tranquilo Mauricio, no se preocupe que a nosotros no puede pasarnos nada", le dijo la candidata poniéndole la cámara en posición sobre el hombro: "Siga grabando, que aquí no va a pasar nada".
Avanzaban. El ambiente dentro de la camioneta era tenso. El fotógrafo francés procuraba mantener fija su mirada en el camino que iba abriéndose frente a sus ojos en el parabrisas, con la cámara lista en su regazo; el camarógrafo intentaba distraerse haciendo tomas de Ingrid y de la carretera; Clara Rojas hubiera querido atender las sugerencias que Ingrid iba diciendo, pero enmudeció sin explicación y sólo prestaba atención a las indicaciones de su amiga con un gesto leve y una mirada vacía y desviada; el recién nombrado conductor, Adaír Lamprea, un colombiano típico, acostumbrado a pasar los tragos amargos con buenas gotas de humor, esta vez iba concentrado al volante, en la actitud de quien cree no estar en lo que está, atendiendo las palabras de la candidata más que los otros, pero con la cabeza invadida por un fantasma mayor que la guerrilla: los paramilitares, los enemigos acérrimos de las Farc, que no dudarían en dispararle a quienes metidos en una camioneta pretendían evitar los desafueros de los rebeldes en retirada contra la población civil.
"Ingrid, le dijo el conductor a la candidata, tus ideas políticas se parecen mucho a las de la guerrilla...". Ingrid lo miró un instante y siguió guardando silencio a la espera de descubrir la intención del repentino comentario de su conductor. "...Es decir, continuó masticando casi las palabras, tú pides revocar el Congreso, hacer una verdadera reforma agraria en este país, erradicar la corrupción... tú quieres el verdadero cambio que la guerrilla defiende...". "¿Y?", dijo Ingrid sin rodeos. "...Y pues yo creo, siguió Adaír, que ellos no tienen ninguna razón para secuestrarte... ni para matarte, como otras personas dicen...". "A mí nadie me va a hacer nada, interrumpió la candidata, mientras reclinaba su cabeza en el marco de la ventana contra el que se estrellaba el sol de agujas. "Tal vez ellos no, pero los paramilitares sí". "Tampoco ellos, Adaír, tampoco ellos". "Mejor dicho, Ingrid, confesó el conductor, yo a quienes les tengo mucho miedo que aparezcan en el camino es a los paramilitares". "Lo más irónico de esta guerra para que lo vayas sabiendo, le dijo la candidata mirándolo, es que todos los que estamos en ella queremos lo mismo, pero nadie hace nada para lograrlo: la paz". "¿Adaír?, siguió la candidata, cuando lleguemos a San Vicente quiero que devuelvas esta camioneta a la gente del DAS porque nosotros no nos vamos a regresar en esta cosa. De alguna manera vamos a conseguir que nos traigan en avión". "Entendido, señora". "Ah, prosiguió Ingrid con algunos dedos de su mano derecha en la boca, tú serás mi conductor hasta que lleguemos allá, después quiero que sólo te encargues de la parte de prensa y logística...".
"El Liborio Mejía, Ingrid", interrumpió Adaír cuando apareció el retén militar del último batallón colombiano del Ejército antes de entrar de lleno a los dominios absolutos de las Farc. La camioneta se detuvo. "¿Para dónde van?", preguntó un sargento de unos 24 años, que sin esperar una respuesta agregó: "Esto de aquí para allá está muy peligroso". "Vamos para San Vicente del Caguán", contestó Ingrid, y saliendo de la camioneta continuó: "Tenemos afán de llegar a San Vicente, le pido el favor que nos colabore para continuar el camino". El jefe de seguridad de la candidata, el capitán Jaime Barrera, quien los había seguido con el fin de notificar al batallón la entrada de Ingrid Betancourt a la zona de distensión, se acercó al sargento. "Ella, le dijo al soldado, es la doctora Ingrid Betancourt, se la entregamos al retén del Liborio Mejía, queda bajo responsabilidad de ustedes". El sargento identificó a la candidata e insistió: "Mire, doctora, usted no puede pasar, ese territorio está muy peligroso, lleno de guerrilla". Ingrid empezó a perder la paciencia: "Yo soy libre de transitar por donde quiera, lo único que necesito es que nos dejen seguir, vamos muy tarde". Ante la insistencia de la candidata en continuar el camino, el sargento le pidió a Ingrid los papeles de identificación y fue a llamar a su superior. El mayor del Ejército, Juan Carlos Hernández Méndez, le hizo las mismas observaciones y advertencias al grupo, pero Ingrid Betancourt dijo sin resignarse a echar atrás: "Nosotros continuamos hacia San Vicente por nuestros propios medios". "Bueno, se oyó la voz del mayor por el radioteléfono, si es así y ella no acepta recomendaciones entonces haga la anotación en la minuta de guardia y en la minuta del retén".
En el libro de minuta de guardia del Batallón de Ingenieros número 12 General Liborio Mejía, quedó anotado que a las 13 hora y 10 minutos de la tarde Ingrid Betancourt ingresaba sin seguridad a la zona guerrillera. El texto del propio puño del soldado que la recibió ocupó tres renglones de la página siete de la minuta: "Entra la dr. Ingriht Betancourt a la zona desmilitarizada se le hizo la observación sobre su seguridad y Contestó que se iva Bajo su Responsabilidad".